martes, 20 de mayo de 2008

MARTI Y EL MONSTRUO.

Por Julio M. Shiling

Tan antiguo como la historia es el concepto de “monstruo”. Esta palabra derivado del latín (monstrum) ha operado como compendio dentro de la mitología, leyendas, ciencia ficción y más comúnmente, como expresión figurativa literaria y oral. Artífices, adeptos, amigos y apologistas del comunismo cubano han expendido un monumental esfuerzo, con el mencionado concepto. Construyendo su mitología revolucionaria, la dictadura cubana no perdió tiempo en enlistar una sumisa intelectualidad para ayudar, a no sólo construir el “hombre nuevo”, sino también de-construir la verdad. La metodología, esta vez, sería la descontextualización.

El haber residido en la casa al lado de la que habitaba Mariano Martí en México, sirvió para que Manuel Antonio Mercado y de la Paz conociera al Apóstol de Cuba. El eximio mexicano llegó a ser Oficial Mayor de la Secretaria de Gobierno del Estado (Michoacán), Diputado al Congreso, Subsecretario de Gobernación, Vicepresidente de la Academia Mexicana de Jurisprudencia, Secretario del Colegio Nacional de Abogados y Secretario del Gobierno del Distrito Federal. Para José Martí fue un entrañable amigo. Duda no me cabe, que por el recíproco efecto que Mercado le tenía al Maestro, y en honor a la verdad, con su propia licencia para ejercer la ley, demandaría al régimen castrocomunista (si en Cuba hubiera un Estado de Derecho), en nombre de Martí, por difamación y desvirtuación de carácter.

Presentaría como evidencia una exposición muy allegado a él: una carta que el insigne cubano le escribió, un día antes de su traslado a la Vida Eterna y consagrar en Dos Ríos, ese espacio de tierra para siempre (Carta a Manuel A. Mercado, Campamento de Dos Ríos, Mayo 18, 1895). Con la oración, “Viví en el monstruo y le conozco las entrañas…”, han intentados los castristas y sus simpatizantes, de elevarla a connotación internacional, ofreciéndole amplias riendas para que circule el mundo, desacompañada de un serio análisis y por supuesto, con una coreografiada interpretación. Mucho hubieran dado por poder anexarle un acompañamiento musical, como gozan ciertas estrofas de los Versos Sencillos, insertada a la canción la “Guantanamera”. Sin embargo, como todo lo que sostiene, moral e intelectualmente al régimen sanguinario en Cuba, carece de sustancia, y no resistiría el escrutinio objetivo.

Los papagayos y propagandistas del castrocomunismo han pretendido reducir el testamento político de Martí a esa oración específica y la citada carta a Mercado, en general. En el intento de alistar al Maestro en las filas del fundamentalismo antinorteamericano, genérico factor inherente en todo movimiento totalitario (comunista, fascista, nazista o islamista radical), acto de sublime imbecilidad han cometido. Usando el hacha más que el pincel, extirparon unas palabras selectas y la descontextualizaron del pensamiento e ideario martiano íntegro. Cabalmente, lo han contradicho y tergiversado.

Martí le cuenta (en la carta) a su amigo mexicano de su entrevista en la manigua con Eugenio Bryson, corresponsal de un diario norteamericano. Este (Bryson) le relata al Apóstol lo conocido por muchos. La metrópoli española, frustrada y amargada por su incapacidad de dominar el movimiento independista cubano, prefería lidiar en la derrota con una potencia extranjera, que un victorioso ejército mambí. La crónica verbal de Bryson exponía su conversación con Arsenio Martínez Campos, arquitecto del Pacto de Zanjón y gobernador español en Cuba, y la articulación del mismo sobre la preferencia española de “entenderse con los Estados Unidos a rendir la Isla a los cubanos”. Nuevamente, eso era conclusión sospechada y nada nuevo. La reseña adicional del corresponsal norteamericano, sobre la corriente anexionista y el pulso antiindependentista del momento, no aportó tampoco ninguna revelación novedosa. Sin embargo, esta carta inconclusa ha sido el banderín predilecto y angular del despotismo cubano, para timarnos de que el autor intelectual de la independencia de Cuba, podría también ser el progenitor transcendental de la barbarie revolucionaria, en marcha desde 1959, y su odioso fastidio con el vecino al norte.

