domingo, 26 de febrero de 2006

La segunda muerte de José Martí

Carlos Alberto Montaner

Congreso “Celebrando a Martí
”Palabras de apertura
Koubek Memorial Center, University of Miami
26 a 28 de enero 2006
Miami, Florida

En la década de los años cincuenta, cuando yo era muy joven y me asomaba a la adolescencia, la invocación del nombre de Martí solía estremecerme. Por aquellos años todavía estaba viva la tradición romántica decimonónica. Los jóvenes -y los viejos- se enamoraban con poemas, y también morían y mataban por las causas políticas recitando versos. Recuerdo vivamente una poesía dedicada a Martí de Francisco Riverón, popular y talentoso decimero de los años cincuenta, que terminaba con una estentórea e ingenua exhortación a la resurrección: Cuba quiere sentir que te despiertas./ Hay que romper un sol sobre la noche./ Hace falta tu voz, José. ¡Despierta!

Entonces la poesía patriótica era muy estimada, como lo fue durante nuestras guerras de independencia. El propio Martí publicó su conocida elegía a los estudiantes de Medicina fusilados el 27 de noviembre de 1871 como epílogo a un relato de aquellos hechos escrito por Fermín Valdés-Domínguez, él mismo acusado y condenado durante el juicio contra estos jóvenes cubanos. Muchos años más tarde, Tania Díaz Castro, en un notable artículo distribuido por el Grupo de Trabajo Decoro, cuenta cómo, tras el golpe militar de 1952, los estudiantes convocaron a la resistencia con otro poema de Riverón leído por los altavoces universitarios. Se titulaba “General de tres galones” y calificaba a Batista con los peores epítetos. Riverón simpatizaba con el Partido Ortodoxo y en aquella época la recitación de poemas era una manera de calentar el espíritu para entrar en combate. (En 1975, Riverón, como tantos escritores, moriría perseguido y acosado por la dictadura comunista).

Incluso Fidel Castro, hombre de lacrimal estéril, cuando comienza a organizar su movimiento insurreccional ordena la confección de un himno y de una bandera. Su débil pulsión lírica no le impedía entender que esos resortes psicológicos eran fundamentales para mantener la cohesión del grupo y poder arrastrar a la lucha y al heroísmo a un puñado de muchachos. Para él la poesía no era una expresión del espíritu sino un instrumento de manipulación política. Poco después del triunfo revolucionario, el Himno del 26 de julio fue perdiendo importancia frente a las notas de la Internacional hasta convertirse en una anécdota musical desdeñable. Ya no le resultaba útil. Por supuesto, tras la desaparición de la URSS y del campo socialista, lo que comenzó a dejarse de oír fue la Internacional. Entonces se retomó con vigor el Himno Nacional como parte de un hipócrita esfuerzo por renacionalizar el proceso revolucionario y dotarlo de una identidad más acorde con el postsovietismo.

En todo caso, esta tradición de recurrir a los poemas y cantos patrióticos como un arma política se mantuvo frente a la tiranía comunista, al menos en los primeros tiempos. En los años sesenta y setenta todavía los cubanos conservaban el ademán romántico y una forma emotiva de relacionarse con la idea de la patria. Manuel Artime, ex oficial de Sierra Maestra, joven médico católico que luego organizó eficazmente uno de los mayores grupos de oposición a Castro, el Movimiento de Recuperación Revolucionaria (MRR), y dirigió en el plano político la invasión de Playa Girón, poco antes de zarpar escribió un poema en el que sintetizaba de esta manera la traición de Fidel Castro a la revolución: Rojo, blanco y azul era ese paño/ por el que fue a morir un pueblo entero/ ¿qué maldito poder oscuro, extraño/ envolvió sus colores con engaño/ para volverlo ruso y extranjero? Evidentemente, Artime vibraba y hacía vibrar a sus partidarios enarbolando uno de los símbolos clave de la sociedad cubana.

