domingo, 26 de febrero de 2006

Martí no ha muerto

Posted on Sat, Feb. 11, 2006
CARLOS RIPOLL

Como a todo el que defiende la libertad y la justicia en el país, en Cuba han sometido al silencio a Martí. La prueba es que en los 47 años de gobierno no se han atrevido a publicar una biografía seria del héroe ni una somera antología de su pensamiento político. Con evidente cinismo, en el preámbulo de la Constitución de 1992 se lee 'Declaramos nuestra voluntad que la ley de leyes de la República esté presidida por este profundo anhelo, al fin logrado, de José Martí: `Yo quiero que la ley primera de la República sea el culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre' ''; pero ahí lo interrumpen, y le callan lo que enseguida dijo para explicar lo que para él era ''la dignidad plena del hombre'': ``O la República tiene por base el carácter entero de cada uno de sus hijos, el hábito de trabajar con sus manos y pensar por sí propio, el ejercicio integro de sí y el respeto, como de honor de familia, al ejercicio íntegro de los demás; la pasión, en fin, por el decoro del hombre, o la República no vale una lágrima de nuestras mujeres ni una sola gota de sangre de nuestros bravos''.

Es una maldad, pero también, con otro tamaño, lo es que se hable en el exilio de la muerte de Martí, y hasta de una ''segunda muerte'', por la manipulación castrista de la figura y por los tropiezos de la República antes de 1959. En un trabajo que titula La mitología política en el culto a José Martí habla Carlos Alberto Montaner, con mal disimulado desdén, del ''nacionalismo romántico representado por Martí''. La República tuvo a partir de 1902 pecados y errores. Martí no ignoraba las dificultades. Cuando un comerciante le dijo que Cuba no quería la libertad y que el pueblo no estaba preparado para constituirse en República, Martí le contestó: ''Sí, tal vez haya tropiezos, pero ningún pueblo puede aprender a ser libre siendo esclavo''. No tuvo Cuba, en sus comienzos como República, más injusticias, envidias y abusos de los que tuvieron los Estados Unidos en tiempos de Washington, Adams y Jefferson.

La desgracia de Cuba no sólo se debe a que el ''entorno martiano'' estuvo alejado del gobierno de la República, como cree Montaner. No se ajusta a la verdad histórica, al relacionar los presidentes de Cuba, decir que ''ninguno formaba parte del entorno martiano'': el primero, Tomás Estrada Palma, fue la persona más respetada por Martí en la emigración de Nueva York y fue quien lo sustituyó después de Dos Ríos como jefe del Partido Revolucionario Cubano; los generales José Miguel Gómez y Mario G. Menocal pelearon en la guerra de Martí, aun el tirano Gerardo Machado. Algunos del ''entorno martiano'' murieron en la guerra, como Serafín Sánchez y Flor Crombet, o no los dejaron los americanos formar parte mayor en el gobierno, como a Bartolomé Masó y a Juan Gualberto Gómez.

Al hacer inventario de las desgracias de la sociedad cubana, ''eminentemente romántica y sentimental'', dice con cierto cinismo de salón Carlos Alberto Montaner (''romanticismo sentimental'' que dio un Tony Guiteras, un Eduardo Chibás y un José Antonio Echeverría, entre tantos otros nobles espíritus), de espaldas a los adelantos que a pasos cortos hacía esa sociedad cubana, hasta lograr la derrota de la dictadura de Batista, prueba de su madurez, no es honrado ignorar, en los males de Cuba, la responsabilidad de España por su soberbia, y la penetración codiciosa de los Estados Unidos en los asuntos del país. Todavía dañan el alma nacional los dos enemigos mayores de Martí, representados en su tiempo por los autonomistas y los anexionistas, los que querían dialogar con el crimen y los que querían someter el país a los intereses de Wall Street. Y como para ensalzar al yanqui, destaca Montaner la pensión que le concedió el gobierno interventor a la madre de Martí en 1899, y el ascenso del hijo (''el único hijo reconocido del Apóstol'', aclara con artera ironía Montaner), durante la segunda intervención, a ''capitán del ejército mambí'', lo que no es cierto: Pepito Martí se ganó ese grado por sus méritos en el ataque a Tunas en 1897; y hasta afirma Montaner que el culto a Martí se refuerza en el gobierno de Charles Magoon porque el 24 de febrero de 1907 se pusieron en un panteón los restos de Martí, cuando lo cierto es que dicho acto se realizó por gestiones de Pepito Martí, del Gobernador de Oriente, Federico Pérez Carbó, de los generales Portuondo Tamayo y Emilio Lora, del médico de Maceo, Fernández Mascaró, y de Emilio Bacardí.

Ni tampoco es cierto, como afirma Montaner, que ''los cubanos de principios del siglo XXI'', estén ''escépticos y desengañados con todo'', como parece que lo está él; eso es lo que cree Castro, y así los gobierna, y así desprecia al exilio. La apatía de allá y de aquí, por falta de un programa real y puro, y por falta de líderes capaces, encubre un resentimiento y una frustración que en su momento hará su obra constructiva. La nacionalidad cubana padece hoy uno de esos lapsos que no son extraños en la historia de la humanidad. El deber de los que vivimos allá y aquí, en esta etapa infeliz, es mantener viva la fe en el ejemplo de los mejores. No matar a Martí, o darlo por muerto, sino mantenerlo vivo en la conducta y en la esperanza, que es la única manera que en los pueblos viven los mártires y los héroes.

Pocas horas antes de su caída en Dos Ríos, Martí escribió: ''Sé desparecer. Pero no desaparecería mi pensamiento, ni me agriaría mi oscuridad''. No nos ciegue la oscuridad, y mantengamos vivo su pensamiento.
Martí no ha muerto.

La segunda muerte de José Martí

Carlos Alberto Montaner

Congreso “Celebrando a Martí
”Palabras de apertura
Koubek Memorial Center, University of Miami
26 a 28 de enero 2006
Miami, Florida

En la década de los años cincuenta, cuando yo era muy joven y me asomaba a la adolescencia, la invocación del nombre de Martí solía estremecerme. Por aquellos años todavía estaba viva la tradición romántica decimonónica. Los jóvenes -y los viejos- se enamoraban con poemas, y también morían y mataban por las causas políticas recitando versos. Recuerdo vivamente una poesía dedicada a Martí de Francisco Riverón, popular y talentoso decimero de los años cincuenta, que terminaba con una estentórea e ingenua exhortación a la resurrección: Cuba quiere sentir que te despiertas./ Hay que romper un sol sobre la noche./ Hace falta tu voz, José. ¡Despierta!

Entonces la poesía patriótica era muy estimada, como lo fue durante nuestras guerras de independencia. El propio Martí publicó su conocida elegía a los estudiantes de Medicina fusilados el 27 de noviembre de 1871 como epílogo a un relato de aquellos hechos escrito por Fermín Valdés-Domínguez, él mismo acusado y condenado durante el juicio contra estos jóvenes cubanos. Muchos años más tarde, Tania Díaz Castro, en un notable artículo distribuido por el Grupo de Trabajo Decoro, cuenta cómo, tras el golpe militar de 1952, los estudiantes convocaron a la resistencia con otro poema de Riverón leído por los altavoces universitarios. Se titulaba “General de tres galones” y calificaba a Batista con los peores epítetos. Riverón simpatizaba con el Partido Ortodoxo y en aquella época la recitación de poemas era una manera de calentar el espíritu para entrar en combate. (En 1975, Riverón, como tantos escritores, moriría perseguido y acosado por la dictadura comunista).

