
El 11 de abril de 1895, casi en la madrugada, José Martí desembarcaba por una playita de la costa oriental cubana. Venía a liberar a Cuba. Cuando bajaba del bote, miró al lomerío y dijo: ¡Dicha grande! ¡Al fin estaba en Cuba!
A partir de ahí, José Martí, el General Máximo Gómez y sus compañeros, empezaron a subir las lomas, en un recorrido que fue dejando a su paso asombro y respeto hasta que la muerte lo encontró el 19 de mayo en Dos Ríos. Ese fue el último viaje de Martí. Pero aquí no vamos a hablar de la muerte, sino de la vida que fue dejando a borbotones por todas partes. Y por los años 70 del siglo pasado, el investigador Froilán Escobar siguió la misma ruta, y fue encontrando a aquellos niños de entonces, ya ancianos, que contaron los recuerdos de los ojos que vieron a Martí. Y nació un libro extraordinario: Martí a flor de labios, que nos enseña a un hombre tan poético y curioso que nos hace sonreír.
Está el testimonio de aquel niño que lo vio venir y le contó al investigador: “… se descalabró un poco, pero venía más contento que al que le regalan un framboyán en junio (…) caímos en el río Jojó (…) lo vi en el chapoteo, que entró en calor. Miraba el monte y las lomas que subían desde la orilla, con mucha maravillosidad. (…) Era un hombre que siempre miraba.”
Y el muchacho de entonces Francisco Pineda cuenta que lo llevó a ver los pájaros y Martí le dijo: “¡Qué lindo es el mundo Francisco! (…) ¿Cómo que aquel materío de espinas, solo, sin nadie ahí? Él vio que yo no lo creía. Y volvió conque sí, que lo era, y que yo estaba parado sobre él. ¡Esto es lo más grande que a mí se me me ha dicho! Y no porque fuera muchacho, no: ningún guajiro de por aquí, si tú le preguntas, sabía que estaba parado sobre el mundo.”<(p>
Floirán Arencibia describe en su libro que en 1973, cuando empezaba su trabajo de rastreo, quedaba gente en los mismos lugares, por cuyos ojos había pasado José Martí como un cometa maravilloso. Y narró que en esos trescientos setenta y cinco kilómetros de recorrido, la presencia de Martí se guardaba como un rumor más grande, intacto e imperecedero, que el del monte.