A donde quiero llegar es a lo siguiente: los vínculos políticos que en nuestros días unen a los cubanos, o las creencias y los comportamientos que los apartan, probablemente poseen una menor carga emotiva, y percibo, ciertamente, que unos y otras se expresan de una manera mucho menos afectiva. Todo es más frío, cerebral y razonado que lo que era antes. Y si no yerro en mi apreciación, es posible que en los tiempos que corren, caracterizados por la actitud postmoderna, el corazón de las generaciones más jóvenes late a un ritmo diferente frente a la idea de la patria que el que percibían las generaciones anteriores, la mía incluida. No creo que se trate de un fenómeno estrictamente cubano, sino de una tendencia que se observa en todo Occidente. Tal vez la idea romántica de la nación esté muriendo en todas partes. Pero acaso eso suceda de una forma mucho más intensa en Cuba, como consecuencia del uso y abuso que la revolución ha hecho de estos oscuros resortes psicológicos. Volvamos ahora a Martí, objeto de este merecido simposio, porque estas reflexiones tienen que ver con la forma en que los cubanos se fueron relacionando con Martí y con la propia nación.

Por qué “Apóstol”

Los cubanos, como nadie ignora, lo llamamos “apóstol”. ¿Por qué ese calificativo? La acepción más frecuente de esta palabra es la de profeta o emisario de la palabra de Dios. Los doce apóstoles recibieron esa denominación porque tenían la tarea de difundir la palabra divina. Para ejercer ese magisterio Dios los dotaba de carisma, un vocablo de origen griego que quería decir eso mismo: una facultad divina otorgada para fascinar a las personas e influir en ellas. Pablo de Tarso, que no era uno de los apóstoles originales, dado que vivió varias décadas más tarde, fue llamado “el apóstol de los gentiles”. Les llevaba a los no judíos la buena nueva de la llegada del Mesías y del surgimiento de una recién aparecida religión salvífica: el cristianismo. Su carisma, según la tradición, generaba conversiones. Se ha dicho, incluso, que sin él el cristianismo no hubiera trascendido.

¿Qué buena nueva traía Martí? ¿Acaso el establecimiento de la República? ¿De qué religión era apóstol este talentoso escritor cubano de la segunda mitad del siglo XIX? Hay otra pregunta importante que formular: ¿cuándo Martí comenzó a ser percibido como un apóstol? ¿Tal vez desde sus años en New York, cuando ya ha madurado intelectualmente? Puede ser, aunque todavía de una manera confusa. Parece que Martí poseía ese extraño don del carisma. Impresionaba a muchas de las personas con las que se comunicaba, y muy especialmente si lo hacía desde una tribuna. Los que lo oyeron solían recordarlo con emoción.

Mi amigo Humberto Medrano me contó alguna vez la anécdota del encuentro entre su padre y Martí. A fines del XIX, el joven colombiano Ignacio Medrano acababa de licenciarse como Ingeniero de Minas en una universidad alemana y regresaba a su Colombia natal. El barco hizo escala en New York, donde el colombiano pasaría unos días hasta reembarcarse, supongo que rumbo a Barranquilla, pero entonces sucedió lo inesperado: un amigo cubano, con el que había coincidido en la misma casa de huéspedes, lo invitó a acudir a una velada patriótica en la que hablaba José Martí, quien estaba convocando a la insurrección contra España. Medrano fue a la velada, escuchó a Martí, y fue tal el impacto de las palabras que oyó, fue de tal intensidad la impresión que le dejó Martí, que poco después embarcó rumbo a Cuba a pelear por la libertad de la Isla. Medrano se había adiestrado para demoler montañas, así que no le fue difícil hacer lo mismo con las instalaciones del enemigo. Felizmente, vio la victoria, alcanzó el grado de coronel, seguramente como consecuencia de su habilidad como dinamitero, y, tras conocer a quien fuera la madre de Humberto, se radicó para siempre en Cuba.

Por supuesto, yo no tuve la experiencia del coronel Medrano, pero en la década de los sesenta del siglo pasado, cuando vivía en Puerto Rico, un buen exiliado llamado Enrique Núñez, continuando una tradición cubana, tuvo la idea feliz de instaurar en el destierro los 28 de enero una cena martiana, y a ellas solía invitar a un notable actor y periodista llamado Pedro Zervigón que se sabía de memoria los discursos de Martí y los decía o recitaba con gran vigor y una excepcional naturalidad, virtudes con las que buscaba revivir al Apóstol que oyeron los emigrados de su tiempo.

