domingo, 5 de marzo de 2006

Entre 'Montecristi' y 'La historia me absolverá'

Sociedad

El místico del ángel, de Víctor Patricio Landaluze

El místico del ángel, de Víctor Patricio Landaluze.

Desde hace poco más de dos lustros, un grupo de profesores universitarios que trabaja fundamentalmente en Estados Unidos (entre ellos Aline Helg, Alejandro de la Fuente y Ada Ferrer), vienen levantando una imagen —están convencidos que destruyen otra falsa— con respecto a José Martí y sus posturas en torno al problema racial cubano. Junto con ciertos círculos académicos, estos autores, que llamaremos cubanistas, han recibido la complacencia de más de un auditorio, de más de una publicación.

Martianos reconocidos en Cuba y otros países no han iniciado, que sepamos, una polémica en la que tienen todas las de ganar. La excepción, Jorge Ibarra, se centra en comentar el denominado "mito de la democracia racial", aunque exige se fundamente el acatamiento a tal ideología.

El mito, en esencia, negó la discriminación y obstaculizó la formación de una conciencia colectiva de la explotación a que eran sometidos los negros, a quienes busca mantener en subordinación. Un maestro del tema como Carlos Ripoll, jubilado pero en efervescencia creadora, enfrenta quizá asuntos más estimulantes que polemizar con estos cubanistas. Pero Eduardo Lolo, cuyo ensayo sobre La Edad de Oro es lo más sagaz que se haya escrito al respecto, señala que la igualdad y el antirracismo vertebran los cuatro números de la revista celebrada.

Con opiniones similares a franceses como Paul Estrade, Juliette Oullion o Jean Lamore, imagino que expertos como Juan E. Mestas, Fornet-Betancourt, Miguel A. de la Torre y otros, lean a los cubanistas y hasta sonrían, pues no falta la que aseguró que el antiesclavismo de Martí fue desestimable.

De acuerdo con Mestas, "en muchísimas ocasiones condenó Martí las desigualdades sociales basadas en las diferencias de raza o de color". Fornet-Betancourt agrega: la defensa del negro se convirtió en una de las preocupaciones centrales de su vida y su obra. Y Cintio Vitier da cuenta de su antirracismo radical, a poco de que el puertorriqueño Maldonado Denis se atreviera a titular "Martí y Fanon" uno de sus ensayos.

De la Torre coloca aquí y allá aclaraciones que por su carácter puntual no alcanzan a abrir una discusión. Para este autor, experto en análisis de raza, género y teoría postcolonial, Martí fue contra su propia blanquedad —acentuó que los españoles venían de sangre mora y cutis blanco (VIII:336)— para crear una Cuba libre de estructuras socioraciales, y añade que se opuso al blanqueamiento de la sociedad cubana, estrategia que venía incubándose desde Arango y Parreño y su discípulo José Antonio Saco, y no dejó de aplicarse en la República.

Aplaudido en Estados Unidos y otras latitudes por los mismos textos que critican nuestros cubanistas, a Martí se le ha ido transformando en un personaje informe, inexplicable, un ente que, si pensamos en los cerca de 35 tomos que tendrá la edición crítica de sus obras completas, lo mejor parecería olvidarlo y que se diga de él lo que a cada cual convenga.

Leer a Martí

Esto de la extensión de la obra de Martí es muy importante, ya que para enterarnos de sus ideas sobre la dinámica racial en Cuba hay que leerlo todo, resultado de sus cavilaciones incesantes. Los cubanistas, sin embargo, encontraron una solución vía rápida, expedita, que en menos de media hora lleva a destino. Alguno decidió, leyendo una compilación que data de 1946 (La cuestión racial), que allí estaba el resumen salvador y disfrutó en llamarlo "good compilation" y, en su tesis de doctorado, "compilación útil". La realidad, empero, es otra. El prontuario es pésimo y faltan galerías completas de la obra del político antillano.

Si la porción cubana de su quehacer aparece fragmentada, están ausentes las cartas (cinco gruesos tomos, ya compilados aparte), sus apuntes (por cerca de dos tomos), y faltan, muy enfáticamente, las Escenas Norteamericanas (cuatro tomos). Habría también que enlistar sus diarios, un grito desde el arte, desde la pintura en palabras, contra la colonización del cuerpo del negro y ámbito donde palpita la más cumplida resistencia de toda nuestra literatura contra el predominio del canon de belleza occidental.

Y no hablamos de La Edad de Oro, donde hasta un negro desnudo es bonito, y nada casualmente observado, en la ilustración de un libro quizá de antropología, por una niña blanca, la "Nené Traviesa". "La Muñeca Negra" es oriunda —y la atmósfera recreada merodea por todo el cuento— de la esclavitud estadounidense, de "La cabaña del Tío Tom", del cual Martí captó, a propósito, sus "flaquezas". Tampoco nos referiremos a numerosos textos encontrados después de 1946.

