martes, 5 de diciembre de 2023

Dossier: La Doctrina Monroe y su vigencia 200 años después

Por: Elier Ramírez Cañedo, Eduardo Torres Cuevas, Yoel Cordoví Núñez, Alberto Prieto
2 diciembre 2023

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La “doctrina” Monroe; la sagrada doctrina imperial

Eduardo Torres-Cuevas

La llamada “doctrina” Monroe, conocida por la célebre frase “América para los americanos”, no constituye una expresión aislada, sino que es hija de una concepción imperial nacida en los orígenes políticos de los Estados Unidos. Forma parte de una cosmovisión que incluye otras expresiones sistémicas como las de “la frontera corrediza”, la “espera paciente”, el “destino manifiesto” y, en especial para Cuba, la de la “Fruta Madura”. En todas estas expresiones de la filosofía pragmática norteamericana la mayor de Las Antillas resultó, hasta nuestros días, un eslabón primario y fundamental en la idea imperial. Por esas razones, mientras Europa se desangraba en sus contradicciones territoriales y expansionistas, allende el Atlántico se iba conformando la potencia que hoy domina al mundo. Por esas razones fue por Cuba y por México por donde nació, se proyectó y definió en lo simbólico, económico y geopolítico la doctrina imperial.

En 1889, José Martí es el primer pensador universal que con más profundidad vio el alcance y coherencia de la sagrada doctrina imperial, sustento del “sueño norteamericano”. El apóstol cubano establece la ligazón ideológica de las distintas manifestaciones que, durante el siglo XIX, conformaron el pensamiento expansionista de un imperio de nuevo tipo que se basa en el concepto abstracto y manipulable de Libertad. Luego de expresar: “Desde la cuna soñó en estos dominios el pueblo del Norte”,1 acopla, en proceso histórico, las ideas de Jefferson, la “visión profética” de Clay, “la gran luz del Norte” de Webster, y “el fin es cierto y el comercio tributario” de Summer. En este escrito reproduce una frase del verso de Sewall “que va de boca en boca”, y que expresa “vuestro es el continente entero y sin límites”. A este añade la idea de la Everett de la “unificación continental” y la de Douglas de la “unión comercial”, para concluir:

…y cuando un pueblo rapaz de raíz, criado en la esperanza y certidumbre de la posesión del continente, llega a serlo, con la espuela de los celos de Europa y de su ambición de pueblo universal, como la garantía indispensable de su poder futuro, y el mercado obligatorio y único de la producción falsa que cree necesario mantener, y aumentar para que no decaigan su influjo y su fausto, urge ponerle cuantos frenos se puedan fraguar, con el pudor de las ideas, el aumento rápido y hábil de los intereses opuestos, el ajuste franco y pronto de cuantos tengan la misma razón de temer, y la declaración de la verdad. La simpatía por los pueblos libres dura hasta que hacen traición a la libertad; o ponen en riesgo la de nuestra patria.2

De un modo u otro, ya sea en el comercio o en los sagrados cánones religiosos, la Doctrina Monroe nada sumergida en los cánones de la ideología norteamericana. Esta certidumbre martiana, sobre el proceso expansionista norteamericano y sus motivaciones queda demostrada en los documentos que existen a lo largo de la historia de los Estados Unidos. En el momento de la independencia de las Trece Colonias Inglesas de Norteamérica, uno de los más sagaces políticos españoles, Pedro Pablo Abarca y Bolea, X Conde de Aranda, representante de España en los tratados de independencia de estas colonias y que dieron nacimiento a los Estados Unidos, escribe:

Las colonias americanas [las colonias inglesas de Norteamérica] han quedado independientes: este es mi dolor y recelo […] Esta república federativa [Estados Unidos] ha nacido, digámoslo pigmeo porque le han formado y dado el ser dos potencias poderosas, como lo son España y Francia […] Mañana serán gigantes, conforme vayan configurando su constitución y después un coloso irresistible en aquellas regiones. En este estado se olvidarán de los beneficios que han recibido de ambas potencias y no pensarán más que en su engrandecimiento […]. Engrandecida dicha potencia anglo-americana debemos creer que sus primeras miras se dirigirán a la posesión entera de las Floridas para dominar el seno mejicano. Dado este paso no solo nos interrumpirá el comercio de Méjico siempre que quisiera, sino que aspirará a la conquista de aquel vasto imperio