Durante aquellas cenas martianas, en un experimento de forzada empatía yo solía cerrar los ojos cuando Zervigón hablaba, y me imaginaba que estaba en Tampa, en New York o en Cayo Hueso, dependiendo del texto, con el objeto de tratar de reproducir mental y emocionalmente el efecto que esas palabras pudieron ejercer en sus contemporáneos. Obviamente, sabía que ni Zervigón era Martí, ni San Juan era Cayo Hueso, ni yo estaba en 1892 o 1893, pero para mí, que entonces (como ahora) me interesaba mucho por los temas relacionados con la psicología, lo importante era analizar cómo fluían las palabras, y cómo entraban en mi conciencia. Al fin y al cabo, la experiencia teatral es exactamente ésa: saltar sobre los convencionalismos y vivir la farsa como si fuera verdad.

El resultado de ese pseudo teatro era bastante satisfactorio. En alguna medida funcionaba la magia y me era dable acercarme al Martí de su época, por lo menos en el ámbito de la palabra. Por supuesto, faltaba el contacto personal y no se producía el misterio de la extraña fascinación que produce el héroe carismático. En todo caso, mi curiosidad se encaminaba a tratar de contestar tres preguntas que entonces y desde hace muchos años me visitaban y que hoy dan origen a estos papeles: ¿por qué Martí se convirtió en la figura clave de la sociedad cubana? ¿Cómo se produjo ese proceso de creciente mitificación de su figura? ¿Qué pasará con su imagen cuando desaparezca el castrismo?

Los enigmas

Situémonos en la época: Martí muere en 1895 a los 42 años. Es un hombre todavía joven que había vivido toda su vida adulta fuera de Cuba, salvo por una breve estancia en La Habana ocurrida en 1878 tras la Paz del Zanjón. Los cubanos de la Isla lo conocían poco y lo habían leído menos, dado que su obra como escritor se desarrolla en el exilio en publicaciones de escasa circulación o en periódicos remotos editados en Buenos Aires, México o Caracas. Martí, además, no fue un mambí durante la Guerra de los diez años, lo que implica que no participó en hazañas heroicas con las que se pudiera construir una leyenda. Los exiliados que lo conocieron y admiraron, o los luchadores que lo trataron muy amistosamente, como Fermín Valdés Domínguez, pese a sus méritos, no tuvieron demasiada influencia tras el establecimiento de la República. Estrada Palma, a quien él elige como su sucesor o Delegado en el exilio ante el Partido Revolucionario Cubano, no era un amigo íntimo, sino alguien que también le inspiraba confianza a Máximo Gómez y a Antonio Maceo, dado que se trataba de un prestigioso ex combatiente de la Guerra de los diez años, ex presidente de la República en Armas. Aparentemente, lo que Martí intentaba con esa designación era fomentar los lazos entre el exilio y los insurrectos con una persona fiable, como sucedía con Don Tomás.

Otro dato menor, pero significativo: en 1899, un año después de concluida la guerra, los interventores norteamericanos, que siempre fueron atentos con la familia de Martí, más por solidaridad que por méritos, le conceden un puesto de trabajo a la anciana madre del Apóstol, Doña Leonor Pérez, que padecía serias dificultades económicas. Pero tampoco le otorgan un empleo excepcional: la nombran oficial de tercera en el Ministerio de Agricultura. No estaba mal para la época, mas es obvio que todavía en ese momento no se percibe a Martí como la figura fundamental de la nación cubana.

En esos tumultuosos primeros tiempos post coloniales, los que conocieron a Martí lo recuerdan como un escritor brillante que tuvo el excepcional talento de organizar el PRC y desde esa plataforma lanzar la insurrección del 95, pero su muerte casi inmediata impidió que su peso gravitara sobre la estructura del Ejército Libertador o del Gobierno de la República en Armas. Obsérvese quienes son las personas que ocupan la presidencia a partir del 1902 y hasta 1933, cuando la generación de los mambises se despide: Estrada Palma, José Miguel Gómez, Mario García Menocal, Alfredo Zayas, Gerardo Machado. Ninguno formaba parte del entorno martiano. La mayor parte, ni siquiera se cruzó jamás con él.