Incluso Fidel Castro, hombre de lacrimal estéril, cuando comienza a organizar su movimiento insurreccional ordena la confección de un himno y de una bandera. Su débil pulsión lírica no le impedía entender que esos resortes psicológicos eran fundamentales para mantener la cohesión del grupo y poder arrastrar a la lucha y al heroísmo a un puñado de muchachos. Para él la poesía no era una expresión del espíritu sino un instrumento de manipulación política. Poco después del triunfo revolucionario, el Himno del 26 de julio fue perdiendo importancia frente a las notas de la Internacional hasta convertirse en una anécdota musical desdeñable. Ya no le resultaba útil. Por supuesto, tras la desaparición de la URSS y del campo socialista, lo que comenzó a dejarse de oír fue la Internacional. Entonces se retomó con vigor el Himno Nacional como parte de un hipócrita esfuerzo por renacionalizar el proceso revolucionario y dotarlo de una identidad más acorde con el postsovietismo.

En todo caso, esta tradición de recurrir a los poemas y cantos patrióticos como un arma política se mantuvo frente a la tiranía comunista, al menos en los primeros tiempos. En los años sesenta y setenta todavía los cubanos conservaban el ademán romántico y una forma emotiva de relacionarse con la idea de la patria. Manuel Artime, ex oficial de Sierra Maestra, joven médico católico que luego organizó eficazmente uno de los mayores grupos de oposición a Castro, el Movimiento de Recuperación Revolucionaria (MRR), y dirigió en el plano político la invasión de Playa Girón, poco antes de zarpar escribió un poema en el que sintetizaba de esta manera la traición de Fidel Castro a la revolución: Rojo, blanco y azul era ese paño/ por el que fue a morir un pueblo entero/ ¿qué maldito poder oscuro, extraño/ envolvió sus colores con engaño/ para volverlo ruso y extranjero? Evidentemente, Artime vibraba y hacía vibrar a sus partidarios enarbolando uno de los símbolos clave de la sociedad cubana.

A donde quiero llegar es a lo siguiente: los vínculos políticos que en nuestros días unen a los cubanos, o las creencias y los comportamientos que los apartan, probablemente poseen una menor carga emotiva, y percibo, ciertamente, que unos y otras se expresan de una manera mucho menos afectiva. Todo es más frío, cerebral y razonado que lo que era antes. Y si no yerro en mi apreciación, es posible que en los tiempos que corren, caracterizados por la actitud postmoderna, el corazón de las generaciones más jóvenes late a un ritmo diferente frente a la idea de la patria que el que percibían las generaciones anteriores, la mía incluida. No creo que se trate de un fenómeno estrictamente cubano, sino de una tendencia que se observa en todo Occidente. Tal vez la idea romántica de la nación esté muriendo en todas partes. Pero acaso eso suceda de una forma mucho más intensa en Cuba, como consecuencia del uso y abuso que la revolución ha hecho de estos oscuros resortes psicológicos. Volvamos ahora a Martí, objeto de este merecido simposio, porque estas reflexiones tienen que ver con la forma en que los cubanos se fueron relacionando con Martí y con la propia nación.

Por qué “Apóstol”

Los cubanos, como nadie ignora, lo llamamos “apóstol”. ¿Por qué ese calificativo? La acepción más frecuente de esta palabra es la de profeta o emisario de la palabra de Dios. Los doce apóstoles recibieron esa denominación porque tenían la tarea de difundir la palabra divina. Para ejercer ese magisterio Dios los dotaba de carisma, un vocablo de origen griego que quería decir eso mismo: una facultad divina otorgada para fascinar a las personas e influir en ellas. Pablo de Tarso, que no era uno de los apóstoles originales, dado que vivió varias décadas más tarde, fue llamado “el apóstol de los gentiles”. Les llevaba a los no judíos la buena nueva de la llegada del Mesías y del surgimiento de una recién aparecida religión salvífica: el cristianismo. Su carisma, según la tradición, generaba conversiones. Se ha dicho, incluso, que sin él el cristianismo no hubiera trascendido.

¿Qué buena nueva traía Martí? ¿Acaso el establecimiento de la República? ¿De qué religión era apóstol este talentoso escritor cubano de la segunda mitad del siglo XIX? Hay otra pregunta importante que formular: ¿cuándo Martí comenzó a ser percibido como un apóstol? ¿Tal vez desde sus años en New York, cuando ya ha madurado intelectualmente? Puede ser, aunque todavía de una manera confusa. Parece que Martí poseía ese extraño don del carisma. Impresionaba a muchas de las personas con las que se comunicaba, y muy especialmente si lo hacía desde una tribuna. Los que lo oyeron solían recordarlo con emoción.

Mi amigo Humberto Medrano me contó alguna vez la anécdota del encuentro entre su padre y Martí. A fines del XIX, el joven colombiano Ignacio Medrano acababa de licenciarse como Ingeniero de Minas en una universidad alemana y regresaba a su Colombia natal. El barco hizo escala en New York, donde el colombiano pasaría unos días hasta reembarcarse, supongo que rumbo a Barranquilla, pero entonces sucedió lo inesperado: un amigo cubano, con el que había coincidido en la misma casa de huéspedes, lo invitó a acudir a una velada patriótica en la que hablaba José Martí, quien estaba convocando a la insurrección contra España. Medrano fue a la velada, escuchó a Martí, y fue tal el impacto de las palabras que oyó, fue de tal intensidad la impresión que le dejó Martí, que poco después embarcó rumbo a Cuba a pelear por la libertad de la Isla. Medrano se había adiestrado para demoler montañas, así que no le fue difícil hacer lo mismo con las instalaciones del enemigo. Felizmente, vio la victoria, alcanzó el grado de coronel, seguramente como consecuencia de su habilidad como dinamitero, y, tras conocer a quien fuera la madre de Humberto, se radicó para siempre en Cuba.

Por supuesto, yo no tuve la experiencia del coronel Medrano, pero en la década de los sesenta del siglo pasado, cuando vivía en Puerto Rico, un buen exiliado llamado Enrique Núñez, continuando una tradición cubana, tuvo la idea feliz de instaurar en el destierro los 28 de enero una cena martiana, y a ellas solía invitar a un notable actor y periodista llamado Pedro Zervigón que se sabía de memoria los discursos de Martí y los decía o recitaba con gran vigor y una excepcional naturalidad, virtudes con las que buscaba revivir al Apóstol que oyeron los emigrados de su tiempo.