Precisamente de su mansión estadounidense extrae Martí lo más pujante de su meditación cubana. Hay que destacar el conocimiento de primera mano de las realizaciones de la Reconstrucción en favor del negro, y de su historia, así como de la corriente emigracionista, que perturba hasta Malcom X. La reacción sureña no ha cercenado los beneficios de la Reconstrucción cuando el conspirador llega a Nueva York para su escala más dilatada. Van Den Berghe rubrica que la Reconstrucción es lo más cercano a una revolución social en la historia de Estados Unidos.

En una crónica, por ejemplo, describe Martí la votación en Kansas de hombres y mujeres de raza negra. Esto era uno de sus sueños en Cuba, y lo reverdece cuando ataca a políticos en la Isla "entretenidos sobre el derecho del negro al voto", y establecía a su compatriota de manera tajante: "quien fue bueno para morir, es bastante bueno para votar" (I:338).

No resulta casual que Frederick Douglass fuera designado embajador en Haití después de otro afroamericano, Ebenezer D. Bassett, y que Martí escribiera también sobre jurados integrados por negros en Estados Unidos, entre muchos tópicos raciales en ese país. Negros en el servicio diplomático y jurados con su presencia, tema abordado por Rafael Serra en la república, nada casualmente se convirtieron en demandas del Partido Independiente de Color (PIC).

Pero a partir del folleto (la "good compilation") brotaron ideas por lo menos extravagantes: 1) Martí no distinguió las razas en Cuba. 2) Además de ambiguo, decidió rehuir el problema, dar las razas por trascendidas. 3) Calló, "silence about race", dice una doctora, y otro estampa en la tapa del libro en español de su tesis de doctorado y no en el cuerpo del estudio, el vocablo excommunicatio, utilizado en un artículo previo en relación con Martí. Según estos autores, además, el poeta puso las primeras piedras del mito de la democracia racial, entre otras graves equivocaciones.

Desde luego que semejantes postulados derivarían —en Alejandro de la Fuente— hacia afirmaciones en las cuales el bardo legitima un discurso fundacional hegemónico. Las conclusiones de estos catedráticos provienen de la particular interpretación de unas cuantas parcelas martianas, que brindan despojadas de contexto y detalle histórico. Pero sobre todo no tratan de leer a Martí con los ojos de los negros y blancos del siglo XIX, sino desde sus deseos precocidos en las postrimerías del siglo XX o en los albores del XXI. Por cierto, que determinados desenfoques —y hasta un párrafo arbitrariamente talado— se los copian dos de ellos, respecto a Martí, con lamentable despreocupación.

Hagamos una pregunta, tal vez lógica. ¿Cómo logró este hombre convocar a los negros para la guerra —desde 1886 la esclavitud está abolida—, si ocultó y menoscabó un problema vital para el isleño de linaje africano, la igualdad, cuya búsqueda, en última instancia, lo llevaría otra vez al combate? ¿Sobre qué base convenció a José Maceo para que regresara a la contienda en 1895, cuando ni su hermano Antonio pudo?

José fue uno de los oficiales que sufrió humillantes discriminaciones durante las guerras de independencia. A este hijo de Mariana le fija en una carta: "en todo como en todo, seré su defensor" [contra los racistas desde luego, III:333], y a Serra: "Todo lo que yo consiga, ¿no es para Ud. —y para Uds.?" (XX:435).

Se estableció, en fin, entre Martí y los negros un compromiso, una negociación no firmada, para cuya ilustración sin rendijas no tenemos espacio, pero que hincaba su pilar en la lucha conjunta por la igualdad. Por su humanidad y patriotismo, pero también por esa negociación, llegó Martí tan lejos en estos contenidos.

Las relaciones raciales y la igualdad constituyen el argumento más desarrollado por el político habanero después de la independencia. No es una conclusión nuestra. Antes de la emancipación sin peligros de los componentes de geografía e historia que estorban la marcha libre de Cuba y de solventar el conflicto entre las tendencias dictatoriales y democráticas, otorga prioridad a la tarea de "acomodar a las razas diferentes" que pueblan el país (I: 21-22).

Una salvedad. Martí no suele ser el eje de los estudios más importantes de los catedráticos que provocan este artículo, pero por su trascendencia en la historia de Cuba debieran otorgarle más tiempo de reflexión. En los temas esenciales de sus investigaciones suelen ser rigurosos y certeros.

Un Manifiesto

Vamos a abordar, de manera muy sucinta, el tratamiento del negro en el Manifiesto de Montecristi, un documento programático escrito por Martí para dar a conocer al mundo la sustancia de la revolución que se iniciaba y cuáles eran sus expectativas, razones y problemas. Para De la Torre, este documento es el único de su tipo en el hemisferio occidental que menciona a los negros como una fuerza positiva en la sociedad.

Martí refiere aquí la mentira que formulaba a la raza negra como un peligro de dictadura, lo cual el poeta deprecia como "temor insensato" que en el fondo pretendía abortar la guerra. Y un poco más allá afirma que cubanos hay ya "olvidados para siempre del odio en que los pudo dividir la esclavitud".