La coincidencia de la fecha de la carta (el día antes de fallecer en combate Martí), indudablemente, le ha prestado un servicio a las pretensiones del régimen. Pero sólo la desfachatez o la ignorancia pueden servir de excusa, para el que engulle la postulación castrista. El sacar esencialmente de su completitud contextual, posturas tan claras como abisal, solamente se atreve un sistema que cuenta con el absoluto control del poder y una intelectualidad borrega y cómplice. La objeción de los cubanos (y algunos españoles también) de permanecer una colonia de la corona española, se personificada en tres corrientes: el autonomismo, anexionismo (a EE. UU.), e independentismo. Para el Maestro, independentista par excellance, ningún camino que no fuera el de la absoluta emancipación de la tierra de sus padres, era factible. Cuba para los cubanos (y todo el que la amara), no aislada ni exportadora de ideologías “extranjerizas”, sino partícipe de una comunidad de naciones libres, era la colocación de, no sólo Martí, sino de la gama de próceres, antes y después, que anhelaron la independencia de Cuba. Rechazo a inclinaciones anexionistas, constituía una base firme, en el planteamiento independentista. Fuera quien fuera la nación deseosa de apoderarse de Cuba. Pero eso sí, sin rencor o cólera hacia nadie. Si no hubo malquerencia o bilis, hacia los españoles, en el corazón del Apóstol, sería incompatible que del pecho de Martí brotara, hacia la democracia practicante más antigua del mundo (y no es Grecia), sentimientos paralelos a los que los propiciadores de luchas de clases han divulgado.

Cuba, desde su descubrimiento por una potencia europea, ha sido codiciada por diferentes poderes. Los EE. UU. no han sido la excepción. Tampoco ha sido una postura, dentro del entorno político norteamericano, monolítica. Si bien presidentes como Jefferson y Polk, expresaron interés en adquirir la isla caribeña, hubo otros, Lincoln y Teodoro Roosevelt (para citar dos), que no compartían esa inclinación. Adicionalmente, existe en los EE. UU., una activa práctica del concepto de “separación de poderes”. De manera que un mecanismo, centralizado, arbitrario y absoluta, para llevar acabo dicha transacción no existía. Parte del problema con la premisa castrocomunista es la óptica que el prisma totalitario ofrece. La facilidad de ejecutar decisiones unilaterales, sin lícito procedimiento ni prejuicios democráticos, es ejercicio cotidiano en dictaduras totalitarias. El mundo libre nunca ha operado así.

La historia está colmada de ejemplos de regímenes, buenos y malos, que explican su expansión territorial a través del tiempo, tanto con legítimo, como con absurdo, razonamiento. Sin relativizar el asunto, el hecho es que cada caso obliga un considerable y balanceado análisis, previo a la emisión de juicio. Con respecto a los EE. UU., los enemigos modernos de la democracia, que ven en la libertad un impedimento, han concretado todo lo alcanzable por, demagógicamente, falsear la historia ocurrida, y presentar otra distorsionada.

La Doctrina del Destino Manifiesto, la argumentación teórica de extender la nación norteamericana del Atlántico al Pacífico, no fue un planteamiento ideológico doctrinal y menos con pretensiones “científica”. Era un precepto. Se considera que el concepto surgió de un sermón verbal de John Cotton, un ministro puritano, en 1630. No fue hasta 1845 que un columnista llamado John O’Sullivan retomó el tema. Cierto es que en los 1890’s, entre sectores de políticos y la intelectualidad estadounidense, cobró nueva vida. Pero una distinción urge que se haga diferenciando dicha postura no-escrita de expansión y el “norteamericanismo” como fenómeno socio-político excepcional.

El hecho de que los EE. UU. la fundaron individuos que vinieron buscando la libertad religiosa y fomentaron los documentos políticos más audaces, con respecto a la protección de libertades civiles y limitaciones al poderío estatal (First Virginia Charter de 1606, Fundamental Orders of Connecticut de 1639, First Continental Congress: Declaration of Colonial Rights de 1774, Virginia Declaration of Rights de 1776), sin duda contribuyó a la percepción de muchos de sus ciudadanos (y otros no-ciudadanos), que la mencionada nación, ex colonia inglesa, tenía un importante sitio dentro de una esquema Providencial. Al menos nunca antes había existido un experimento político, donde tanto se enfatizó la libertad como derecho natural y la búsqueda convencional para su preservación. Las complejidades de una sociedad plural como la norteamericana, forjada de amalgamas de culturas, idiosincrasias, pero suficientemente fuerte para no sólo no perder su identidad, sino extender la civilidad de su cultura socio-política a todos sus residentes (naturales o recién llegados) y a la vez establecer la potencia económica más rica del planeta, no escapó la admiración de Martí. Este fenómeno era relevante aún en la época del Maestro.