Durante aquellas cenas martianas, en un experimento de forzada empatía yo solía cerrar los ojos cuando Zervigón hablaba, y me imaginaba que estaba en Tampa, en New York o en Cayo Hueso, dependiendo del texto, con el objeto de tratar de reproducir mental y emocionalmente el efecto que esas palabras pudieron ejercer en sus contemporáneos. Obviamente, sabía que ni Zervigón era Martí, ni San Juan era Cayo Hueso, ni yo estaba en 1892 o 1893, pero para mí, que entonces (como ahora) me interesaba mucho por los temas relacionados con la psicología, lo importante era analizar cómo fluían las palabras, y cómo entraban en mi conciencia. Al fin y al cabo, la experiencia teatral es exactamente ésa: saltar sobre los convencionalismos y vivir la farsa como si fuera verdad.

El resultado de ese pseudo teatro era bastante satisfactorio. En alguna medida funcionaba la magia y me era dable acercarme al Martí de su época, por lo menos en el ámbito de la palabra. Por supuesto, faltaba el contacto personal y no se producía el misterio de la extraña fascinación que produce el héroe carismático. En todo caso, mi curiosidad se encaminaba a tratar de contestar tres preguntas que entonces y desde hace muchos años me visitaban y que hoy dan origen a estos papeles: ¿por qué Martí se convirtió en la figura clave de la sociedad cubana? ¿Cómo se produjo ese proceso de creciente mitificación de su figura? ¿Qué pasará con su imagen cuando desaparezca el castrismo?

Los enigmas

Situémonos en la época: Martí muere en 1895 a los 42 años. Es un hombre todavía joven que había vivido toda su vida adulta fuera de Cuba, salvo por una breve estancia en La Habana ocurrida en 1878 tras la Paz del Zanjón. Los cubanos de la Isla lo conocían poco y lo habían leído menos, dado que su obra como escritor se desarrolla en el exilio en publicaciones de escasa circulación o en periódicos remotos editados en Buenos Aires, México o Caracas. Martí, además, no fue un mambí durante la Guerra de los diez años, lo que implica que no participó en hazañas heroicas con las que se pudiera construir una leyenda. Los exiliados que lo conocieron y admiraron, o los luchadores que lo trataron muy amistosamente, como Fermín Valdés Domínguez, pese a sus méritos, no tuvieron demasiada influencia tras el establecimiento de la República. Estrada Palma, a quien él elige como su sucesor o Delegado en el exilio ante el Partido Revolucionario Cubano, no era un amigo íntimo, sino alguien que también le inspiraba confianza a Máximo Gómez y a Antonio Maceo, dado que se trataba de un prestigioso ex combatiente de la Guerra de los diez años, ex presidente de la República en Armas. Aparentemente, lo que Martí intentaba con esa designación era fomentar los lazos entre el exilio y los insurrectos con una persona fiable, como sucedía con Don Tomás.

Otro dato menor, pero significativo: en 1899, un año después de concluida la guerra, los interventores norteamericanos, que siempre fueron atentos con la familia de Martí, más por solidaridad que por méritos, le conceden un puesto de trabajo a la anciana madre del Apóstol, Doña Leonor Pérez, que padecía serias dificultades económicas. Pero tampoco le otorgan un empleo excepcional: la nombran oficial de tercera en el Ministerio de Agricultura. No estaba mal para la época, mas es obvio que todavía en ese momento no se percibe a Martí como la figura fundamental de la nación cubana.

En esos tumultuosos primeros tiempos post coloniales, los que conocieron a Martí lo recuerdan como un escritor brillante que tuvo el excepcional talento de organizar el PRC y desde esa plataforma lanzar la insurrección del 95, pero su muerte casi inmediata impidió que su peso gravitara sobre la estructura del Ejército Libertador o del Gobierno de la República en Armas. Obsérvese quienes son las personas que ocupan la presidencia a partir del 1902 y hasta 1933, cuando la generación de los mambises se despide: Estrada Palma, José Miguel Gómez, Mario García Menocal, Alfredo Zayas, Gerardo Machado. Ninguno formaba parte del entorno martiano. La mayor parte, ni siquiera se cruzó jamás con él.

Sin embargo, en 1905 Máximo Gómez -que desembarcó junto a Martí en Playitas en 1895, pero a quien le molestaba que quienes los recibieron le llamaran “presidente”- inaugura la primera estatua que le dedica la República a un héroe de la guerra. La iniciativa la había lanzado el diario El Fígaro en 1899, y a partir de ese momento comenzó una recaudación creciente que permitió que el escultor José Vilalta se trasladara a Roma y allí, en mármol de Carrara, esculpiese una estatua de 10 metros de altura y 36 toneladas de peso. La escultura, situada en el lugar más emblemático de La Habana de entonces, sustituyó a la de la reina española Isabel II, y en su proximidad se sembraron 28 palmas en homenaje al día de su nacimiento (el 28 de enero) y ocho pequeños jardines que recordaban a los estudiantes de medicina fusilados en noviembre de 1871, hecho luctuoso ya aludido y al que los cubanos continúan recordando anualmente.

Quiero subrayar la coincidencia, porque voy a volver sobre ella más adelante: en las insurrecciones cubanas contra España se producen miles de muertos. Muchos de ellos son figuras heroicas: Carlos Manuel de Céspedes, Ignacio Agramonte, Bernabé Varona, los Maceo, entre otros centenares. Pero el primer homenaje ritual que hace la República es a José Martí y a los estudiantes de medicina. Los estudiantes ni siquiera son héroes en el sentido tradicional de haber realizado alguna hazaña reputada como prodigiosa: son sólo víctimas inocentes. Martí no es una víctima pero es, a su manera, inocente: muere sin disparar un tiro en un combate de una guerra que él ha conseguido desatar, mas no es culpable de nada. Su muerte temprana lo pone a salvo de las asperezas de la política. No vivió la frustración de la Asamblea del Cerro, ni la incómoda y poco elegante disputa sobre el monto de las indemnizaciones que reclamaban los veteranos a Washington y a la recién estrenada patria, ni los amargos debates sobre la Enmienda Platt. No tuvo que enfrentarse a los conflictos entre Masó y Gómez. No conoció las primeras disputas regionales entre los caudillos políticos locales. No chocó con los militares norteamericanos que gobernaron Cuba durante cuatro años combinando la buena administración pública con las malas relaciones políticas. Es verdad que Martí y Maceo discutieron acremente durante el breve encuentro que tuvieron en La Mejorana, pero ambos murieron poco después en acciones militares y las discrepancias se quedaron como oscuras anécdotas carentes de importancia. Su muerte, pues, colocó a Martí más allá de las contingencias y pequeñeces de la política.

La República y la religión civil

Cuando en 1901 los cubanos se dan la primera constitución que regirá a la nación, declaran que la forma de gobierno será la republicana. Muy probablemente esto es lo que Martí hubiera prescrito si hubiera estado vivo en esa época, entre otras razones, porque no había otra opción disponible si exceptuamos la monarquía. Cuando los cubanos recurren a la frase “la Cuba que soñó Martí” sin duda aluden a una república, dado que no hay indicios de que el Apóstol pretendiera algo diferente a eso. Ello quería decir que los cubanos optaban por un modelo de Estado laico, en el que todos los ciudadanos eran iguales ante la ley, con los mismos derechos y deberes, y en el que la autoridad de los gobernantes era limitada y se dividía el poder en tres ramas independientes -legislativo, judicial y ejecutivo-, como salvaguarda a los derechos individuales, incluido, naturalmente, el muy importante derecho de propiedad.