Sin embargo, en 1905 Máximo Gómez -que desembarcó junto a Martí en Playitas en 1895, pero a quien le molestaba que quienes los recibieron le llamaran “presidente”- inaugura la primera estatua que le dedica la República a un héroe de la guerra. La iniciativa la había lanzado el diario El Fígaro en 1899, y a partir de ese momento comenzó una recaudación creciente que permitió que el escultor José Vilalta se trasladara a Roma y allí, en mármol de Carrara, esculpiese una estatua de 10 metros de altura y 36 toneladas de peso. La escultura, situada en el lugar más emblemático de La Habana de entonces, sustituyó a la de la reina española Isabel II, y en su proximidad se sembraron 28 palmas en homenaje al día de su nacimiento (el 28 de enero) y ocho pequeños jardines que recordaban a los estudiantes de medicina fusilados en noviembre de 1871, hecho luctuoso ya aludido y al que los cubanos continúan recordando anualmente.

Quiero subrayar la coincidencia, porque voy a volver sobre ella más adelante: en las insurrecciones cubanas contra España se producen miles de muertos. Muchos de ellos son figuras heroicas: Carlos Manuel de Céspedes, Ignacio Agramonte, Bernabé Varona, los Maceo, entre otros centenares. Pero el primer homenaje ritual que hace la República es a José Martí y a los estudiantes de medicina. Los estudiantes ni siquiera son héroes en el sentido tradicional de haber realizado alguna hazaña reputada como prodigiosa: son sólo víctimas inocentes. Martí no es una víctima pero es, a su manera, inocente: muere sin disparar un tiro en un combate de una guerra que él ha conseguido desatar, mas no es culpable de nada. Su muerte temprana lo pone a salvo de las asperezas de la política. No vivió la frustración de la Asamblea del Cerro, ni la incómoda y poco elegante disputa sobre el monto de las indemnizaciones que reclamaban los veteranos a Washington y a la recién estrenada patria, ni los amargos debates sobre la Enmienda Platt. No tuvo que enfrentarse a los conflictos entre Masó y Gómez. No conoció las primeras disputas regionales entre los caudillos políticos locales. No chocó con los militares norteamericanos que gobernaron Cuba durante cuatro años combinando la buena administración pública con las malas relaciones políticas. Es verdad que Martí y Maceo discutieron acremente durante el breve encuentro que tuvieron en La Mejorana, pero ambos murieron poco después en acciones militares y las discrepancias se quedaron como oscuras anécdotas carentes de importancia. Su muerte, pues, colocó a Martí más allá de las contingencias y pequeñeces de la política.

La República y la religión civil

Cuando en 1901 los cubanos se dan la primera constitución que regirá a la nación, declaran que la forma de gobierno será la republicana. Muy probablemente esto es lo que Martí hubiera prescrito si hubiera estado vivo en esa época, entre otras razones, porque no había otra opción disponible si exceptuamos la monarquía. Cuando los cubanos recurren a la frase “la Cuba que soñó Martí” sin duda aluden a una república, dado que no hay indicios de que el Apóstol pretendiera algo diferente a eso. Ello quería decir que los cubanos optaban por un modelo de Estado laico, en el que todos los ciudadanos eran iguales ante la ley, con los mismos derechos y deberes, y en el que la autoridad de los gobernantes era limitada y se dividía el poder en tres ramas independientes -legislativo, judicial y ejecutivo-, como salvaguarda a los derechos individuales, incluido, naturalmente, el muy importante derecho de propiedad.

La característica esencial de la república moderna, de todas las repúblicas modernas, era ésa: se trata de un modelo frío y cerebral que parte de los esquemas intelectuales propuestos por los ideólogos de la Ilustración. En Cuba, como en Estados Unidos a partir de 1776, o en Europa desde la revolución francesa de 1789, se prescribió teóricamente, aunque no se hiciera en la práctica, lo que recetaron Locke, Montesquieu, y Rousseau: pura ingeniería política concebida para proteger los derechos individuales, canalizar las pasiones de los seres humanos, solucionar sus conflictos pacíficamente, y organizar la cadena de mando y la jerarquía administrativa con arreglo a la racionalidad aritmética que brindaba el método democrático de tomar las decisiones colectivas mediante consultas electorales periódicas.