He aquí un deseo de Martí y no una realidad. Pero los lectores de su tiempo conocen estas manifestaciones del poeta, sus debe ser, sus ilusiones con verbo en presente. Si este tipo de declaraciones disgusta a los cubanistas, sin duda que desde mucho antes de 1895 se habían hecho tan comunes entre sus lectores, que no había isleño que lo leyera o escuchara y no supiera dónde había que pararse y qué entresacar de la conjunción de idealista y hombre práctico que cifra a Martí; dualidad frecuentada entre otros por Manuel I. Mendez, Nöel Salomon y Le Riverend.

Revísense los artículos de Rafael Serra, uno de los más cercanos amigos de Martí, y se verá cuáles porciones de su obra selecciona y se reconocerá por qué a uno de sus periódicos le llamó La Doctrina de Martí. ¿Quién inspiró y qué ideas refleja, por otro lado, La república posible? Este opúsculo es el más brillante homenaje que se haya rendido jamás al antirracismo martiano. Y Serra fue, sin duda, el líder negro más radical desde finales del siglo XIX hasta 1909, en que fallece. No sin perspicacia dice Aline Helg que fue Serra quien mejor articuló el desafío contra la ideología dominante. Olvida sin embargo que tal desafío se redondea a través del poeta.

El tabaquero y autodidacto divulgó bases teóricas —de resistencia pacífica martiana desatendidas luego—, en momentos en que cuajaban los ánimos para la fundación de lo que sería el PIC. Serra mantuvo relaciones de amistad con Evaristo Estenoz y con otros dirigentes negros. Recuérdese que resultó electo en dos mandatos a la Cámara.

No por gusto Michelle Van Beusekom plantea que el olvido de la obra martiana durante la República es un mito entre los estudiosos, y añade que su pensamiento jugó un gran papel durante los primeros años de la República entre los cubanos que se hallaban con él en Estados Unidos y luego fueron a Cuba. Entre aquellos isleños están Serra y otros negros exiliados. Hugh Thomas asegura que Martí y Maceo eran los horizontes ideológicos de los Independientes, y Fernández Robaina corrobora la presencia del Maestro entre ellos.

¿Por qué habla Martí en el Manifiesto de subordinados generosos en la guerra de 1868? Generosos porque eran mayoría y no intentaron prevalecer sobre la revolución. Nace también de la actitud no confrontacional de casi todos los negros ante los oficiales y políticos racistas. Estos son los que el poeta cataloga de "revolucionarios señoriales", que "echaron en brazos de España más guerrilleros, en el desconsuelo de una aspiración engañada, de los que se ganó por la paga o el terror" (III:351-52).

A quién más que al negro afecta este desconsuelo. De los revolucionarios señoriales recordará, además, sus manos extraviadas (IV: 204). Eran aquellos que querían continuar tratando a los negros como esclavos, sostiene Rebecca J. Scott, que, aclaro, no asume las ideas de los cubanistas mencionados.

Y habría que preguntarse también por otros significados de la subordinación. En la guerra, desde el punto de vista militar, subordinarse implicaba amor a la causa por sobre todas las cosas, pues las indisciplinas abrieron el camino de la traición y la paz. A los cubanos —escribe el poeta— no les quitaron la espada, la entregaron (IV: 248). Para Antonio Maceo, el Zanjón fue lisa y obviamente una rendición.

Pero sucede que el Manifiesto apenas hay que deshilarlo. La subordinación generosa se extiende aquí en una frase sólo igualada por el propio Martí: "En sus hombros [los del negro] anduvo segura la república a que no atentó jamás". Si Philip Foner cuenta al racismo entre las causas de la derrota, y un libro publicado en Cuba en 2004 admite sus nefastas consecuencias para la independencia, Martí está diciendo que fue principalmente la hegemonía la que provocó el desastre que culminó en 1878. Se produce así una conexión, por encima de seis décadas, con una idea de Walterio Carbonell, quien afirmó que la masa esclava fue la masa líder en la guerra. Martí entrega el sentido exacto de ese liderazgo, en la masa negra.

Y en qué estado andaban las relaciones sociales, según el Delegado, en esos momentos. Las relaciones sociales tropiezan, son ásperas y nuevas, "consiguientes a la mudanza súbita del hombre ajeno en propio". La tercera guerra es también necesaria para que ese hombre pase a ser lo que denomina, respecto al poblador autóctono norteamericano, "creador de sí" (X:373), que adquiera "personalidad propia" y conciencia de haber "hallado en sí la dignidad humana" (VI: 265), lo que el catedrático chileno Carlos Ossandón llama, en texto sobre el cubano, el sujeto como valioso para sí.

¿Y no fue el PIC la herramienta política de un grupo que se convierte en creador de sí? Señalando el caso de Ricardo Batrell, comprende Fernando Martínez que la guerra lo hizo crecer, enorgullecerse, exigir igualdad, sentirse caballero e identificar a potenciales enemigos.

Si ya habló Martí del odio, volverá sobre él en el Manifiesto: "Sólo los que odian al negro ven en el negro odio". Vale lo que una simpleza expresar, como se ha hecho, que cuando en Nuestra América niega el concepto de raza (lo vuelve a hacer en XXVIII:290), está negando el odio o la discriminación. Estos proceden del campo de los prejuicios sociales y no de divisiones que para él no existen, biológicamente hablando, al igual que para la ciencia de la globalización.

