martes, 27 de junio de 2017

EL MARTÍ REVOLUCIONARIO Y EL LITERARIO

IÑAKI EZKERRA
24 de junio de 2017

En la personalidad de José Martí (1853-1995) concurren dos facetas tan complementarias en su caso como en esencia antagónicas. Por un lado está el héroe nacional de la independencia cubana y el gran mito que compite con Bolívar en simbolizar la libertad y unidad de la América latina; el infatigable andarín del continente que va dejando a su paso semillas revolucionarias y otras algo más tradicionales y comprometidas; mujeres despechadas como la esposa con la que rompió cuatro años antes de caer abatido en Dos Ríos, o como María García Granados, hija de un ex presidente guatemalteco, a la cual dio clases y que murió de amor no correspondido según la leyenda que creció alrededor de su afección pulmonar y la elevó a tragedia nacional con el folclórico sobrenombre de la niña de Guatemala. Por un lado está, en fin, el semidiós de la leyenda y por otro lado el escritor, el civil y el hombre moderno, el poeta de los Versos libres y los Versos sencillos, que es el más conocido, el articulista político, que es el más celebrado, y el corresponsal de La Nación en Nueva York que escribe sobre boxeo, Búfalo Bill o los caballos de Madison Square.

Por desgracia, para nosotros ha prevalecido el Martí revolucionario y legendario sobre el literario y el contemporáneo. Y una buena ocasión para subsanar esta laguna nos la brinda la publicación de sus Diarios, muy oportuna en estas fechas en las que se cumple el cente­nario de la ruptura cubana con España, y en las que a su vez tantos exiliados del castrismo vuelven a encarnar el drama de Martí y su esperanza en la liberación de la isla.

Para reivindicar al mítico escritor de La Habana, Cabrera Infante lamenta, en el prólogo de esta edición, que en España no se lea ni a Unamuno y a la vez acusa a éste de machista por escribir Del sentimiento trágico de la vida en los hombres, defecto del que, según él, «no se puede culpar a Martí». Estas alusiones resultan tan rebuscadas como gratuitas e inexactas. Paradó­jicamente, unas líneas antes cuenta el mismo Cabrera Infante con emoción religiosa cómo un maestro de su infancia le regaló La edad de oro, revista de cuatro números que Martí escribió «para los niños de América» y que precisamente puede recordarse por la machista afirmación de su primer párrafo: «El niño nace para caballero, y la niña nace para madre».

Pero, dejando aparte machismos unamunianos y martinianos, estos Diarios son fundamentales porque nos muestran no sólo un impagable testimonio autobiográfico y literario (al hombre autorretratándose en sus últimos días) sino el tipo de relación que unió en su caso al escritor con el conspirador. Si hubo contradicción entre ambos quedó resuelta en favor del segundo. A él sacrifica Martí, en estas páginas, cualquier sentimiento o referencia íntima así como toda la reflexión o duda sobre la condición humana. Y quizá tal mutilación es responsable del barroquismo de su prosa. Lo que nos compensa de esa carencia en Martí es su opción como estilista del idioma.

El libro está dividido en dos partes: De Montecristi a Cabo Haitiano y De Cabo Haitiano a Dos Ríos. La primera página está fechada el 14 de febrero de 1895 y nos presenta al autor cabalgando de madrugada con Enrique Collazo y el general Máximo Gómez en dirección a Santiago de los Caballeros. Son los primeros pasos de la insurrección. El último texto de esos Diarios está fechado el 17 de mayo, dos días antes de su muerte, y tiene un comienzo premonitorio: «Gómez sale, con los cuarenta caballos, a molestar el convoy de Bayamo. Me quedo, escribiendo con Garriga y Feria...» Dos días después, mientras Gómez intenta hacer frente a las tropas españolas, Martí desobedece la orden de quedarse en retaguardia y se adentra acompañado por un ayudante en las líneas enemigas donde es alcanzado por las balas. Prefiere interrumpir su escritura para protagonizar una página de la historia de su país. Ese suicidio expresa mejor que nada su particular orden de prioridades.

Lo que hay entre esas dos fechas es un relato costumbrista de anécdotas cuarteleras, descripciones de alimentos, olores y sabores, sentencias moralizantes, fogonazos de un modernismo menos edulcorado que el de Darío y canciones no siempre poéticas: «El soldado que no bebe/y no sabe enamorar,/¿qué se puede esperar de él/si lo mandan avanzar?». Más machista que Unamuno sí era José Martí.

Tomado de: http://ianasagasti.blogs.com/

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