[…]. Esto, Señor, no son temores vanos sino un pronóstico verdadero de lo que ha de suceder infaliblemente dentro de algunos años. 3

Aranda observa que el estado naciente se ha dado el nombre “patricio de América”, con lo cual no establece límites a su espacio en el nuevo mundo. La primera expansión territorial norteamericana se hizo hacia el sur, en particular sobre dos regiones históricamente vinculadas a Cuba, La Luisiana y las dos Floridas, pertenecientes al mundo latino americano y no al anglosajón. La Luisiana estuvo bajo la soberanía española de 1763 a 1800. Durante esos años estuvo subordinada, en lo político, militar y religioso a La Habana. El intercambio entre los puertos de Nueva Orleans y de la capital cubana era intenso. El 20 de diciembre de 1803, Napoleón Bonaparte, emperador de los franceses, vende este territorio por 15 millones de dólares, a Estados Unidos. El conflicto dejó de ser europeo para convertirse en americano. Por primera vez, la naciente potencia anglosajona llegaba al Golfo de México. Una importante población criolla, de origen franco-hispano, emigró a Cuba y, otra, no menos importante, mantuvo en ese territorio aspiraciones políticas diferentes al dominio anglosajón 4.

El caso de Las Floridas fue más complejo y más cercano a Cuba, pues en 1763, como consecuencia de la Guerra de los Siete Años, pasaron al dominio británico. El territorio fue dividido en dos partes, la Florida Occidental, con capital en San Agustín, y la Florida Oriental, con capital en Pensacola. En 1779, durante la guerra de independencia de los Estados Unidos, España reconquistó los territorios de ambas Floridas, las que quedaron subordinadas a la Capitanía General de Cuba con sede en La Habana. San Agustín, capital de la Florida Occidental, que limitaba los territorios españoles de los anglosajones, estuvo defendida por el Regimiento de Fijos de La Habana, uno de cuyos jefes fue el teniente coronel Bartolomé Morales y Ramírez (1737-¿?), abuelo de Félix Varela. El padre de este último, el teniente Francisco Varela, también pertenecía al Regimiento. En San Agustín se formó y estudió Félix Varela, bajo la dirección del sacerdote irlandés Miguel O’Reilly, quien le enseñó música, religión y, sobre todo, le inculcó los sentimientos y las ideas patrióticas.

Entre 1808 y 1817, período de inicio de las independencias hispanoamericanas, convergen en las dos Floridas diversos intereses continentales. El tercer presidente norteamericano Thomas Jefferson (1743- 1826), es el primero en expresar abiertamente las intenciones de su nación en la conquista territorial de los espacios españoles en América, sobre la base de lo que sería conocido como “la doctrina de la espera paciente”. El 26 de enero de 1786 escribe: “debemos preocuparnos por no ejercer demasiado pronto una presión sobre los españoles […] mi miedo es solo que los españoles sean demasiado débiles para conservar esas posesiones hasta el momento en que nuestra población sea lo suficientemente progresiva para írselas quitando pedazo a pedazo”.5

Jefferson concentró sus esfuerzos sobre Las Floridas. Entre 1808 y 1810 promueven un movimiento en la Florida Occidental. Al norte de Vacapilatca, insurgentes floridanos de origen anglosajón, proclaman la República de Las Floridas, independiente de España. Al mismo tiempo, los legítimos y originarios habitantes de la región, los indios seminolas, prácticamente llegan a recuperar todo el territorio de la Península. Para el presidente de los Estados Unidos ese era el momento para quitarle a España ese pedazo de su imperio. En noviembre de 1805 escribe Jefferson: “La Florida Oriental y la Occidental y luego la isla de Cuba […] serán presa fácil” 6 Tropas norteamericanas invaden y ocupan parte del territorio. Sobre este proceso de conquista, el embajador español, Luis de Onís González Vara (1762- 1827), comenta los métodos de conquista, que han tenido un carácter permanente en el accionar de la potencia del norte:

Los medios que se adoptan para preparar la ejecución de ese plan son los mismos que Bonaparte y la república romana adoptaron para todas sus conquistas: la seducción, la intriga, los emisarios, sembrar y alimentar las disensiones […] favorecer la guerra civil, y dar auxilio en armas y municiones a los insurgentes […] y verificado esto, hicieron entrar tropas bajo el pretexto de que nosotros no estábamos en estado de apaciguarlos, y se apoderaron de parte de aquella provincia.7

Mientras en La Habana se continuaba observando a La Florida Occidental como parte integrante de su área de influencia, España firmaba, en 1819, el Tratado Adams-Onís, o Tratado Transcontinental, que le cedió estas regiones a Estados Unidos. A finales de 1821 se consumaba la ocupación norteamericana en Las Floridas, cesando el control político de Cuba sobre esos territorios. La Florida Occidental apuntaba como un dedo amenazador hacia el territorio cubano. Estos primeros pasos expansionistas eran la expresión de la visión que se había conformado en los políticos norteamericanos y que llevarían a la “doctrina” Monroe y a sus colorarios. En 1800, la expresó el presidente Thomas Jefferson:

Aunque con alguna dificultad [España] consentirá también en que se agregue Cuba a nuestra Unión [Estados Unidos], a fin de que no ayudemos a Méjico y las demás provincias. Eso sería un buen precio. Entonces yo haría levantar en la parte más remota al sur de la Isla una columna que llevase la inscripción NEC PLUS ULTRA, como para indicar que allí estaría el límite, de donde no puede pasarse, de nuestras adquisiciones en ese rumbo”.8

Este sería, según Jefferson, “el imperio más vasto que jamás se ha visto en el mundo desde la creación”. 9 Es el propio tercer presidente de los Estados Unidos quien cataloga de imperio las aspiraciones norteamericanas; y no un imperio más, sino el más grande en la historia del mundo. Años después y sobre ello volveremos, esta pretensión fue denominada el “Destino manifiesto”.

Pocos años más tarde, reafirma estas ideas en carta precisamente a James Monroe (1758-1831), autor de la doctrina que lleva su apellido:

Confieso francamente que siempre miré a Cuba como la adquisición más interesante que pueda nunca hacerse a nuestro sistema de estados. La dominación que esta isla, en unión de la Punta de Florida, podría darnos sobre el Golfo de Méjico y los países y el istmo bañado por sus aguas, llenaría la medida de nuestro bienestar político.10

El estrecho nexo de continuidad entre el tercer presidente de los Estados Unidos, Jefferson; el cuarto, James Madison que había sido el secretario de estado de Jefferson y James Monroe que a su vez había sido secretario de estado de Madison, explica la línea de continuidad de los tres forjadores del imperio norteamericano. La correspondencia de Monroe con Jefferson y Madison es harto explícita para comprender paso a paso la política coherente de los tres.

Cuba se convirtió, desde entonces, en el centro de un debate político interno en los Estados Unidos y en una concepción geopolítica determinante en el futuro de la América Hispana. Según Jefferson y sus sucesores, geográficamente Cuba era parte territorial de los Estados Unidos. En esta primera fase de la elaboración imperial, la incorporación de Cuba a los Estados Unidos era la garantía de su dominio en el Caribe y en el propio istmo de Panamá, que aunque no tenía el canal marítimo, por ser la zona más estrecha entre el Atlántico y el Pacífico constituía la ruta comercial más importante entre los dos océanos. Por tanto, el destino de Cuba era visto de modo diferente al destino del resto de Hispanoamérica. He aquí el origen de la estrategia norteamericana para el Caribe y para su expansión dominadora no solo de América sino también enrumbada, a fines del siglo XIX, hacia Asia.