Si el odio y la discriminación son falsos, a qué responde cuando, un año después de Nuestra América, en crónica descubierta por Ernesto Mejía Sánchez, describe la quema de un afroamericano en un pueblo del sur estadounidense, corolario en el corpus martiano de la violencia en esa zona, donde el sol se alzaba cada mañana sobre cadáveres de negros (XI:264).

Alicia Ríos discurre que según Martí las razas biológicas no existían, aunque sí con la perspectiva del oprimido, del esclavo. Es su respuesta a Sarmiento, con quien indudablemente dialoga en este texto. Y el autor de The Invention of Argentina, Nicolás Shumway, sostiene: "Martí dice que no hay razas, no dice que la idea de raza es una construcción histórica como diríamos ahora, pero afirma que la idea de raza es algo artificial y que vemos razas porque queremos ver razas". De la Torre le pone corona a la inhabilitación martiana del concepto: es una construcción social a través de la cual un grupo oprime a otro.

Martí estuvo muy al tanto, por otro lado, sobre lo que define de "ciencia superficial" sobre los seres humanos, con ancho despliegue entonces. Esta pseudociencia pretendía —y perfila de esta manera el siglo del biopoder que indaga Michel Foucault— "la justificación de la desigualdad, que en el gobierno de los hombres es la tiranía" (XXI:431). No hace mucho se descubrieron documentos que llevaba al morir. Cargaba notas sobre antropología física. En tal envergadura, le importó un asunto no develado hasta hoy en sus pliegues difíciles y sus honduras.

Un clásico como Pierre-André Taguieff subrayó en La force du préjugé que la deslegitimación biológica de las razas constituye sólo un frente de la lucha contra la discriminación, pues los otros frentes se encuentran en lo político y social. Exactamente eso representó para quien me gusta llamar, cada vez con mayor orgullo, Apóstol. Y que conste que yo soy negro.

Derechos medulares

En un apunte donde revela su actitud en el caso de que una hipotética hija suya se enamorara de un hombre negro —documento que por alguna taimada razón se mantendría sin publicar hasta 1978—, manifiesta Martí "la oposición y repulsa general, y los prejuicios sociales, odios a la juventud y la mujer, que el problema negro implica". Y si esa hija se enamora de alguien de epidermis oscura: "Yo sé que tendría la sensatez y el valor de afrontar el aislamiento social".

Se ha criticado el pensamiento martiano que suscribe que la generación revolucionaria de ascendencia europea liberó al negro —algo que por demás es historia—, pero se desconoce o no se comenta que también exclamó que el hombre del Congo y el de Benín defendía con su pecho a los hombres del color de sus tiranos, a los que habían sido sus tiranos (IV:237). Y en otra espesura de su obra recuerda al campesino negro que vuela a su rifle, con el que jamás en diez años hirió a la ley, y mira con amor al hombre de tez de amo que marcha a su lado o detrás de él, defendiendo la libertad (IV:153).

Y si critica a España y al segmento blanco de la sociedad por decretos civiles incumplidos, los mismos le sirven como pretexto para indicar que "sin el interés fraternal [por la independencia] de nuestros libertos que, a no ser tan nobles como son, y hombres de tanto fuego y libertad como nosotros, podrían seguir con más agradecimiento, en su afán de legítima mejora, al español aleccionado que se la ofrece, que a los cubanos incapaces que los desdeñan" (IV:243). Junto al relato que se dice inventó Martí de la nación, late sin duda otro de muchísimo interés.

El derecho de los cubanos de piel oscura tiene su zona en el Manifiesto. En el tan mal leído artículo Mi Raza, de apenas dos páginas y media, la palabra derecho, medular cuando se escribe del tema, se repite en 13 ocasiones. Lo que se agita en la circunstancia de Mi Raza son gérmenes de violencia en la comunidad cubana asentada en Estados Unidos, que ya habían enseñado la oreja entre el mambisado.

A finales de 1888, Martí ha condenado en carta al general Emilio Núñez que a los "negros se les dice poco menos que bestias" (I: 227), y estos, desde luego, se defienden. Téngase en cuenta que Guillermón Moncada, al frente de un grupo de oficiales negros, quiso excluir a los blancos de sus tropas, acción que Antonio Maceo denunció ante el gobierno. Y esto evidencia el puente de tragedias en que Juan Marinello atisba al Titán.

En 1895, casi en los portales de la guerra, Martí vuelve a encarar a la élite desde el Manifiesto, y acuña que en la república el negro gozará la "posesión de todo lo real del derecho humano". Tantas veces habla del derecho humano para los cubanos de sangre africana, que hice un inventario. La escritura martiana —dígase ya— es una auténtica contrahistoria, para utilizar un término foucaultiano.

Convendría precisar que más de un decenio antes de que el ilustre W.E.B. Du Bois dijera en The Souls of Black Folk su famosa frase en torno a que el siglo XX sería el del problema de las razas, ya Martí había expresado sobre el afronorteamericano: "¿A qué la escuela [con profesores blancos] donde le enseñan que nació para ciervo por el castigo del color, y que jamás podrá gozar en su suelo nativo de los derechos plenos de hombre?" (XII:336).

