domingo, 2 de noviembre de 2008

Libro recoge testimonios de quienes acompañaron a Martí.

1 de noviembre del 2008

Nacion.com
Camila Schumacher. | cschumacher@nacion.com

Salustiano LeyvaEl 11 de abril de 1895, José Martí desembarcó en las Playitas de Cajobabo, al oriente de Cuba, país que soñaba liberar. Treinta y ocho días después lo encontró la muerte. En el camino, no faltó quien estuviera dispuesto a tenderle una mano franca al líder cubano.

Algunos de los “amigos” que Martí supo hacer durante el viaje tenían menos de diez años. Y es que según cuentan, Martí solía hablar con los niños como lo hacen los grandes: aprendiendo de ellos.

Por eso, los pequeños quedaron embelesados con las palabras del independentista. Tanto que, 78 años después, eran capaces de repetirlas ante quien quisiera oírlas.

Fue entonces cuando el periodista Froilán Escobar tocó sus puertas. Hacía un reportaje sobre la última ruta martiana para una revista y, guiándose con el Diario de campaña, de Martí buscaba, sin muchas esperanzas, alguna persona que lo hubiera conocido.

Encontró siete ancianos, testigos de la historia; conversó con ellos tanto como pudo y con sus testimonios hiló el libro Martí a flor de labios que el próximo miércoles se presentará en la Universidad Estatal a Distancia (UNED).

“Era increíble: todavía aquellos hombres y mujeres que podían dar testimonio vivo de Martí seguían en el mismo lugar donde lo conocieron, donde de niños les enseñó a mirar con orgullo todo lo que hasta entonces habían mirado sin verlo”, comentó Escobar, maravillado, 30 años después de haber hecho las entrevistas.

Memoria intacta. Salustiano Leyva, vivió en Cajobabo toda la vida. La madrugada en que Martí y sus cinco expedicionarios tocaron la puerta de su casa tenía apenas 11 años, pero el asombro de ver a su madre recibirlos (eufórica al saber que venían a luchar por Cuba) y encaminarlos por el reseco cauce del río Tacre para que escaparan de la vigilancia española, lo acompañó hasta la vejez.

El mismo recuerdo indeleble dejó el héroe en cada uno de los viejitos de pobreza irradiante que protagonizan el libro: Paulina Rodríguez, que le sirvió café a los 11 años; Francisco Pineda, quien a los ocho lo llevó a ver los pájaros y lo espió mientras escribía su Diario de campaña ; Alfredo Thaureaux, adolescente, cafetalero en ciernes, cuyos padres habían conocido a Antonio Maceo en Costa Rica y conversaron con Martí en francés.

Igual de tiernos, pero menos inocentes, son los relatos de Mariana Pérez Moreira y Carlos Martínez. Ella, a los ocho años, fue testigo del último y fugaz enamoramiento de Martí mientras que él, a los 16, fue parte de la tropa en el combate de Arroyo Hondo.

El final del libro, como el de la vida de Martí, resulta desgarrador. Las palabras con que a los 86 años Antonio Pacheco contó sus vivencias del 19 de mayo de 1895 enternecen y estremecen a la vez: “Si yo llego a tener 15 años ese día, no lo matan porque yo cojo y lo meto en el monte, y pasa el fuego y se van los españoles y él se queda vivo”, cuenta, inconsolable el que a los ocho años y escondido entre la maleza presenció el asesinato del héroe de la lucha de emancipación de Cuba.

“En el momento de la entrevista, ya a muchos de estos viejitos les faltaban los dientes y casi todos estaban en el crepúsculo de sus ojos, pero a pesar de esa neblina de los años seguían viendo a Martí claramente y conservaban intacto el orgullo de haberlo conocido”, comentó el periodista Escobar, quien con esta crónica periodística ganó el Premio Nacional de la Crítica en Cuba.


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