El destino de Cuba se convertía en un problema trascendental para la futura conformación política de América. En realidad, en la mayor de Las Antillas se venían construyendo, desde su propia historia y cultura, proyectos independientes y fuertemente confrontados entre sí. Desde 1763 se inició un proceso económico de transformación, tanto de la estructura agraria como de la constante renovación de la tecnología de los ingenios azucareros. En 1818 se introduce la máquina de vapor en estas fábricas de azúcar. Este símbolo de la revolución industrial se introduce en el país antes que en la propia España y el resto de Latinoamérica. Lo mismo sucede con la introducción del ferrocarril en 1836, convirtiéndose el país en el sexto del mundo en tener los Caminos de Hierro. En particular la liberación del comercio convirtió al puerto de La Habana en el más importante de América Latina. Incluso, la ciudad alcanzaba en población, comercio y urbanización, cifras superiores a las de la ciudad y el puerto norteamericanos de Nueva York. Paralelo a ello se desarrolló un intenso movimiento científico, literario y social, que dieron vida a un pensamiento propio iniciado por Agustín Caballero con su obra Filosofía electiva. Diversas figuras de destaque tenían dispensa papal para leer los libros prohibidos. El activo comercio con los más diversos países permitió que en la Isla entrara una mercancía de especial valor, los libros, documentos, revistas y periódicos de las principales capitales del mundo occidental. Autores como Francisco de Arango y Parreño, ya habían formulado un proyecto propio para, incluso, cuando la esclavitud fuera abolida.

Desde 1808 las más diversas posiciones políticas se debatían en la Isla. En particular los jóvenes cubanos contaban con una universidad y un centro creador del pensamiento propio, el Colegio Seminario de San Carlos y San Ambrosio. En este, autores como Félix Varela y Justo Vélez dieron forma a un pensamiento propio que transformaba el sentimiento del criollo en el pensamiento del cubano. Las coyunturas históricas desarrolladas entre 1808 y 1823 propiciaron un activo movimiento de diversas manifestaciones, como la conspiración de Morales en Bayamo, la de Román de la Luz en La Habana, y la de Aponte con manifestaciones en diversas partes del país. En 1823 se descubre, por las autoridades españolas, la primera conspiración que se propone la creación de la república independiente de Cubanacán.11 Lo que asombró a las autoridades españolas era la extensión de la misma y el número de implicados en ella. Se trataba de la conspiración de los Soles y Rayos de Bolívar, nacida y desarrollada por los cubanos y que tenía nexos estrechos con el movimiento bolivariano y con México. El fiscal en el juicio por esta causa, Francisco Hernández de la Joya, afirma que la conspiración había estado formada en “el mayor número de encausados por jóvenes irreflexivos e incautos y candorosos campesino”.12

Si algo se hizo evidente es que el pueblo de la Isla tenía sus tradiciones, costumbres, hábitos y cultura propios; que en este período había crecido la comprensión y los fundamentos de su propia identidad, existía una conciencia naciente de esa identidad y de las potencialidades para labrar su propio destino. Ello, necesariamente, conllevaba una confrontación de ideas. A diferencia de las Floridas y de La Luisiana, de amplios espacios no colonizados y de la ausencia del trabajo sistemático en la construcción de una cultura propia, Cuba se presentaba con un poblamiento, una economía y una cultura que no hacía posible accionar como se había hecho en aquellos territorios.

Los conspiradores cubanos se movieron durante este año de 1823 en búsqueda del apoyo efectivo de la gran Colombia y de México. Las esferas de poder norteamericanas dejaron definida su posición en contra de cualquier acción que estuviera dirigida a la independencia de Cuba o a su incorporación a cualquiera de las naciones surgidas en América Latina. Expresaron que “el primer deseo del gobierno [de los Estados Unidos] era la continuación de la unión política de la Isla con España”.13

John Quincy Adams (1767-1848), entonces secretario de estado del gabinete del presidente Monroe expresaba en abril de 1823:

La dominante posición que ocupa en el Golfo de México y el mar de las Antillas el carácter de su población, su posición en mitad del camino de la costa meridional de los Estados Unidos y Santo Domingo; su vasto y abrigado puerto de la Habana, […] todo esto se combina para darle tal importancia a Cuba en el conjunto de intereses nacionales de los Estados unidos, que no hay ningún otro territorio extranjero que pueda comparársele.

Los vínculo que unen los Estados Unidos con Cuba –geográficos, comerciales, políticos, etcétera- son tan fuertes que cuando se echa una mirada hacia el probable rumbo de los acontecimientos en los próximo cincuenta años, es imposible resistir a la convicción de que la anexión de Cuba a la República norteamericana será indispensable para la existencia e integridad de la Unión.