Pero no sólo eso: el modelo republicano, que es, fundamentalmente, una determinada arquitectura institucional, también llevaba implícita una propuesta ética: a partir de su implantación se suponía que los ciudadanos desarrollaran o potenciaran una suerte de vinculación cívica. Lo que los unía no eran los secretos e inefables lazos tribales, ni el culto por los mártires, ni símbolos rituales como el himno o la bandera. Teóricamente, lo que les daba cohesión a los cubanos, como a todos los republicanos, era la sujeción a la ley y la lealtad a las instituciones: lo que hoy se suele llamar “patriotismo constitucional” o “patriotismo cívico”. En última instancia, las repúblicas habían sido diseñadas para erradicar el componente religioso que se desprendía de la idea de que la legitimidad del monarca provenía de la voluntad divina, entregando la soberanía al pueblo para que éste decidiera su destino racional y democráticamente.

Pero pronto se vio que ese lazo racional y democrático no existía o era muy débil en la Isla, y quien primero pareció advertirlo fue Estrada Palma, aunque Enrique José Varona también lo señalara con gran preocupación. Don Tomás, en una conocida correspondencia teñida por el pesimismo, se queja de tener que dirigir una república en la que no abundaban los ciudadanos. Y así sucedía: había cubanos profundamente comprometidos con la patria, pero no a la manera republicana, sino a la manera nacionalista. Para ellos Cuba era un sentimiento, no un razonamiento. Era un temblor cuando escuchaban el himno. Era la historia mil veces contada del rescate de Sanguily efectuado por Agramonte, o de la toma de Victoria de las Tunas dirigida por Calixto García con la artillería mambisa construida y desplegada por el coronel Juan Miguel Portuondo. Eran las legendarias cargas al machete de los Maceo, la estrategia de las contramarchas de Máximo Gómez o el valor sin límites de Quintín Banderas. Esa era la patria que “electrizaba” a los cubanos: la del heroísmo.

En otras palabras: a lo cubano se llegaba por el camino de la emoción, de la hazaña, del sacrificio, y, por supuesto, de la sangre. La sangre, como ocurre siempre, era el alimento del patriotismo nacionalista. Eso explica, por ejemplo, la tenaz pervivencia -que llega a nuestros días-, de la conmemoración ritual de la triste historia de los ocho estudiantes de medicina fusilados por el nunca cometido “delito” -que ni siquiera lo era- de profanar la tumba de Gonzalo Castañón, un periodista español muerto en Cayo Hueso en un confuso duelo motivado por querellas políticas con los independentistas. Lo que unía a los cubanos, el nexo secreto que mantenía la cohesión de la tribu, como sucede con todo vínculo nacionalista, era la sangre, la reverencia a los héroes, las leyendas empapadas de heroísmo, dolor y sacrificio. Pero había más: en la medida en que se degradaba la República y aumentaban la insatisfacción y la frustración, con los crecientes atropellos, con los conatos de insurrección, con la corrupción, los pucherazos y el inveterado clientelismo, simultáneamente iban fortaleciéndose los lazos nacionalistas. Era como si en la conciencia política de los cubanos existiera un mecanismo compensatorio con dos cámaras conectadas: por una parte, se nos deterioraba el Estado republicano y la idea del patriotismo cívico; pero cuando eso ocurría, por la otra se revitalizaban los lazos tribales en un crescendo nacionalista.

La creciente figura Martí

Es dentro de ese juego dialéctico de suma-cero en el que la figura de Martí se engrandece paulatinamente con cada fracaso que sufre el país, con cada político que defrauda a la sociedad, con cada elección amañada. A Martí se le reconoce, obviamente, como el artífice de los levantamientos del 95, pero su nombre comienza a reverenciarse ritualmente de una manera progresiva. Primero fue la estatua importante del Parque Central inaugurada en 1905. Poco después, durante la segunda intervención, designan a José Francisco Martí Zayas-Bazán, capitán del ejército mambí, el único hijo reconocido del Apóstol, como asistente y edecán de William H. Taft, Secretario de Guerra norteamericano y próximo presidente de ese país, enviado especial de Teddy Roosevelt para poner orden en el revuelto avispero cubano. Son los interventores norteamericanos los que aceleran el culto a la figura de Martí. En 1907 ordenan que en el cementerio de Santa Ifigenia se edifique un templete para darle sepultura dignamente a los restos del Apóstol. En junio de ese año, cuando muere Leonor Pérez, madre de Martí, hacen velar su cadáver en el Ayuntamiento y declaran duelo oficial. Charles Magoon, el interventor oficial norteamericano, decide que, tras las elecciones generales celebradas el 14 de noviembre de 1908, la república cubana reinicie su vida institucional independiente el 28 de enero de 1909 en homenaje a José Martí. Para que no quedaran dudas de sus intenciones, la víspera de esa fecha le asigna una pensión vitalicia a Carmen Zayas Bazán, la viuda del Apóstol. Evidentemente, está intentando potenciar los lazos que cohesionan a los cubanos.

