Por Andrés Machado Conte
 
23 de octubre de 2025
José Martí se graduó el 24 de octubre de 1874 de Licenciado en Filosofía y Letras en la Universidad de Zaragoza, en España. Era sábado. El calendario, a menudo misterioso y revelador a lo largo de su existencia, tal vez ya anunciaba al Apóstol de un tiempo nuevo que, como el Padre, también trabaja, aunque la sacra escritura disponga descanso.
El registro documental apunta una formidable exposición y una calificación de sobresaliente. No le era dable seleccionar el tema. Ese día sacó en suerte el título La oratoria política y forense entre romanos. Cicerón como su más alta expresión: los discursos examinados con arreglo a sus obras de Retórica.
El pintor lombardo Vicenzo Foppa dejó para la posterioridad un famoso fresco, donde se inventa al niño Marco Tulio en instrucción plena, con un manuscrito voluminoso entre las manos. Cuba se sabe de memoria al joven Pepe, con sed de mundo, el mismo libro eternidad que se adelanta, que luego transpone en fuego y seducción la libertad conquistada a fuerza de cultura.
De Darwin dijo una vez que era un hombre montaña. A sí mismo se definió arte entre las artes; monte entre los montes. Al margen de la humildad nada fingida, lo creo consciente de la tanta grandeza. El signo se halla en su propia oratoria cuando extendió a sus hermanos de esperanza que llevaba la paloma en el corazón. Quería morir como el último peleador, pero a plena luz. Estar al final de la escala jerárquica, lo encumbró como el primero en las tribunas, fragua de Sol.
Allá por Centroamérica donde devino maestro, es decir, creador, lo llamaban Doctor Torrente. Quizás en el inicio del discurso saboreara las palabras, o las pintara en código de academia y de rompimiento a la vez, pero el torrente suele ser rápido.
La oratoria martiana no debió pasar despacio como el día (como describe un desaparecido poeta), sino más bien como la lava que emerge de las entrañas del planeta. En alguna parte, escribió que “la Tierra tiene sus cráteres; la especie humana, sus oradores”.
Un martiano por vocación, Lezama, hablaba del azar concurrente. Cicerón solamente pidió antes de la ejecución que se le matara con corrección. El prócer más límpido del enclave real y maravilloso del Caribe, dijo poco antes de morir que por Cuba se dejaría clavar en la cruz, a lo mejor ya sobre el podio vivo del caballo Baconao, piedra del sacrificio que cabalga en el justo centro del combate para que lo respetaran los que saben morir.
En la palabra siempre encendida del Maestro, radica sin falta la fe de aquel mambí que no comprende bien el sentido de aquellas palabras acaso desconocidas, pero puro fuego, aunque sí tiene clara la convicción de que vale la pena morir por él. Nadie pudo desentenderse de ese encanto avasallador en las tribunas, ni de la capacidad de multiplicarlo en el trato. Ni siquiera el viejo cascarrabias Máximo Gómez, ni el orgulloso, altivo, el de la plata en la silla de montar, el Aníbal cubano Antonio Maceo Grajales.
Le apremiaba el tiempo. Nervio intachable, stress inequívoco en un cuerpo menudo de salud quebrantada, dicen que ascendía los peldaños de dos en dos. Sabía que, en el derrumbe del viejo imperio hispano, llegaría el golpe oportunista de un poder emergente, geográficamente demasiado cercano, el de la Roma Americana que sí paga a los traidores, que ciertamente los desprecia y hasta les asesina después de desecharlos.del jurista relevante que la Universidad de Zaragoza dispensó al mundo en un sábado de trabajo en 1874, llevaba la altura de la obra por realizar. Él mismo se encargó de pergeñar ese destino: “los oradores, como los leones, duermen hasta que los despierta un enemigo digno de ellos”.
Tomado de: Radio Camoa

 
 
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