La característica esencial de la república moderna, de todas las repúblicas modernas, era ésa: se trata de un modelo frío y cerebral que parte de los esquemas intelectuales propuestos por los ideólogos de la Ilustración. En Cuba, como en Estados Unidos a partir de 1776, o en Europa desde la revolución francesa de 1789, se prescribió teóricamente, aunque no se hiciera en la práctica, lo que recetaron Locke, Montesquieu, y Rousseau: pura ingeniería política concebida para proteger los derechos individuales, canalizar las pasiones de los seres humanos, solucionar sus conflictos pacíficamente, y organizar la cadena de mando y la jerarquía administrativa con arreglo a la racionalidad aritmética que brindaba el método democrático de tomar las decisiones colectivas mediante consultas electorales periódicas.

Pero no sólo eso: el modelo republicano, que es, fundamentalmente, una determinada arquitectura institucional, también llevaba implícita una propuesta ética: a partir de su implantación se suponía que los ciudadanos desarrollaran o potenciaran una suerte de vinculación cívica. Lo que los unía no eran los secretos e inefables lazos tribales, ni el culto por los mártires, ni símbolos rituales como el himno o la bandera. Teóricamente, lo que les daba cohesión a los cubanos, como a todos los republicanos, era la sujeción a la ley y la lealtad a las instituciones: lo que hoy se suele llamar “patriotismo constitucional” o “patriotismo cívico”. En última instancia, las repúblicas habían sido diseñadas para erradicar el componente religioso que se desprendía de la idea de que la legitimidad del monarca provenía de la voluntad divina, entregando la soberanía al pueblo para que éste decidiera su destino racional y democráticamente.

Pero pronto se vio que ese lazo racional y democrático no existía o era muy débil en la Isla, y quien primero pareció advertirlo fue Estrada Palma, aunque Enrique José Varona también lo señalara con gran preocupación. Don Tomás, en una conocida correspondencia teñida por el pesimismo, se queja de tener que dirigir una república en la que no abundaban los ciudadanos. Y así sucedía: había cubanos profundamente comprometidos con la patria, pero no a la manera republicana, sino a la manera nacionalista. Para ellos Cuba era un sentimiento, no un razonamiento. Era un temblor cuando escuchaban el himno. Era la historia mil veces contada del rescate de Sanguily efectuado por Agramonte, o de la toma de Victoria de las Tunas dirigida por Calixto García con la artillería mambisa construida y desplegada por el coronel Juan Miguel Portuondo. Eran las legendarias cargas al machete de los Maceo, la estrategia de las contramarchas de Máximo Gómez o el valor sin límites de Quintín Banderas. Esa era la patria que “electrizaba” a los cubanos: la del heroísmo.

En otras palabras: a lo cubano se llegaba por el camino de la emoción, de la hazaña, del sacrificio, y, por supuesto, de la sangre. La sangre, como ocurre siempre, era el alimento del patriotismo nacionalista. Eso explica, por ejemplo, la tenaz pervivencia -que llega a nuestros días-, de la conmemoración ritual de la triste historia de los ocho estudiantes de medicina fusilados por el nunca cometido “delito” -que ni siquiera lo era- de profanar la tumba de Gonzalo Castañón, un periodista español muerto en Cayo Hueso en un confuso duelo motivado por querellas políticas con los independentistas. Lo que unía a los cubanos, el nexo secreto que mantenía la cohesión de la tribu, como sucede con todo vínculo nacionalista, era la sangre, la reverencia a los héroes, las leyendas empapadas de heroísmo, dolor y sacrificio. Pero había más: en la medida en que se degradaba la República y aumentaban la insatisfacción y la frustración, con los crecientes atropellos, con los conatos de insurrección, con la corrupción, los pucherazos y el inveterado clientelismo, simultáneamente iban fortaleciéndose los lazos nacionalistas. Era como si en la conciencia política de los cubanos existiera un mecanismo compensatorio con dos cámaras conectadas: por una parte, se nos deterioraba el Estado republicano y la idea del patriotismo cívico; pero cuando eso ocurría, por la otra se revitalizaban los lazos tribales en un crescendo nacionalista.

La creciente figura Martí

Es dentro de ese juego dialéctico de suma-cero en el que la figura de Martí se engrandece paulatinamente con cada fracaso que sufre el país, con cada político que defrauda a la sociedad, con cada elección amañada. A Martí se le reconoce, obviamente, como el artífice de los levantamientos del 95, pero su nombre comienza a reverenciarse ritualmente de una manera progresiva. Primero fue la estatua importante del Parque Central inaugurada en 1905. Poco después, durante la segunda intervención, designan a José Francisco Martí Zayas-Bazán, capitán del ejército mambí, el único hijo reconocido del Apóstol, como asistente y edecán de William H. Taft, Secretario de Guerra norteamericano y próximo presidente de ese país, enviado especial de Teddy Roosevelt para poner orden en el revuelto avispero cubano. Son los interventores norteamericanos los que aceleran el culto a la figura de Martí. En 1907 ordenan que en el cementerio de Santa Ifigenia se edifique un templete para darle sepultura dignamente a los restos del Apóstol. En junio de ese año, cuando muere Leonor Pérez, madre de Martí, hacen velar su cadáver en el Ayuntamiento y declaran duelo oficial. Charles Magoon, el interventor oficial norteamericano, decide que, tras las elecciones generales celebradas el 14 de noviembre de 1908, la república cubana reinicie su vida institucional independiente el 28 de enero de 1909 en homenaje a José Martí. Para que no quedaran dudas de sus intenciones, la víspera de esa fecha le asigna una pensión vitalicia a Carmen Zayas Bazán, la viuda del Apóstol. Evidentemente, está intentando potenciar los lazos que cohesionan a los cubanos.

Pero todavía los cubanos, en forma masiva, no conocen a Martí. Esta relación comenzará a fortalecerse por medio de los libros de texto, cuando se introducen poemas infantiles tiernos y efectivos, de muy fácil memorización. Poco a poco, los niños crecen recitando “Cultivo una rosa blanca”, “Los dos príncipes”, “Los zapaticos de rosa” y los populares octosílabos de los “Versos sencillos”. Esos poemas emocionan a los niños: en un lenguaje muy cálido les hablan del dolor, de la caridad, de la bondad. Cuando llegan a la adolescencia, los muchachos descubren la faceta patriótica: “A mis hermanos muertos el 27 de noviembre”, “Yugo y estrella”, incluso “Abdala”. Son versos que tienen un poderoso componente ético. Hablan de la valentía y convocan al sacrificio. Más tarde, en el umbral de la madurez, en la universidad, comparece el Martí periodista, ensayista, redactor de admirables cartas personales, y, por encima de todo, el orador que conmueve. La sociedad cubana es, todavía, eminentemente romántica y sentimental. En las veladas patrióticas, además del Himno Nacional se entona El Mambí de Luís Casas Romero -veterano él mismo, por cierto- y a los asistentes invariablemente se les humedecen los ojos. La nación es eso: un nudo en la garganta y un trallazo de adrenalina.