Pero todavía los cubanos, en forma masiva, no conocen a Martí. Esta relación comenzará a fortalecerse por medio de los libros de texto, cuando se introducen poemas infantiles tiernos y efectivos, de muy fácil memorización. Poco a poco, los niños crecen recitando “Cultivo una rosa blanca”, “Los dos príncipes”, “Los zapaticos de rosa” y los populares octosílabos de los “Versos sencillos”. Esos poemas emocionan a los niños: en un lenguaje muy cálido les hablan del dolor, de la caridad, de la bondad. Cuando llegan a la adolescencia, los muchachos descubren la faceta patriótica: “A mis hermanos muertos el 27 de noviembre”, “Yugo y estrella”, incluso “Abdala”. Son versos que tienen un poderoso componente ético. Hablan de la valentía y convocan al sacrificio. Más tarde, en el umbral de la madurez, en la universidad, comparece el Martí periodista, ensayista, redactor de admirables cartas personales, y, por encima de todo, el orador que conmueve. La sociedad cubana es, todavía, eminentemente romántica y sentimental. En las veladas patrióticas, además del Himno Nacional se entona El Mambí de Luís Casas Romero -veterano él mismo, por cierto- y a los asistentes invariablemente se les humedecen los ojos. La nación es eso: un nudo en la garganta y un trallazo de adrenalina.

Martí es el personaje perfecto para impactar a esa sociedad romántica y emotiva. A través de su palabra escrita, poco a poco, se va conociendo en Cuba por medio de grupos martianos que van apareciendo espontáneamente. Martí -sin proponérselo, pues ha muerto mucho antes- logra comunicar a sus compatriotas una cierta imagen de sí mismo donde se muestra como un hombre sin tacha, dotado de un excepcional talento, medularmente honrado y bondadoso, que ofrendó su vida para salvar a los cubanos. Así lo perciben. El vínculo que se establece es de carácter emocional, el único capaz de generar un proceso de santificación laica que tiene un obvio componente religioso. Es entonces cuando aparecen los primeros “rincones martianos”, verdaderas ermitas en las que se venera su imagen y se colocan rosas blancas. Paulatinamente, el culto se va extendiendo por todo el país. Su fecha de nacimiento y muerte se convierten en oportunidades para obligados poemas, discursos y ensayos pronunciados o escritos en todos los estamentos de la sociedad. Paradójicamente, todos los líderes y partidos lo asumen como guía moral frente al ejemplo de un estamento político severamente criticado. Todos dicen reivindicar su herencia.

En 1926, en Manzanillo, la Revista Orto organiza oficialmente la primera cena martiana en la fecha del natalicio de Martí y rápidamente la costumbre se extiende por el resto del país. Le llaman la noche buena cubana en una clara alusión al nacimiento del “dios de los cubanos”, apelativo que llega a utilizarse en publicaciones de la época. De una manera explícita desean separar el 28 de enero del 20 de mayo, nacimiento de una república que les dejaba profundamente frustrados e insatisfechos. Martí y el martianismo se convierten en una alternativa inconsciente a la república fallida. En 1933, finalmente, la República colapsa por primera vez. Si en 1906, tras la renuncia de Estrada Palma, el país se había quedado sin gobierno, en 1933 se quedó sin Estado. La República se desplomó bajo el peso de los excesos y atropellos del machadato y por la acción, también antirrepublicana, de los revolucionarios del 33, ya muy permeados por las prédicas socialistas y fascistas propias de la época. A partir de entonces, para la imaginación popular y para las élites políticas, con pocas excepciones, la solución de los males de la nación ya no vendrá del buen funcionamiento de las instituciones republicanas, sino de la acción benevolente de los revolucionarios heroicos: el revolucionario sustituye al republicano y pasa a ser el arquetipo del hombre virtuoso.

