domingo, 26 de febrero de 2006

Martí no ha muerto

Posted on Sat, Feb. 11, 2006
CARLOS RIPOLL

Como a todo el que defiende la libertad y la justicia en el país, en Cuba han sometido al silencio a Martí. La prueba es que en los 47 años de gobierno no se han atrevido a publicar una biografía seria del héroe ni una somera antología de su pensamiento político. Con evidente cinismo, en el preámbulo de la Constitución de 1992 se lee 'Declaramos nuestra voluntad que la ley de leyes de la República esté presidida por este profundo anhelo, al fin logrado, de José Martí: `Yo quiero que la ley primera de la República sea el culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre' ''; pero ahí lo interrumpen, y le callan lo que enseguida dijo para explicar lo que para él era ''la dignidad plena del hombre'': ``O la República tiene por base el carácter entero de cada uno de sus hijos, el hábito de trabajar con sus manos y pensar por sí propio, el ejercicio integro de sí y el respeto, como de honor de familia, al ejercicio íntegro de los demás; la pasión, en fin, por el decoro del hombre, o la República no vale una lágrima de nuestras mujeres ni una sola gota de sangre de nuestros bravos''.

Es una maldad, pero también, con otro tamaño, lo es que se hable en el exilio de la muerte de Martí, y hasta de una ''segunda muerte'', por la manipulación castrista de la figura y por los tropiezos de la República antes de 1959. En un trabajo que titula La mitología política en el culto a José Martí habla Carlos Alberto Montaner, con mal disimulado desdén, del ''nacionalismo romántico representado por Martí''. La República tuvo a partir de 1902 pecados y errores. Martí no ignoraba las dificultades. Cuando un comerciante le dijo que Cuba no quería la libertad y que el pueblo no estaba preparado para constituirse en República, Martí le contestó: ''Sí, tal vez haya tropiezos, pero ningún pueblo puede aprender a ser libre siendo esclavo''. No tuvo Cuba, en sus comienzos como República, más injusticias, envidias y abusos de los que tuvieron los Estados Unidos en tiempos de Washington, Adams y Jefferson.

La desgracia de Cuba no sólo se debe a que el ''entorno martiano'' estuvo alejado del gobierno de la República, como cree Montaner. No se ajusta a la verdad histórica, al relacionar los presidentes de Cuba, decir que ''ninguno formaba parte del entorno martiano'': el primero, Tomás Estrada Palma, fue la persona más respetada por Martí en la emigración de Nueva York y fue quien lo sustituyó después de Dos Ríos como jefe del Partido Revolucionario Cubano; los generales José Miguel Gómez y Mario G. Menocal pelearon en la guerra de Martí, aun el tirano Gerardo Machado. Algunos del ''entorno martiano'' murieron en la guerra, como Serafín Sánchez y Flor Crombet, o no los dejaron los americanos formar parte mayor en el gobierno, como a Bartolomé Masó y a Juan Gualberto Gómez.

Al hacer inventario de las desgracias de la sociedad cubana, ''eminentemente romántica y sentimental'', dice con cierto cinismo de salón Carlos Alberto Montaner (''romanticismo sentimental'' que dio un Tony Guiteras, un Eduardo Chibás y un José Antonio Echeverría, entre tantos otros nobles espíritus), de espaldas a los adelantos que a pasos cortos hacía esa sociedad cubana, hasta lograr la derrota de la dictadura de Batista, prueba de su madurez, no es honrado ignorar, en los males de Cuba, la responsabilidad de España por su soberbia, y la penetración codiciosa de los Estados Unidos en los asuntos del país. Todavía dañan el alma nacional los dos enemigos mayores de Martí, representados en su tiempo por los autonomistas y los anexionistas, los que querían dialogar con el crimen y los que querían someter el país a los intereses de Wall Street. Y como para ensalzar al yanqui, destaca Montaner la pensión que le concedió el gobierno interventor a la madre de Martí en 1899, y el ascenso del hijo (''el único hijo reconocido del Apóstol'', aclara con artera ironía Montaner), durante la segunda intervención, a ''capitán del ejército mambí'', lo que no es cierto: Pepito Martí se ganó ese grado por sus méritos en el ataque a Tunas en 1897; y hasta afirma Montaner que el culto a Martí se refuerza en el gobierno de Charles Magoon porque el 24 de febrero de 1907 se pusieron en un panteón los restos de Martí, cuando lo cierto es que dicho acto se realizó por gestiones de Pepito Martí, del Gobernador de Oriente, Federico Pérez Carbó, de los generales Portuondo Tamayo y Emilio Lora, del médico de Maceo, Fernández Mascaró, y de Emilio Bacardí.

Ni tampoco es cierto, como afirma Montaner, que ''los cubanos de principios del siglo XXI'', estén ''escépticos y desengañados con todo'', como parece que lo está él; eso es lo que cree Castro, y así los gobierna, y así desprecia al exilio. La apatía de allá y de aquí, por falta de un programa real y puro, y por falta de líderes capaces, encubre un resentimiento y una frustración que en su momento hará su obra constructiva. La nacionalidad cubana padece hoy uno de esos lapsos que no son extraños en la historia de la humanidad. El deber de los que vivimos allá y aquí, en esta etapa infeliz, es mantener viva la fe en el ejemplo de los mejores. No matar a Martí, o darlo por muerto, sino mantenerlo vivo en la conducta y en la esperanza, que es la única manera que en los pueblos viven los mártires y los héroes.

Pocas horas antes de su caída en Dos Ríos, Martí escribió: ''Sé desparecer. Pero no desaparecería mi pensamiento, ni me agriaría mi oscuridad''. No nos ciegue la oscuridad, y mantengamos vivo su pensamiento.
Martí no ha muerto.

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