Y en otra esquina coincide en que en todas partes protesten los negros contra quienes agreden a las parejas mixtas (XI:264), contra la segregación en definitiva. ¿Por qué, si muestra su acuerdo en Estados Unidos, iba a enarbolar una actitud contraria, por ejemplo al PIC, siempre y cuando la protesta de éste contra de la discriminación fuera de carácter pacífico, como en la interpretación de sus ideas propusiera Rafael Serra?

Cotejar al dúo Martí y Serra con Mahatma Gandhi, quien plasmó en la práctica la resistencia pacífica, arroja que ambos llegan a adelantársele teóricamente. La biografía sudafricana de Gandhi se resuelve contra la opresión que sufría allí la comunidad india. El Mahatma descubre, en su oposición a la discriminación racial, un nuevo tipo de resistencia que posteriormente aplica a la libertad de su patria. Si la aseveración anterior, si el adelantarse promueve sonrisas suspicaces, bastaría leer La república posible o el artículo del 15 de octubre de 1904 en El Nuevo Criollo, que, desde luego, son posiciones que se sustentan desde antes, desde el XIX.

En ellos discierne sobre una "lucha" impulsada por "riguroso enfado" como causa de la "absorción de derechos", pero que será "ordenada y visible", "dentro de la justicia y la ley", es decir, pacífica. Y va más lejos Serra, pues antevé el error del PIC y señala tanto la "peligrosa rebeldía" [armada] como al no menos peligroso "retraimiento". Dice Serra que "la obra de la conquista del derecho ha comenzado", que los "activos elementos populares", aquellos que "no tienen pasaporte de estirpe", "se entienden y se ponen de acuerdo".

En el periódico Patria ya había dicho Martí, por su parte, que Rafael Serra "ha sabido salir puro, sin ceder ni odiar, de las afrentas de la esclavitud" (V:202), y agregaría al amigo en una carta: "No se canse de defender, ni de amar" (XX: 473). Y también asentó: "el derecho pedido a su hora y en su medida por quien no lleve cara de cejar, descorazona y conquista a los mismos que más quisieran oponérsele" (II:26).

La hora arribaría con la república y la democracia, y con lo de la "medida" riposta a los que pregonan que el negro pretendía apropiarse del país. Este es el rostro verdadero de Martí, el que los negros de su tiempo supieron aquilatar y hacer suyo, muy diferente del querubín manoseado por el discurso de más de un siglo y que ahora se confunde y repinta, con otros tonos, fundamentalmente desde la cátedra norteamericana.

Todos en la circunstancia martiana percibieron que él se hallaba entre "los que están prontos a morir por el derecho del hombre, sea negro o blanco" (IV:436). No hay que titubear en que la posibilidad de morir cuenta entre las expectativas de la organización y movilización política, vital en la teorización democrática en nuestros días. A la guerra pacífica, de día y de noche, que elogia en el periodista ecuatoriano Federico Proaño (VIII:257), se agregaría "el remedio blando al daño" en la dinámica clasista.

El Delegado exhortó a enseñar este tipo de solución no violenta (IX:388). Ariel Hidalgo rondó esta propuesta en Martí, aunque en contra de una dictadura. Verdad que Juan Mestas no se propone penetrar en la resistencia pasiva, pero entrega, como ningún texto hasta el presente, la quintaesencia de esta previsión. El carácter pacífico de la protesta en Martí "es de método", caracteriza Mestas.

A pesar del espacio muy ceñido con que contamos, está aquí el caldo de la desobediencia civil. Pero no olvidemos que la mina es sin acabamiento, al decir de la Mistral. A su amigo negro Juan Bonilla, su alumno en La Liga neoyorquina, le desnuda Martí que la guerra próxima, que los tiempos que viven, "no son más que los preliminares de una gran campaña, de una campaña redentora y activa, y tal que después de ella los malos nunca se atreverán a serlo tanto" (XX:424).

En materia de discriminación, Serra interpreta y trae a la república a Martí, y clava la expresión primera de esta veta del Apóstol sospechosamente ausente —hoy y siempre— de las librerías.

Serra, sin duda un prócer, concretó: [Martí] "nos enseñó a ser indóciles contra toda forma de tiranía, contra toda soberbia". Juan Gualberto Gómez escribió que el poeta que recoge los sufragios unánimes de los lectores de La Igualdad, cualquiera que sean sus opiniones, es el Martí amigo de los negros; el celoso de la libertad, del decoro, de la cultura y la dignificación del cubano de color. Y Antonio Maceo, haciendo gala del talento que el poeta le atribuyó incluso por encima de la capacidad del guerrero, lo recortó en su silueta primordial: [Martí] "con su cerebro iluminador despeja las sombras que dejó la esclavitud a nuestro pueblo".

A pesar de la unión imperiosa para la guerra, no esconde ni enmudece, sino que califica, y con adjetivos muy duros, tales como necio, ignorante, incauto, desdeñoso, incapaz, imprevisor y cobarde, al racista cubano, "temeroso muchas veces, aunque por pura ignorancia y sin razón, del adelanto de la raza negra" (III:28). Martí puso en peligro su ascendencia sobre la población blanca, a pesar de que ello podía conducirlo a la derrota irreparable de sus más caros sueños.