Ese desastre, como queda dicho, propulsa la figura de Martí. Precisamente, en 1933 aparece Martí, el Apóstol, estimable biografía escrita por Jorge Mañach en la que se desliza un leve aunque elegante tono hagiográfico. En 1938, Gonzalo de Quesada lanza la idea de crear una especie de santuario al que propone llamar “Fragua martiana”. El lugar elegido son los restos de las canteras de San Lázaro, en plena Habana vieja, donde estuvo confinado Martí a los 16 años. La propuesta no cuaja hasta enero de 1952, durante el gobierno de Carlos Prío, otro declarado martiano, cuando se abre el Museo al público. Un año antes, en julio de 1951, el mismo presidente había inaugurado el mausoleo definitivo, un edificio sobrio y elegante erigido en el cementerio de Santa Ifigenia, en Santiago de Cuba, bajo la dirección del arquitecto Jaime Benavent y el escultor Mario Santí. El recorrido del cadáver de José Martí es la perfecta metáfora mortuoria que explica el crecimiento de su figura: cuando se inicia la república los restos de Martí yacen en una tumba discreta donde lo inhumaron los españoles; en 1907, el gobierno interventor de Charles Magoon coloca el ataúd en un templete mucho más digno; en 1947, durante el periodo de Grau, exhuman otra vez el cadáver y lo sitúan en el Retablo de los Héroes de la Guerra de Independencia, junto a otros patriotas principales; en 1951, en época de Prío, finalmente, lo trasladan al mausoleo definitivo, con un lucernario que permite que la luz natural alumbre siempre a quien pedía morir de cara al sol, cubierto por la bandera cubana.

Mediado el siglo XX es la apoteosis definitiva de Martí como fuente de inspiración política. En 1953 es el centenario de su nacimiento y coincide con la recién instaurada dictadura de Batista. La Editorial Lex, dirigida por un republicano español exiliado en la Isla, publica sus obras casi completas en una cuidada edición en dos tomos impresos en papel Biblia y letra pequeña, proeza ejemplar pues Martí escribió casi tres millones de palabras. En ese año, Fidel Castro y sus partidarios organizan un desfile con antorchas frente a la Fragua Martiana. La estética es típica del fascismo, pero los discursos y arengas son pretendidamente martianos. Los jóvenes se declaran miembros de la “generación del Centenario”, como subrayando el compromiso con la figura del Apóstol. Pero Batista reclama pertenecer a la misma estirpe pues se decía y creía un martiano medular. Y algo de eso había: desde 1937, cuando el ex sargento se había convertido en el “hombre fuerte” de Cuba, se venía hablando de fabricar una gran plaza cívica con una estatua monumental de Martí. Varias veces fueron convocados concursos que luego se declararon desiertos. Finalmente, en su última etapa, Batista se decidió a acometer la obra, y en 1958 la inaugura. El obelisco, con 139 metros, es la edificación más alta de La Habana. Tiene a sus pies una estatua de mármol de 18 metros de altura en la que se ve a un Martí pensativo. Batista no pudo imaginar que su Plaza Cívica se iba a convertir en el centro ceremonial de la liturgia castrista.

La segunda muerte de José Martí

La gran ironía es que la revolución, con cada desfile frente a la estatua de Martí, con cada declaración de supuesta subordinación al pensamiento del Apóstol, con cada interesada manipulación de sus escritos o de sus inventadas intenciones, lo que consigue no es legitimar la tiranía sino un mayor distanciamiento crítico de la sociedad con sus orígenes independentistas y con quien fuera su más ilustre cabeza. Ya en los primeros tiempos del castrismo, en una simpática y macabra comedia cinematográfica titulada La muerte de un burócrata, aparece una ridícula fábrica de bustos de Martí que provoca la hilaridad de los espectadores. Pero cuando el régimen sustituye a Marx por Allan Kardec, y asegura que si ellos, los mambises -con Martí a la cabeza- hubieran vivido en nuestra época, hubiesen sido como los castristas, lo que genera entre la juventud es un rechazo frontal a los fundadores de la patria. Luego este sentimiento se acrecienta a fines de los sesenta, cuando el aparato de propaganda del PC, en busca de legitimidad para la sovietización de la Isla, decide endosarle al Apóstol el patrocinio ideológico de la revolución y declara solemnemente, y enseña en las escuelas, que Martí era “el autor intelectual del ataque al Moncada”, cometiendo un fraude que equivalía a afirmar que Martí -persona eminentemente demócrata, tolerante y respetuosa del prójimo- era partidario de las persecuciones a los homosexuales, del colectivismo, de los pogromos contra los disidentes, del paredón de fusilamiento y de los infinitos atropellos y arbitrariedades que debían sufrir los cubanos como consecuencia de los absurdos dogmas impuestos por Castro y sus seguidores. Pero todavía faltaba otra estafa intelectual: ocurre cuando la dictadura, en el colmo de la manipulación, para justificar el régimen de partido único, alega que Martí no fundó dos partidos, sino sólo uno, el Partido Revolucionario Cubano, con el objeto de transmitirles a los cubanos, especialmente a las jóvenes generaciones, que el Apóstol era un adicto al totalitarismo y un enemigo de la libertad y la diversidad. Algo parecido a decir que como Abraham Lincoln sólo formó parte del partido republicano era también un enemigo del pluralismo político. En suma, cuando los apologistas del régimen sugieren que Fidel Castro es el heredero directo de José Martí, los cubanos más bisoños, menos conocedores de la historia y víctimas directas del desastre provocado en el país por la larga dictadura comunista, inmediatamente sospechan de los valores morales y de la cordura del Apóstol.

