Enrique Milanés León
noviembre 1, 2022

Es difícil editarle el elogio. En 1888, con apenas 21 años, Rubén Darío cargó los colores de su paleta para hacer el retrato de cierto cubano al que no conocía, pero que a distancia veía esplender. «…escribe, a nuestro modo de juzgar, más brillantemente que ninguno de España o de América; porque su pluma es rica y soberbia; porque cada frase suya si no es de hierro, es de oro, o huele a rosas, o es llamarada…», afirmó sobre el aludido el nicaragüense, en el ensayo La literatura en Centro América, de la revista chilena Artes y Letras.
Se refería nada menos que a José Martí, quien «…se fue a ese gran país de los yankees —continuaba Darío su elogiosa mención— y ahí escribió en correcto inglés en The Sun, donde Dana lo estima porque fotografía y esculpe en la lengua, pinta o cuaja la idea, cristaliza el verbo en la letra, y su pensamiento es un relámpago y su palabra un tímpano o una lámina de plata o un estampido».
Con catorce años menos que el hombre al que valoraba, el nicaragüense tenía, además de un talento volcánico como la geografía de su patria, la visión suficiente para entender desde las primeras lecturas que el cubano no solo era una cumbre a alabar; también, un paradigma que defender: «¡José Martí! El que hoy con Castelar, con De Amicis, con Ortega Munilla y otras plumas de primer orden, forma en La Nación de Buenos Aires el grupo más brillante de corresponsales que jamás haya tenido diario alguno del mundo», afirmó, del colega, el periodista Darío, que ya sabía adónde apuntaba.