Leer completo al político isleño permite verificar cómo va dejando atrás incoherencias, cómo se sacude las influencias de un siglo tan determinista como el XIX y cómo se enriquece y crea. El ejercicio de la acción afirmativa puede únicamente producirse en democracia, entiende el poeta. Tal camino, más que entreverlo, lo presagiaron José Iglesias y Octavio de la Suarée. Una justicia social sin precedentes funciona en su escritura.

Más allá de la solidaridad tantas veces manifiesta en su biografía y su palabra, y que él suele llamar amor, puede sostenerse que sus acercamientos a la desobediencia civil y la acción afirmativa nacen de su clara conciencia de que en la república resurgirían los reclamos de clases y grupos, de aquellos cuyas necesidades aguardaban, durante siglos, soluciones. El avizorar persistentemente el país, removido el colonialismo, no se reduce a la satisfacción por el fin del esfuerzo bélico, pues la revolución verdadera se iniciaría en la libertad, como le ha dicho a Juan Bonilla. Él piensa "para ahora y para luego, que es como se debe ver en las cosas de los pueblos" (I: 181).

Se ha promulgado mil veces que su genio se consagró en "los preliminares", en el "ahora". No. La más genuina genialidad política de Martí late sobre una Cuba que, una vez expulsada España, no será para los pobres, ni estos tendrán preponderancia en la nación por la que se han sacrificado como ningún otro sector (IV: 209). A partir de esta convicción —una de las sinceridades más ásperas de su vida y que parece ir incluso contra sus propios esfuerzos—, medita las luchas venideras, la desobediencia civil y la implementación de la acción afirmativa.

La historia me absolverá

La historia me absolverá es también un documento programático, donde Fidel Castro cree vislumbrar económica, social, política y moralmente el futuro de la república, y analiza, también en esos aspectos, el pasado y presente.

Hijo de múltiples versiones —fue pensado, repensado, transformado y rescrito nadie sabe cuántas veces, subraya la biógrafa Georgie Anne Geyer—, resulta verdaderamente alarmante que en sus numerosas páginas, si se compara con el puñado de párrafos del Manifiesto de Montecristi, no se haga alusión una sola vez al problema de las razas en Cuba, ni se mencionen, absolutamente nunca, las palabras negro, discriminación o prejuicio. Con razón, autores como Enrique Patterson y Francisco León aseguran que las medidas populares de la revolución no se concibieron pensando en los negros y mulatos, o estos no tuvieron la prioridad.

Si Martí ensambla y desensambla el tema —sin exceptuar sus renglones sexual y psicológico—, Castro se refiere a él cuando no le queda más remedio y preferentemente ante auditorios extranjeros. Basta señalar que durante casi cinco lustros, la discriminación en la Isla se decretó fallecida, un deceso del cual se exponía el sarcófago mas no el cadáver.

Y esto, después que Martí afirmara que era de provecho hacer público el tema y, en una de sus fierezas, asegurara en Patria que se debía "censurar a los que quieren hacer de su diferencia de color, sofocando acaso un bochorno cobarde, el instrumento de su poder o de su beneficio" (I:338). Uno de los objetivos de Fernando Ortiz en su ensayo Martí y las Razas reside en anotar ocasiones en que el poeta explicita la necesidad de hablar sobre la discriminación.

Tal vez algún cándido presumió que Fidel Castro extraería lecciones del libro de Carlos Moore (Castro, The Blacks, and Africa) y evitaría reiterar posturas que en dicho estudio, publicado a finales de los ochenta, se le critican. Nosotros decidimos seguirle la pista a las ideas del caudillo en el siglo XXI, tres lustros después que admitiera que en la Isla la discriminación era un hecho.

Para concluir, sólo pondré un ejemplo. El 8 de septiembre de 2000, en Riverside Church, en Harlem, refleja el tamaño de su ignorancia o toda la profundidad de su desvergüenza y dice, en contra no ya del criterio de la ciencia antropológica en Cuba, de un informe de 1997 de La Habana a un foro de la ONU, de la estadística y de la lógica misma, que los negros y mulatos en la Antilla son minorías étnicas.

Pero como las presunciones, imaginaciones, prejuicios y deseos de Castro nacen compelidos a exhibir respaldo en la realidad, después de tres años de efectuado el último Censo de Población y Viviendas, éste cuenta —claro que es un hecho narrativo— que los negros y mulatos se reducen a poco más de la tercera parte del total de cubanos en la Isla, aproximadamente la misma proporción que en 1900, pero cuando cerca de un millón de personas, generalmente de raza blanca, ha abandonado el país.

El Manifiesto de Montecristi y La historia de absolverá son, pues, dos polos. Por haber llegado a la conclusión de que la vida es una guerra —y de esto saben Ripoll y Jorge Valls—, fue Martí un hombre de amor. Sus continuos escalamientos lo convertirían en anticipador de figuras como Mahatma Gandhi y Martín Luther King Jr. Como ellos, es también un valor ético, apegado al principio de liberación de los oprimidos. Su amor por todas las criaturas humanas y la rebeldía que le infundió a ese amor, es su fuerza más consistente. Si los hombres echáramos los corazones a rodar, como él dijo, quedaría hecho el mundo.

miércoles, 1 de marzo de 2006

A propósito de una polémica

Gracias a la gentileza de Mercedes García, Directora de Bitácora Cubana, tuve ocasión de conocer y de estar al tanto de una polémica entre varios intelectuales cubanos a propósito de José Martí.