Inevitablemente, esas deshonestas campañas propagandísticas han producido una enorme erosión en la forma en que los cubanos perciben a Martí. Poco a poco, por arte del birlibirloque castrista, el Apóstol ha dejado de ser el santo patrón de la cubanidad transformándose, injustamente, en el siniestro ideólogo de una dictadura que hasta busca en palabras de Martí su coartada para justificar el engaño de quienes prometieron democracia y libertades, pero sólo como una estratagema para ganar tiempo y poder introducir de contrabando el modelo estalinista: “En silencio ha tenido que ser”. Con esa frase de Martí, inscrita en una carta personal, hasta llegaron a filmar una laudatoria serie de televisión en torno al espionaje y la represión antidemocrática.

Por eso entre los cubanos de estos tiempos, unido a la universal decadencia de la sensibilidad romántica -de lo que pueden ser síntomas la extinción casi total de los recitadores en el mundo hispánico y el rechazo general al verso dulce y sentimental-, se aprecia un alejamiento sustancial del culto martiano y una indiferencia glacial ante la visión heroica de nuestra historia. Si con la llegada de Castro al poder se verificó el hundimiento absoluto del paradigma republicano, ya muy golpeado como consecuencia de la revolución del 1933, sustituido a partir de 1959 por una combinación contra natura entre el marxismo-leninismo y el nacionalismo romántico, la decadencia y muerte del castrismo traerán de la mano el descrédito absoluto de esa fórmula como sostenimiento y discurso esencial de la nación cubana.

Sin embargo, tal vez quede un saldo positivo en esta segunda muerte de José Martí. Probablemente, no era saludable que los cubanos sustituyeran el patriotismo cívico que proponía la república por el culto cuasi religioso al Apóstol que se fue imponiendo en el país. Martí, además de ser un excelente escritor, fue un hombre fundamentalmente bueno, dotado de un fuerte instinto altruista y de una personalidad carismática, y es muy razonable y constructivo respetar su memoria y asignarle la mayor responsabilidad en la organización del levantamiento de 1895, pero carece de sentido convertirlo a él o a cualquier otra figura histórica en el nexo fundamental de la sociedad cubana, como los cristianos hacen con Cristo o los musulmanes con Mahoma. Al fin y al cabo, Martí, un espíritu bastante humilde, jamás solicitó o esperó ese tipo de veneración, dado que no quería otra honra que la de “morir callado”, pegado “al último tronco, al último peleador”, luchando por su patria.

Pero en el ocaso del castrismo, el problema que se nos presenta es verdaderamente dramático: los cubanos de principios del siglo XXI, escépticos y desengañados con todo, no parecen vibrar ni con el patriotismo cívico, fórmula acertada, pero bastante frígida desde el punto de vista emocional, ni con el ya apagado nacionalismo romántico representado por Martí. ¿Qué nos queda, entonces, para juntar a la tribu y marchar hacia la constitución de una sociedad justa, estable y próspera en la que se pueda vivir con la ilusión de que mañana será mejor que hoy y de la que no valga la pena emigrar? Ese es el gran reto que los cubanos tendremos planteado cuando llegue la hora de la libertad.

Enero 26, 2006

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