Martí es el personaje perfecto para impactar a esa sociedad romántica y emotiva. A través de su palabra escrita, poco a poco, se va conociendo en Cuba por medio de grupos martianos que van apareciendo espontáneamente. Martí -sin proponérselo, pues ha muerto mucho antes- logra comunicar a sus compatriotas una cierta imagen de sí mismo donde se muestra como un hombre sin tacha, dotado de un excepcional talento, medularmente honrado y bondadoso, que ofrendó su vida para salvar a los cubanos. Así lo perciben. El vínculo que se establece es de carácter emocional, el único capaz de generar un proceso de santificación laica que tiene un obvio componente religioso. Es entonces cuando aparecen los primeros “rincones martianos”, verdaderas ermitas en las que se venera su imagen y se colocan rosas blancas. Paulatinamente, el culto se va extendiendo por todo el país. Su fecha de nacimiento y muerte se convierten en oportunidades para obligados poemas, discursos y ensayos pronunciados o escritos en todos los estamentos de la sociedad. Paradójicamente, todos los líderes y partidos lo asumen como guía moral frente al ejemplo de un estamento político severamente criticado. Todos dicen reivindicar su herencia.

En 1926, en Manzanillo, la Revista Orto organiza oficialmente la primera cena martiana en la fecha del natalicio de Martí y rápidamente la costumbre se extiende por el resto del país. Le llaman la noche buena cubana en una clara alusión al nacimiento del “dios de los cubanos”, apelativo que llega a utilizarse en publicaciones de la época. De una manera explícita desean separar el 28 de enero del 20 de mayo, nacimiento de una república que les dejaba profundamente frustrados e insatisfechos. Martí y el martianismo se convierten en una alternativa inconsciente a la república fallida. En 1933, finalmente, la República colapsa por primera vez. Si en 1906, tras la renuncia de Estrada Palma, el país se había quedado sin gobierno, en 1933 se quedó sin Estado. La República se desplomó bajo el peso de los excesos y atropellos del machadato y por la acción, también antirrepublicana, de los revolucionarios del 33, ya muy permeados por las prédicas socialistas y fascistas propias de la época. A partir de entonces, para la imaginación popular y para las élites políticas, con pocas excepciones, la solución de los males de la nación ya no vendrá del buen funcionamiento de las instituciones republicanas, sino de la acción benevolente de los revolucionarios heroicos: el revolucionario sustituye al republicano y pasa a ser el arquetipo del hombre virtuoso.

Ese desastre, como queda dicho, propulsa la figura de Martí. Precisamente, en 1933 aparece Martí, el Apóstol, estimable biografía escrita por Jorge Mañach en la que se desliza un leve aunque elegante tono hagiográfico. En 1938, Gonzalo de Quesada lanza la idea de crear una especie de santuario al que propone llamar “Fragua martiana”. El lugar elegido son los restos de las canteras de San Lázaro, en plena Habana vieja, donde estuvo confinado Martí a los 16 años. La propuesta no cuaja hasta enero de 1952, durante el gobierno de Carlos Prío, otro declarado martiano, cuando se abre el Museo al público. Un año antes, en julio de 1951, el mismo presidente había inaugurado el mausoleo definitivo, un edificio sobrio y elegante erigido en el cementerio de Santa Ifigenia, en Santiago de Cuba, bajo la dirección del arquitecto Jaime Benavent y el escultor Mario Santí. El recorrido del cadáver de José Martí es la perfecta metáfora mortuoria que explica el crecimiento de su figura: cuando se inicia la república los restos de Martí yacen en una tumba discreta donde lo inhumaron los españoles; en 1907, el gobierno interventor de Charles Magoon coloca el ataúd en un templete mucho más digno; en 1947, durante el periodo de Grau, exhuman otra vez el cadáver y lo sitúan en el Retablo de los Héroes de la Guerra de Independencia, junto a otros patriotas principales; en 1951, en época de Prío, finalmente, lo trasladan al mausoleo definitivo, con un lucernario que permite que la luz natural alumbre siempre a quien pedía morir de cara al sol, cubierto por la bandera cubana.

Mediado el siglo XX es la apoteosis definitiva de Martí como fuente de inspiración política. En 1953 es el centenario de su nacimiento y coincide con la recién instaurada dictadura de Batista. La Editorial Lex, dirigida por un republicano español exiliado en la Isla, publica sus obras casi completas en una cuidada edición en dos tomos impresos en papel Biblia y letra pequeña, proeza ejemplar pues Martí escribió casi tres millones de palabras. En ese año, Fidel Castro y sus partidarios organizan un desfile con antorchas frente a la Fragua Martiana. La estética es típica del fascismo, pero los discursos y arengas son pretendidamente martianos. Los jóvenes se declaran miembros de la “generación del Centenario”, como subrayando el compromiso con la figura del Apóstol. Pero Batista reclama pertenecer a la misma estirpe pues se decía y creía un martiano medular. Y algo de eso había: desde 1937, cuando el ex sargento se había convertido en el “hombre fuerte” de Cuba, se venía hablando de fabricar una gran plaza cívica con una estatua monumental de Martí. Varias veces fueron convocados concursos que luego se declararon desiertos. Finalmente, en su última etapa, Batista se decidió a acometer la obra, y en 1958 la inaugura. El obelisco, con 139 metros, es la edificación más alta de La Habana. Tiene a sus pies una estatua de mármol de 18 metros de altura en la que se ve a un Martí pensativo. Batista no pudo imaginar que su Plaza Cívica se iba a convertir en el centro ceremonial de la liturgia castrista.

La segunda muerte de José Martí

La gran ironía es que la revolución, con cada desfile frente a la estatua de Martí, con cada declaración de supuesta subordinación al pensamiento del Apóstol, con cada interesada manipulación de sus escritos o de sus inventadas intenciones, lo que consigue no es legitimar la tiranía sino un mayor distanciamiento crítico de la sociedad con sus orígenes independentistas y con quien fuera su más ilustre cabeza. Ya en los primeros tiempos del castrismo, en una simpática y macabra comedia cinematográfica titulada La muerte de un burócrata, aparece una ridícula fábrica de bustos de Martí que provoca la hilaridad de los espectadores. Pero cuando el régimen sustituye a Marx por Allan Kardec, y asegura que si ellos, los mambises -con Martí a la cabeza- hubieran vivido en nuestra época, hubiesen sido como los castristas, lo que genera entre la juventud es un rechazo frontal a los fundadores de la patria. Luego este sentimiento se acrecienta a fines de los sesenta, cuando el aparato de propaganda del PC, en busca de legitimidad para la sovietización de la Isla, decide endosarle al Apóstol el patrocinio ideológico de la revolución y declara solemnemente, y enseña en las escuelas, que Martí era “el autor intelectual del ataque al Moncada”, cometiendo un fraude que equivalía a afirmar que Martí -persona eminentemente demócrata, tolerante y respetuosa del prójimo- era partidario de las persecuciones a los homosexuales, del colectivismo, de los pogromos contra los disidentes, del paredón de fusilamiento y de los infinitos atropellos y arbitrariedades que debían sufrir los cubanos como consecuencia de los absurdos dogmas impuestos por Castro y sus seguidores. Pero todavía faltaba otra estafa intelectual: ocurre cuando la dictadura, en el colmo de la manipulación, para justificar el régimen de partido único, alega que Martí no fundó dos partidos, sino sólo uno, el Partido Revolucionario Cubano, con el objeto de transmitirles a los cubanos, especialmente a las jóvenes generaciones, que el Apóstol era un adicto al totalitarismo y un enemigo de la libertad y la diversidad. Algo parecido a decir que como Abraham Lincoln sólo formó parte del partido republicano era también un enemigo del pluralismo político. En suma, cuando los apologistas del régimen sugieren que Fidel Castro es el heredero directo de José Martí, los cubanos más bisoños, menos conocedores de la historia y víctimas directas del desastre provocado en el país por la larga dictadura comunista, inmediatamente sospechan de los valores morales y de la cordura del Apóstol.