Él documento que dio pie a posteriores reflexiones fue un artículo de Carlos Alberto Montaner titulado "La mitología política en el culto a Martí" que, con ligeras modificaciones, fue expuesto por el intelectual cubano en sus palabras de apertura en un Congreso realizado en Miami. Estas palabras fueron recogidas bajo el título de "La segunda muerte de José Martí", y es la versión que he publicado aquí atendiendo a las referencias que hace Ripoll en su artículo.

A continuación he reproducido el artículo de Carlos Ripoll titulado "Martí no ha muerto" en el que cuestiona y critica varios de los planteamientos de Montaner.

Finalmente reproduzco el artículo de Emilio Ichikawa titulado "Muerte y muertes de José Martí" con interesantes reflexiones sobre Martí y los trabajos anteriormente citados.

Muerte y muertes de José Martí

Emilio Ichikawa.
Febrero-2006

El Sábado 11 de febrero (2006) el periódico “El Nuevo Herald” de Miami publica un artículo “representativo” del Sr. Carlos Ripoll titulado “Martí no ha muerto”. Representativo en el sentido emersoniano; un texto que resume un tiempo, una época. Una época que, si no es ya arcaica, al menos representa un espíritu que hemos buscado superar.

No hablo aquí de política sino de estilo de pensar, incluso de léxico. Es más, tan distanciada está nuestra consideración de lo esencial político que, en lo que busca resaltar, observo a Carlos Ripoll más cercano a Cintio Vitier, un ideólogo en sus antípodas, que a otros estudiosos de Martí que comparten su exilio.

Ripoll es, como muchos especialistas saben, uno de los grandes conocedores de Martí. Y digo “especialistas” con toda intención, pues no sé si tal conocimiento es del dominio de esa gente común que, como diría el propio Martí, sostiene esta tierra. Su archivo es legendario entre los investigadores del tema, y se asegura que siempre tiene alguna frase a mano, una cita exclusiva, para desmontar cualquier interpretación inconveniente. Los medios más prestigiosos le conceden dicha autoridad, por eso aparece casi siempre, como ahora, corrigiendo afirmaciones, enmendando la plana a los perplejos, cronometrando fechas, ajustando credos. Ripoll tiene convicción martiana, sin duda alguna; mas no sé si a esta altura posee curiosidad, tentación, martiana sencillez.

Este posicionamiento rectoral en torno al legado martiano determina muchas veces (como en Vitier) el tono didáctico de sus escritos, la intención escolar y hasta esa irritación explícita que tan incómoda hace su lectura. Pero veamos en detalles el artículo de Ripoll que es ante todo el resultado de una mezcla conocida: por una parte, la suficiencia martiana, por otra, la incomprensión radical de la sociedad cubana emergida de los eventos de 1959. Evito decirle revolución o tiranía y brego en perífrasis. Por ahora.

El propio título del artículo, “Martí no ha muerto”, es de carácter fideísta. Ripoll lanza una aspiración romántica “prewertheriana” contra el sentido común. ¿Con qué objetivo? Pues con el no muy noble propósito de insinuar, ya que no una falla cronológica (el erudito puede al menos conceder que sabemos que Martí murió el 19 de mayo de 1895), sí una insuficiencia moral: hemos dejado morir a José Martí. La culpa otra vez, nuevamente, siempre nuestra culpa.

La primera oración es ya como para ponerse a la defensiva: según Ripoll quien habla en Cuba, o de quien se habla en Cuba, tiene una cuestionable relación con la justicia y la libertad. O ha hecho alguna concesión porque de lo contrario, piensa el articulista, estaría condenado al silencio. No toma en cuenta que, así como él mismo tiene lectores y hasta seguidores que le admiran el tono grave por simple simpatía grupal, hay otros escritores cubanos, de dentro y de fuera, que conectan con un público por simpatía epocal, por formas (cierto que a veces muy singulares) de entender la vida y la muerte, la alegría y la tristeza, que es lo que Octavio Paz llamaba civilización. Hay gente muy honesta que habla y publica en Cuba. Incluso sobre Martí.

Dice Ripoll que “en Cuba han sometido al silencio a Martí”. Analizada en toda su exactitud esa afirmación es falsa. Si el estudioso hubiera interpuesto un adjetivo a “silencio” o a “Martí”, si hubiera dicho, por ejemplo, que “en Cuba han sometido al silencio al `verdadero` Martí”, entonces su sentencia pasaría como aceptable. Por lo menos transferiría la discusión a las nebulosas áreas de la interpretación, salvando así su crédito. Pero tomada literalmente, es una equivocación: Martí ha hablado mucho en la Cuba de Castro, ha hablado demasiado. Le han hecho decir todo, lo han forzado a opinar de cuanta fantasía ha brotado de la descomunal imaginación política del tirano. Martí carga un niño en el “protestadero”, los libros de cocina hablan de sus descubrimientos gastronómicos y hasta los ingenieros le han colocado frases en la pantalla de los televisores Panda fabricados en China y ensamblados en la isla.

