Marta Menéndez
24/05/22 - 00: 06
A Rubén Darío (Nicaragua, 1867 – Nicaragua, 1916) lo acompañaba Gonzalo de Quesada. Ambos entraban por una de las puertas laterales del Hardman Hall, en la ciudad de Nueva York, cuando «por un pasadizo sombrío» toparon con un hombre «pequeño de cuerpo, rostro de iluminado, y voz dulce y dominadora al mismo tiempo». Era José Martí (La Habana, 1853 – Dos Ríos, 1895), fundador del Partido Revolucionario Cubano y organizador de la Guerra de Independencia de Cuba; y el hombre que, junto a Darío, cambiaría para siempre la visión de América Latina con rimas, ritmos, versos y estrofas. Aquella noche de 1893 ninguno de los dos lo sabía.
Habían pasado entonces cinco años desde la publicación de Azul, libro patriarcal del Modernismo, y dos del ensayo político Nuestra América, por lo que ambos se conocían aun sin conocerse. «Yo admiraba altamente el vigor general de aquel escritor único, a quien había conocido por aquellas formidables y líricas correspondencias que enviaba a diarios hispanoamericanos, como La Opinión Nacional, de Caracas, El Partido Liberal, de México, y, sobre todo, La Nación, de Buenos Aires», señaló el nicaragüense en La insurrección en Cuba.
De qué temas hablaron aquella noche o qué impresiones compartieron en ese encuentro trascendió más bien poco, pero se sabe que Rubén Darío llamó al Apóstol de la Independencia de Cuba ‘Padre y Maestro’, y Martí le respondió: ‘Hijo mío’. Las frases fueron simbólicamente el nexo literario que recorrería la obra de ambos; la del amor más dramático, la idealización como forma, sus pasiones carnales y la política de Rubén Darío como máximo representante del Modernismo en español, y la fundada en la visión dualista de la humanidad, la de la realidad e idealismo, espíritu y materia, verdad y falsedad o conciencia e inconsciencia de su maestro, el Quijote cubano. «Antes que nadie, Martí hizo admirar el secreto de las fuentes luminosas. Nunca la lengua nuestra tuvo mejores tintas, caprichos y bizarrías. José Martí era de lo mejor, de lo poco que tenemos nosotros los pobres, era millonario y dadivoso. Vaciaba su riqueza a cada instante, y como por la magia del cuento, siempre quedaba rico, expresaba el poeta nicaragüense al calificar la obra martiana como un jardín de ‘piedras preciosas’.