Para Martí, la libertad era una consagración. Sería inconsecuente que el insigne cubano desplegara animosidad hacia la esquema política cuya primacía era la libertad de cada individuo. Gran contraste a la bárbara experimentación que se cometía al otro lado del Atlántico, donde la guillotina resultó ser el bisturí de los ingenieros sociales franceses. Martí gozaba del mágico don del poderío de palabras. Pero su poética alma, exponiendo siempre con galán y exquisito vocablo, jamás se desprendió de la consistencia. Por eso muy temprano en su vida expresó su admiración por el excepcionalismo norteamericano. De particular elogio fueron su dinamismo, pluralismo y, valga la redundancia, el cultivo a la libertad que encontró en el país donde más tiempo, terrenalmente, habitó. La estimación del Apóstol por la tierra de Washington, y su amor por Abraham Lincoln, Ralph Waldo Emerson y Wendell Phillips (cuya fotografía colgaba en la oficina de Martí: ver Carta a Gonzalo de Quesada, Abril 1, 1895. Nota: no había retrato de Marx), no le impedía, simultáneamente, criticar y objetar ciertos procedimientos, corrientes políticas y costumbres culturales de la misma.

El absolutismo socialista en Cuba ofende la inteligencia humana, al pretender encasquillar al Maestro en un simplismo inaplicable. Martí era lo suficientemente sofisticado para segregar lo deseado de lo indeseado, sin destruir el panorama generalizado. El exilio extendido del Apóstol en los EE. UU. y partes de América, le ofreció una apreciación sociológica, donde veía ciertas aventajas en la aplicación de modelos culturales que tomaran más en cuenta factores idiosincrásicos. El paradigma anglo sajón protestante (EE. UU.) o el europeo, estrictamente aplicado en América Latina, Martí consideraba que se encontraría con problemas de inadaptabilidad, sin añadiduras autóctonas. Su análisis partía de consideraciones sociológicas y antropológicas, no ideológicas. El palpar inclinaciones eurocéntricas en los EE. UU., fue otra observación del Apóstol, no distante de la realidad. Dicha inclinación, reflejaba una muestra de la bajeza humana, relevante a toda la humanidad y anotada por Martí, ciertamente, de lo que consideró latente en los EE. UU. Pero no es menos cierto, que plasmó en sus escritos también la movilidad con que la sociedad norteamericana navegaba. Fenómeno hecho posible sólo en un lugar de oportunidades. Esa otra parte contenía los elementos admirables hacia el país norteño. La búsqueda en exceso de riqueza material fue otra detracción.

La crítica del Maestro hacia el consumismo y el ritmo de vida en los EE. UU. reflejaba una legítima inquietud compartida, incluso, por numerosos norteamericanos también. Sin duda, la época que le tocó Martí vivir fue una de gran expansión económica, invenciones, innovaciones y el uso de la tecnología como nunca antes (para esa época). El desplazo poblacional hacia la urbanización, el influjo de masas de nuevos residentes provenientes de países diferentes, vislumbraba la llegada de la modernidad y todos sus costos de adaptabilidad. El planteamiento del Maestro preserva su relevancia aún hoy y es una cuestión que toda sociedad que descubre el progreso económico y tecnológico, tiene que enfrentar: mantener un equilibrio entre lo material y espiritual. Pero en ningún momento, abogó Martí por una intervención convencional coercitiva. Mucho menos prescribió un plan de “acción revolucionaria” para implantar la utopía. La reverencia martiana por la libertad se lo impedía. Su crítica era una apelación a un más enaltecido modo de vivir, pero uno sin sacrificar el libre espacio de los ciudadanos.

Nociones como la desigualdad, fueron atendidas por el Apóstol desde el prisma del liberalismo. Nunca comulgó con las recetas radicales del socialismo para lidiar con ese problema. De manera que sus anotaciones de como se desenvolvía el nuevo orden económico en su día y los ajustes al capitalismo, la tecnología que trajo y el peaje del reajuste social, fueron siempre uno de trabajar para su mejoría, dentro del sistema social existente. Nunca reemplazándole. Menos violentamente y sostenido por coerción.

Los EE. UU., ya para la época del Maestro, encabezaba el mundo en capacidad productiva. Había, incluso, sobrepasado los países europeos. Su deseo de extender su influencia en el continente donde es encuentra, era de esperar. Eso ha sido el caso, con toda potencia, a través del tiempo. En eso, tampoco, los norteamericanos han sido exclusivos. Aquí no se está emitiendo un juicio de si es una conducta benigna, o no, la temática de hegemonías. Pero si se fuera intentar, abría una largísimo lista de naciones e imperios sobre el cual habría que emitir un veredicto. Se puede comprender, también, que en un mundo globalizado, hoy, la mayoría lo ve con menos sospecha. Martí, político capacitado, actuó correctamente alertando, desde la óptica de su tiempo y lugar, sobre la potencialidad del vecino norteño. Como patriota y toda una vida ungida por la independencia de su patria, era natural que combatiera cualquier pisco anexionista. Su cautela, en nada lo convierte en un antinorteamericano. La inquietud del Maestro con los EE. UU., legitima en ese momento, jamás en la práctica alcanzó la proporción de injerencia que los comunistas cubanos, nos han querido convencer.