Inevitablemente, esas deshonestas campañas propagandísticas han producido una enorme erosión en la forma en que los cubanos perciben a Martí. Poco a poco, por arte del birlibirloque castrista, el Apóstol ha dejado de ser el santo patrón de la cubanidad transformándose, injustamente, en el siniestro ideólogo de una dictadura que hasta busca en palabras de Martí su coartada para justificar el engaño de quienes prometieron democracia y libertades, pero sólo como una estratagema para ganar tiempo y poder introducir de contrabando el modelo estalinista: “En silencio ha tenido que ser”. Con esa frase de Martí, inscrita en una carta personal, hasta llegaron a filmar una laudatoria serie de televisión en torno al espionaje y la represión antidemocrática.

Por eso entre los cubanos de estos tiempos, unido a la universal decadencia de la sensibilidad romántica -de lo que pueden ser síntomas la extinción casi total de los recitadores en el mundo hispánico y el rechazo general al verso dulce y sentimental-, se aprecia un alejamiento sustancial del culto martiano y una indiferencia glacial ante la visión heroica de nuestra historia. Si con la llegada de Castro al poder se verificó el hundimiento absoluto del paradigma republicano, ya muy golpeado como consecuencia de la revolución del 1933, sustituido a partir de 1959 por una combinación contra natura entre el marxismo-leninismo y el nacionalismo romántico, la decadencia y muerte del castrismo traerán de la mano el descrédito absoluto de esa fórmula como sostenimiento y discurso esencial de la nación cubana.

Sin embargo, tal vez quede un saldo positivo en esta segunda muerte de José Martí. Probablemente, no era saludable que los cubanos sustituyeran el patriotismo cívico que proponía la república por el culto cuasi religioso al Apóstol que se fue imponiendo en el país. Martí, además de ser un excelente escritor, fue un hombre fundamentalmente bueno, dotado de un fuerte instinto altruista y de una personalidad carismática, y es muy razonable y constructivo respetar su memoria y asignarle la mayor responsabilidad en la organización del levantamiento de 1895, pero carece de sentido convertirlo a él o a cualquier otra figura histórica en el nexo fundamental de la sociedad cubana, como los cristianos hacen con Cristo o los musulmanes con Mahoma. Al fin y al cabo, Martí, un espíritu bastante humilde, jamás solicitó o esperó ese tipo de veneración, dado que no quería otra honra que la de “morir callado”, pegado “al último tronco, al último peleador”, luchando por su patria.

Pero en el ocaso del castrismo, el problema que se nos presenta es verdaderamente dramático: los cubanos de principios del siglo XXI, escépticos y desengañados con todo, no parecen vibrar ni con el patriotismo cívico, fórmula acertada, pero bastante frígida desde el punto de vista emocional, ni con el ya apagado nacionalismo romántico representado por Martí. ¿Qué nos queda, entonces, para juntar a la tribu y marchar hacia la constitución de una sociedad justa, estable y próspera en la que se pueda vivir con la ilusión de que mañana será mejor que hoy y de la que no valga la pena emigrar? Ese es el gran reto que los cubanos tendremos planteado cuando llegue la hora de la libertad.

Enero 26, 2006

domingo, 5 de febrero de 2006

José Martí: el agotamiento del programa de su desmitificación.

Por Emilio Ichikawa.

Filósofo y colaborador de CN

Palabras leídas por el autor en la Universidad de Miami el 28 de enero del 2006

Hace aproximadamente un año el profesor Francisco Morán, diligente amigo que dirige la revista “La Habana Elegante” y enseña en alguna universidad de Texas, pasó un correo comunicando el deseo de un colega suyo de publicar una antología de ensayos sobre Martí. Precisaba el mensaje que la intención era hacer un libro con “nuevas visiones”, que de alguna forma evitara el tratamiento de Martí como un mito.

El profesor Alberto Prieto, quien enseña historia en la Facultad de Filosofía de la Universidad de La Habana, solía decir en sus cursos que el programa de la burguesía nacionalista latinoamericana se había “agotado” hacia mediados del siglo XX. Es decir, según su punto de vista, no existía un “fracaso” sino una fatiga en las aspiraciones.

En sentido general comparto ese enfoque acerca del ciclo de los programas intelectuales: igual que se necesita osadía para plantearlos y consistencia para desarrollarlos, es necesario también una suerte de olfato para comprender su entrada en la fase de agotamiento.

Muchos de los más valiosos programas intelectuales caen en el tedio o en el lugar común (lo que según Borges es peor), por no saber distinguir entre la constancia y la repetición. En la creación, como en tantas otras cosas, hay que decir periódicamente “basta”.

Como hubiera dicho el profesor Prieto, igual que pasión creadora, cierta vez empezamos a experimentar la sensación de “agotamiento” respecto a la “desmitificación” martiana. Creo que una buena parte de mi generación participó en ese programa desmitificador y, hasta donde puedo ver, se cumplió con creces.

Aún contra los cautelosos consejos de Renán de no remover los linderos que pusieron los padres de la nación, o el desespero de una generación intelectual (Ortiz, Carpentier, Cabrera, Lezama Lima, Guerra, Leví Marrero, Portel Vilá, etc) que sintió “horror vacui” por la escacez mitológica que comparativamente aqueja nuestra historia cultural, el mito martiano fue asumido como un “frente”, casi como una guerra e incluso, lo que es paradójico, como una “misión”. Es decir, como otro mito.

Martí fue sensualizado hasta límites pornográficos por los artistas, gritado y silenciado, apabullado. Dejamos atrás a Moncho, el gitano del bolero, quien en el Festival de Varadero (creo que el de 1983), invitado por Amaury Pérez Vidal, había cantado versos de Martí a cintura semoviente provocando un escándalo nacional.

En el plano teórico se aplicaron a Martí las técnicas de desmitificación que, como casi todo, inventaron los antiguos griegos:

1-La racionalización del mito (Platón-Aristóteles).

2-La comedia (Aristófanes).

3-El sentido común (cualquier vecino de Atenas).

Cierta vez, dialogando con un amigo acerca de Jacques Derrida y sus seguidores, había convenido en que no se debían complicar las definiciones, que “deconstruir era”, simplemente, una variante metodológica de la impudicia que solo buscaba “mostrar el montaje”.