En cambio, sí adjetiva Ripoll cuando debe referirse a las ediciones martianas. Sabe que el castrismo se ha cuidado mucho de asir demagógicamente el legado y para ello, entre otras cosas, ha publicado millones de páginas. Páginas que con alguna razón y todo el derecho no satisfacen al articulista porque no incluyen una “antología seria” ni una “somera biografía”: pero dónde, o mejor, quién radica lo “serio” o lo “somero” de un libro. Crear un poder epistémico con atribuciones para determinarlo, así esté presidido por el mismo Ripoll, es reincidir en autoritarismos. La crítica, igual que en sus virtudes, debe ser libre en sus errores. Y Martí deber ser objeto de esa crítica. A la discusión en torno a Martí no se debe ir con más autoridad que el ejercicio sincero del juicio.

Por demás, filosóficamente hablando, el preámbulo de la Constitución que refiere Ripoll ni siquiera es cínico: es a-moral, a-jurídico, políticamente descarado.

Calificar moralmente la elección de un tema sí es autoritario. Tenemos miles de ejemplos al respecto. La ciencia, como se sabe, está sujeta a fuertes presiones políticas y sociales, pero esos influjos se dan de forma indirecta, sutil. De ahí que el investigador deba hacer un esfuerzo para descubrir los nexos. Max Scheller, en su libro “Sociología del saber”, introdujo un capítulo sobre la “Sociología de la metafísica”; por tanto, si la metafísica está sometida a sobredeterminaciones, ¿qué podemos esperar de otras disciplinas (como la historia) tan ligadas a los intereses políticos y la consolidación o destrucción de las naciones?.

Pero lo que hace Ripoll nada tiene que ver con sutilezas; acusar de “maldad” un ejercicio intelectual es partir de la consecuencia, es preavisar una conclusión que busca imponerse prescindiendo del razonamiento que debe conducir a ella. Por demás introduce la idea del exilio como una zona de asepsia política y moral (donde no deben ocurrir estas “maldades”) que nada tiene que ver con la comunidad exiliar real. Acaso con la que Ripoll imagina, pero no con la que día a día acumula y sobrevive; espera y desespera.

El exilio puede ser tan perverso como la sociedad cubana de la isla porque básicamente lo conforman las mismas gentes que vivían allá; nadie sufre una metamorfosis radical por haber viajado más de 90 millas o por haber durado más de 70 años. Y esto lo digo incluso incordiando con el propio Montaner, quien confía en la capacidad de rectificación radical que la racionalidad puede operar sobre las personas. El ser humano, después de los tres años, es una sagrada continuidad.

Lo que ha tenido Ripoll con el texto “La segunda muerte de José Martí” de Carlos Alberto Montaner no es una diferencia sino un desencuentro. El erudito persiste en pensar con su propio léxico, poniendo y componiendo sus sanos prejuicios; está encerrado en sus propios límites sin comprender que hay también legítimos límites de otros, un nuevo vocabulario en que un grupo exiliar trata de expresarse; de pensar y traducir sus inquietudes intelectuales entre las que no solo está la obra de Martí, sino incluso la imprescindible obra que acerca de su legado acumula el mismo Ripoll.

A diferencia de Ripoll, Martí fue sensible a las diferencias de tiempo y no se dejó cegar por celos, ni lo angustió la novedad, ni calificó a los aparecidos como advenedizos. Le celebraba a una amiga “el abanico coqueto” o “el corpiño atrevido”, pero igual se inclinaba ante el acero del paso a Brooklin o la velocidad de Manhattan. Ripoll, en cambio, parece hasta disgustado con el texto que considera; su texto regaña, alecciona, cuestiona con la misma negligencia del autoritarismo paternal.

Más de la mitad del artículo está escrito de manera confusa y apenas se distingue cuando glosa a Montaner de cuando él mismo expone. A pesar de que jamás acata, tampoco propone.

Repite etiquetas lamentables, como esa de “cinismo de salón”, o aquella otra de “artera ironía”. Se queja de “la apatía de allá y de aquí”, de la ausencia de “líderes capaces” y de la falta de un programa “real y puro”. Ante este negativo balance sus evocaciones a la esperanza me parecen más un cumplido que una exhortación real.

Ripoll ha confundido un tema de discusión intelectual con un problema moral. Ha preferido una resucitación forzosa de Martí a su muerte feliz. Imagino que el Apóstol de Cuba, igual que el celo de sus albaceas, agradece la simpatía sin carga, el amor “grácil y sonriente” de sus hijos alegres y suspicaces.

Como dijo Abilio Estévez una tarde de mayo de 1998 en el Convento de San Francisco de Asís: quien murió en Dos Ríos no fue un mártir amargo dolido por la incomprensión, quien allí cayó fue un hombre bueno, un hombre feliz.

Emilio Ichikawa.
Febrero-266.