Para el analista objetivo, en el precastrocomunismo las relaciones entre Cuba y EE. UU., nunca alcanzaron dimensiones categóricas, de un imperio y su súbdito. Pese a situaciones específicas e inoportunas y “enmiendas” que todos lamentamos (y luego fue derogada), el entrometimiento de los EE. UU., en los asuntos de la República de Cuba, conocía límites que quedaba demostrado, cada vez que el estado republicano cubano así lo decidía (presidencia de Alfredo Zayas, para nombrar sólo un instante). Un análisis de las relaciones cubanas-norteamericanas, previas a la dictadura castrista, compelería una ardua visitación histórica, donde protagonistas criollos tendrían que asumir su responsabilidad por las intromisiones, concretadas o tentativas, ya que muchas veces obedecían mezquino intereses partidistas o sectarios domésticos. Si se fuera a categorizar, el vínculo cubano-norteamericano como uno de imperialista-súbdito, habría que redefinir la terminología de palabras y conceptos. Nuevamente, la patraña castrocomunista, no resistiría un mínimo escrutinio, superada ya de su fatigada descarga, emocional pero vacía.

Curiosamente, Cuba sí llegó alcanzar niveles descriptivamente paralelos o en aproximación, a lo que preocupaba a Martí. Pero no fue la nación de Lincoln la que propició el alcance imperial. Sino sucedió con el régimen que instauró Lenin, el mismo “revolucionario” que enmendó el marxismo, con nada menos, que su tesis sobre el imperialismo (un experto en la materia de violar la soberanía de otros). Pronto y fácil, el que se documenta descubre, que la palabra “imperialismo” ha sido una más en el grande vagón de términos y expresiones, mancillados y deformados. Martí equiparaba el imperialismo con el ejercicio autocrático del poder político por una fuerza foránea. Punto. La misma carta a Mercado demuestra al Maestro usando la palabra, en su referencia a los EE. UU., estrictamente bajo condiciones de una acción anexionista. La otra referencia es con la metrópoli española, y la obvia monarquía absolutista. La tediosa extensión que Lenin (particularmente), Rosa Luxumberg y otros marxistas le dieron al concepto original de “imperialismo”, desembocó en su desnaturalización total. Hoy pudiera querer decir todo lo que un comunista quiere que sea. Siempre y cuando, por supuesto, esté denigrando o insultando. Cuando se lee a marxistas, uno se lleva la impresión de que escriban para que nadie los lea, pero que todos los sigan. Martí, sin embargo, sí leyó a Marx y los socialistas que lo precedieron. Ninguno lo convenció. Desde 1959, el despotismo cubano y sus cacatúas, quieren convencernos a todos del sentir de animosidad del Apóstol, hacía los EE. UU., su sistema (económico y político) y un percibido imperialismo que, naturalmente, ellos mismos, con exclusivismo, insisten en definir.

Martí era, enfáticamente, antiimperialista. La voluntaria renuncia a la soberanía cubana que la dictadura castrista ejerció con la Unión Soviética, jamás el Maestro hubiera aplaudido. Más aún, su desprecio por toda esquema convencional que privara al hombre del necesario variable para, con decoro vivir la vida: la libertad; encontraría en Martí un acérrimo e intransigente enemigo de dicho sistema. El problema del castrocomunismo en particular y el socialismo en general, con los EE. UU., no es su pesada diatriba de huecas acusaciones de “imperialismo”, que ni ellos exactamente pueden precisar. El léxico propagandista es pura letanía ideológica. La lucha por influenciar el rumbo del mundo está siempre latente. Y ellos no son meros espectadores. Luchan por monopolizar el reguero de la hegemonía. Pero claro la marxista-leninista. El verdadero problema que tienen con la nación norteamericana es la preponderancia que esta le concede a la libertad en todas sus facetas y el impedimento que esto les resulta a sus objetivos subversivos.

El fidedigno testamento político del Maestro, para el que lo quiera buscar, lo escribió en un pedazo de Cuba en Quisqueya, llamado Montecristi. Ahí con Máximo Gómez en la proximidad, redactó un Manifiesto para la eternidad. La ausencia en la misma del concepto del odio, ha privado a los comunistas de esa inherente (y necesaria) arma en el arsenal ideológico de la lucha de clases: el odio, como bien lo narró el buen marxista-leninista Ernesto (Che) Guevara. El verdadero “monstruo” está aún en el poder en Cuba. La verdadera monstruosidad es la barbarie cometida por un movimiento político psicópata y su engendrado sistema, que ha afligido la patria de Martí. Pero todo llega. El Maestro espera concluir su obra.

Julio M. Shiling
Director
Patria de Martí
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