Y eso hicieron las investigaciones históricas de fines de los `90: “mostraron” el montaje martiano, su intencionalidad, su manipulación como “tecné” política. Siguiendo a Hans Blumenberg, puede decirse que se mostró que “el concepto Martí” tenía una historia. Pero no solo eso, como demostró Carlos Alberto Montaner en la conferencia inaugural de este evento el jueves 26 aquí en el Koubeck Center de la Universidad de Miami, también tiene historia el “sentimiento Martí”, “el afecto Martí”, “la imagen Martí”.

Personalmente, aunque me consta que hay zonas investigativas e interpretativas que se pueden desarrollar en este sentido de la desmitificación, prefiero declarar, en general, satisfecho ese programa. En cualquier caso, solo me queda confesar que ya no me interesa trabajar en ese sentido. Prefiero ir por un camino más positivo, digamos incluso que conservador, sobre todo después de anoche, cuando el en club “Hoy como ayer”, situado en la 8 calle y la 22 ave, en el corazón de la Pequeña Habana, el compositor y músico Amaury Gutiérrez, diera un esponténeo advenimiento a esta fecha martiana llegadas las 12 de la noche. El es un artista y lo hizo, sin ninguna afectación. Y la gente allí aplaudió. Gente que no es del llamado “exilio histórico”.

Se ha señalado que el cubano promedio está saturado de propaganda martiana y que ha llegado a incubarle hasta cierto rechazo. Y es verdad. Una parte de la verdad.

Ese estado de ánimo, por cierto, coincide con el referido programa intelectual de desmitificación martiana. Pero no creo que hayamos actuado como “intérpretes” de la gente, como pedía Benjamin en su “Diario de Moscú”, al menos concientemente; se trata solo de una coincidencia, de una complicidad.

Pero debemos ser cautelosos en esta consideración del rechazo de Martí, sobre todo si el discurso intenta reclamar salidas prácticas. Martí, efectivamente, puede funcionar como tabú, pero igual como tótem de la cultura cubana. Un símbolo disponible que puede servir como auxilio en cualquier momento.

Tuve oportunidad de hablar de la fatiga desmitificadora en una conferencia dictada el 6 de abril de 2004 en el Teatro Tower, gracias a las reuniones del Grupo de Estudios Este-Oeste que por entonces dirigían Rosy Inguanzo y Alfredo Triff. Precisamente ese cansancio teórico fue el que le di por respuesta al amigo Francisco Morán, quien pasó mi consideración a su colega confiando en que podría producirse, de hecho, un debate pertinente para el libro imaginado. Desdichadamente, recibimos como contra-argumento un lugar común. Vale la pena resumirlo pues, aunque es básico, es también cierto. Afirmaba el profesor que nadie puede considerar “nuevo” el programa desmitificador martiano pues a Martí siempre se le trató de desmitificar. Por tanto, es válido volverlo a hacer. Imagino que alguien estará desmitificando a Martí, con todo derecho; solo trataba de decir que ya ese no era mi interés, y que podía incluso explicar el por qué no lo era.

Aunque es un esquema falible, la historia cultural cubana puede ser compuesta a partir de un “modelo recepcionista”. Así, se distinguirían épocas según el predominio de algunos “paradigmas metropolitanos”. Desde la llegada como estudiante a la Universidad de La Habana en el año 1980, hasta el año 1998, que voy a usar como límite posterior, se puede hablar de sucesión de tres paradigmas metropolitanos. El primero, por supuesto, es el de matriz soviética, que comenzó su crisis con la Perestroika rusa. Arriesgo fechas: digamos que ese paradigma predomina hasta 1988, cuando en sendos discursos pronunciados el 5 y el 22 de diciembre Castro se desmarca claramente del nuevo rumbo ruso.

Una decisión cultural relacionada con este desplazamiento se registra el 4 de agosto de 1989, cuando se prohíbe en Cuba la lectura de Sputnik, Novedades de Moscú y otras publicaciones soviéticas. Se abre aquí un subperíodo de incertidumbre ideológica que fue además el de mayor despliegue intelectual en la época señalada. Parafraseando a Margueritte Yourcenar recuerdo que hubo un momento, cuando el marxismo soviético no servía a Castro y aún no se había perpetrado el advenimiento del nacionalismo radical, cuando estuvimos solos. Desamparados y felices. Sim argumentos pero con curiosidad.

Contrariamente a lo que he escuchado, no recuerdo que en Cuba se hablara entonces del inminente fin de Castro bajo el muro de Berlín. Esos años transicionales, que llamó de “desmerangamiento”, fue una gran “chance”. Supongo que duró hasta el cruce de los años 1992-1993, en que un 26 de julio Castro afirma que recogerá las banderas mundiales del comunismo y, de paso, legaliza la tenencia de moneda extranjera, hasta entonces figura delictiva de las peores, que la gente había llegado a bautizar como “foul” (fao).

A partir de ese momento la propaganda castrista torna hacia un nacionalismo tan radical como paradójico, que no impedirá ver en su trasfondo la tensión entre dos paradigmas megtropolitanos ya conocidos en nuestra historia: el español y el norteamericano. Puja que gana este último hacia 1998 cuando Castro y Aznar que querellan usando metáforas ajedrecísticas: “mueve ficha”, “no, mueve tú primero”. El incidente malograba una visita del Rey dejaba listo el ambiente para la llegada del movimiento cultural más despiadado que conoce la historia cultural insular: el de la academia norteamericana. Pero este es otro tema.

Lo cierto es que ese nacionalismo radical adjunta un capítulo de intensa propaganda martiana, que es lo que contesta una generación intelectual con la referida desmitificación. Esa es, digamos la razón vernácula, centrípeta; algo que también es coherente con la asimilación del pensamiento postmoderno que promovieron las artes de los `80s y que clamaba por un asalto a los “metarrelatos” ideológicos; marxismo y martianismo incluídos.

Felizmente, como recordó Montaner en la mencionada conferencia inaugural, ese programa estaba sintonizado a un disloque espiritual mundial, que el estudioso enfoca como fin del predominio de la sensibilidad romántica.

En esa vuelta radical al nacionalismo Castro ha contado con un ideólogo de lujo, el poeta Cintio Vitier, que garantiza una legitimación discursiva de su régimen mezclando elementos de independencia, cristianismo y martianidad. Vitier, como cualquier sobreviviente, ha reescrito la historia del Grupo Orígenes en términos premodernos de afectividad y lealtad, y ha comandado unas antologías de pensamiento martiano que se usan en la escuela como un medio de adoctrinamiento más peligroso que el marxismo. Más peligroso porque es más convincente. O más persuasivo en términos de cubanidad.

La desmitificación martiana incluye, como un capítulo interesante, la desmitificación de Orígenes. Incluso la de José Lezama Lima, quien tiene en Virgilio Piñera un ícono alternativo.

Dos ejemplos: el pensador habanero Alexis Jardines, después de hacer una de las más sugerentes lecturas especulativas de Martí, niega en su libro “Filosofia cubana en nuce” (2005) que exista una filosofía martiana; según cree, habría solo ideario. Como parte de su trabajo reciente, hasta donde he podido conocer, se desplaza a favor de José del Perojo en su tensión con Martí. Del Perojo, neokantiano, alumno de Kuno Fischer y traductor al español de la “Crítica de la razón pura”, le parece un pensador con mejores contornos que Martí. Por su parte el novelista Jorge Angel Pérez en su libro “Fumando espero” (2003) da un definitivo protagonismo a Virgilio Piñera; y va, junto a otros escritores jóvenes, prácticamente a una inversión simbólica del canon literario cubano que desborda las irreverencias de Reinaldo Arenas.

Nuestra participación en ese programa desmitificador tuvo resultados. Creo que uno de los más interesantes tiene que ver con el trabajo en equipo con otros dos profesores universitarios en esos años `90. Hay al menos dos textos publicados que atestiguan ese esfuerzo; uno publicado en México, titulado “La muerte incierta de José Martí”, y otro publicado en Francia titulado “José Martí: poder, legitimación y símbolo”. Ambos son una suerte de “streep tease” historiográfico en el sentido de que “deconstruyen” mostrando el montaje de la mitificación martiana.

Pero todo este entusiasmo postmoderno comenzó a palidecer después de una charla con el Sr. Manuel Márquez Sterling tras la lectura de la conferencia “Cuba es la noche”, con motivo de los actos por el centenrario de la República que en el 2002 organizó el Centro Cultural Cubano de New York que dirige Iraida Iturralde. Entonces comenzó la autorrevisión.

Un programa intelectual, como este de la desmitificación martiana, contiene varios momentos que en un gesto de elección muy personal voy a amarrar a documentos concretos.

1-Momento de aporte positivo, es decir, trabajos propiamente desmitificadores de Martí. Incluyo aquí todos los realizados dentro del arte y las investigaciones referidas. Ellos tratan de dar una visión de Martí como amante, como hombre lleno de apetitos y fragilidades. Un Martí apartado de lo mítico.

Si tuviera tiempo de hacer historia, mencionaría como antecedentes el Martí de Raimundo Menocal y Cueto en su “Historia del Pensamiento Cubano”, que lo cuestiona sin negarlo. Y el de Reinaldo Arenas en “El color del verano” que, todavía en los límites de la reverencia martiana, lo deja expuesto a las miradas postmodernas.

2-Momento de anunciación de que la propia desmiticación está sujeta a un cierre de ciclo. Indexo aquí el libro de Rafael Rojas “José Martí, la invención de Cuba”. Publiqué y comenté con el poeta Orlando González Esteva, que se preparaba a presentarlo en Madrid, que el título de este libro podía llevar a equívocos. Sobre todo a la gente que habla de los textos sin leerlos, no solo por negligencia intelectual, sino también porque el trabajo periodístico padece una alta velocidad.

Aventuré, como una broma, pero aprovecho ahora la presencia de Ernesto Hernández Busto para decirlo con más formalidad, que el título de Rojas es una concesión a la “tropa postmoderna” de Barcelona. Les dio en el título lo que Rafael no podía darles en el contenido: un pretendido convite de desguase martiano que su seriedad intelectual le veta por definición. Lo veta porque Rojas ha hecho un gran sacrificio en aras de su trabajo como intelectual público: ha subordinado al mismo su prodigiosa sensibilidad estética.

La belleza de las páginas martianas que aparecen en el libro de Rojas parece como un contrabando artístico si una las mira a través del título.

Para entender lo anterior me detengo en una nota preliminar que Rojas da a su propio libro. Se titula “¿Olvidar Martí?”. Ese lema interrogativo dialoga con el título de Jean Baudrillard “Olvidar a Foucault” del cual dice Rojas: “Tal vez lo mejor de `Olvidar a Foucault`... fue la sutileza del título.”

Y es también esta vez el título, sobre todo ese cintillo que se ve desde cualquier parte, “la invención de Cuba”, lo que ha predominado en algunas miradas críticas sobre el texto.

De cualquier modo, aunque el libro de Rojas no se inscribe en el programa desmitificador, sí participa legítimamente de él: comparte referencias, problemáticas, propósitos. El ensayo número VII, que le da título al libro, “La invención de Cuba”, es un texto postmoderno que concede a Heidegger y Edmundo O`Gorman el rol des-fundamentador.

3-El momento de cierre del programa lo cifro en el libro de Miguel Fernández “La muerte indócil de José Martí”(2005). Quien quiera convencerse de la humanidad del personaje y de toda la historia cubana, quien desee pasear a la vez por la historia y la política actual debe leer este libro. Hay momentos petrificantes que abarcan hasta los propios vacíos simbólicos de nuestra cultura. Vacíos fecundos, me refiero. No puedo dejar de mencionar el concerniente a las páginas perdidas del “Diario de Martí” del 6 de mayo, donde debía haber escrito las impresiones de su entrevista con Maceo en La Mejorana. Basándose en una fuente importante Fernández revela que las páginas del 6 de mayo, según las notas de su custodio, contenían una lista de repartición de fondos de la guerra; una lista, al parecer, bastante incómoda para alguna gente. Para quienes pensamos que lo que al fin de cuentas escribió Martí el 5 de mayo sobre Maceo es suficiente, se nos vuelve bastante creíble esta disquisición.

4-El momento inercial. Aquel que reincide en el camino emprendido pero ya en el plano de lo que Thomas Khun llamaba “ciencia normal”. Aquí puede verse el libro de Lillian Guerra “The Myth of José Martí: Conflicting Nationalisms in Early Twenty-Century Cuba” (Chapel Hill&London: University of North Carolina Press, 2005).

5-Por último refiero el momento de salida, es decir, el de las nuevas aproximaciones a Martí. En este punto, coincidiendo con el profesor Raúl Miranda, creo que una de las más interesantes corresponde a un amigo y colega español, el profesor Antonio Lastra, de la Universidad de Murcia, quien mira a Martí desde el punto de vista de la escritura constitucional norteamaricana. Los libros, conferencias y traducciones del profesor Antonio Lastra deben ser seguidos por todo aquel que realmente busque una nueva mirada martiana. Las analogías escriturales en las que Lastra se arriesga, como esa que establece entre la frase “Nuestra América” de Martí y el “We, the People” de la escritura política norteamericana, abren importantes posibilidades.

Si la Cuba del futuro no va a ser postnacional, si va a ser una comunidad nacionalista con cualquiera de sus adjetivos posibles (cristiano, conservador, de izquierda, democrático, etc), pues ese nacionalismo debe atender a unas carencias básicas que esa condición tiene en el caso de Cuba. Más que en virtudes, el nacionalismo cubano parece asentado en algunos vacíos:

1-Carencia de reivindicación lingüística.

2-Carencia de tipo racial coherente.

3-Carencia de texto sagrado.

José Martí puede ser un auxiliador piadoso en esas incompletitudes. En fin de cuentas, como confesó un antiguo racionalista al final de su vida, nada podemos contra los mitos de nuestros vecinos.

Muchas gracias.

Emilio Ichikawa.
Enero 28-2006.