La anexión sin embargo no podría realizarse en estos momentos […] Hay leyes de gravitación política como las hay de gravitación física, y así como una fruta separada de su árbol por la fuerza del viento no puede, aunque quiera, dejar de caer en el suelo, así Cuba, una vez separada de España y rota la conexión artificial que la liga con ella, es incapaz de sostenerse por sí sola, tiene que gravitar necesariamente hacia la Unión Norteamericana y solo hacia ella. A la unión misma, por su parte, le será imposible a virtud de la propia ley dejar de admitirla en su seno”.14

Esta “doctrina” se conoció como de la Fruta Madura y expresaba una intención definida como la espera paciente. Sus bases eran geopolíticas y no tenían en cuenta las profundas diferencias históricas, culturales y de otra índole existentes entre ambos pueblos. Sí eran conscientes de la complejidad que se les presentaba para poder anexarse el archipiélago cubano.

Quincy Adams no hacía más que reafirmar la doctrina de su presidente, James Monroe, continuadora de la de sus predecesores Jefferson y Madison conocida como la Doctrina Monroe, la cual tenía amplias pretensiones. En este caso el peligro de una separación de Cuba de España no provenía de las nacientes naciones latinoamericanas; provenía de las pretensiones inglesas que ya se desarrollaban en el sur del continente. Negociaciones van y negociaciones vienen y el 2 de diciembre del mismo año, Monroe hace explícita la tesis definidora de “América para los americanos”. Excluía a todas las potencias europeas pero iba directamente dirigida a la Gran Bretaña, el principal obstáculo para las ideas de dominio absoluto del continente. Aún estaba en mente la guerra que había librado los Estados Unidos con Inglaterra entre 1812 y 1815 siendo secretario de estado Monroe. Su doctrina aplicada de forma explícita; a veces, con sutilezas diplomáticas permaneció en la esencia política de los Estados Unidos hasta nuestros días.

La llamada “Doctrina Monroe” se sostenía en otras expresiones del expansionismo norteamericano, en particular una complementaria, la del Destino Manifiesto. Esta última nace desde los mismos tiempos de la colonización inglesa en Norteamérica. Formó parte del llamado “Mito de las fronteras”, según el cual la frontera heredada por los Estados Unidos de las Trece Colonias Inglesas de Norteamérica, no era estática; era corrediza. En la medida en que se avanzaba en la conquista de los territorios continentales, la frontera avanzaba para dejar en el interior del territorio norteamericano, los nuevos espacios conquistados. El avance norteamericano llevó a su guerra con México, entre 1845 y 1848, que les permitió arrebatarle a la república azteca más de la mitad de su territorio. Ahora la frontera se corrió hasta el Rio Bravo.

El Destino Manifiesto, voraz doctrina de conquista territorial, era y se sostenía, sin embargo sobre un principio religioso: el destino de los Estados Unidos era por la voluntad “divina” es decir de Dios. Esa nación estaba predestinada a avanzar hasta convertir a toda América en su espacio vital. El concepto fue expresado por el periodista John Louis O’Sullivan (1813-1895) en agosto de 1845:

El cumplimiento de nuestro destino manifiesto es extenderse por todo el continente que nos ha sido asignado por la Providencia [Dios], para el desarrollo del gran experimento de libertad y autogobierno. Es un derecho como el que tiene un árbol de obtener el aire y la tierra necesarios para el desarrollo pleno de sus capacidades y el crecimiento que tiene como destino”.15

En otro artículo del mismo O’ Sullivan de 27 de diciembre de ese año resulta más enfático al referirse a “el derecho de nuestro destino manifiesto a poseer todo el continente americano que nos ha dado la Providencia [Dios] para desarrollar nuestro gran cometido de libertad y autogobierno.16

En el congreso de Panamá de 1826 en el que se reunieron los países americanos, el secretario de Estado norteamericano Henry Clay Frick (1849-1919) dejó claramente expuesta la posición de su gobierno: “Este país prefiere que Cuba y Puerto Rico continúen dependiendo de España. Este gobierno no desea ningún cambio político de la actual situación”.17 Se impuso así la llamada política del statu quo. Detrás de ello se escondía otra aviesa intención. Si bien ellos no estaban en condiciones de dominar Cuba, tampoco estaban dispuestos a aceptar que otra potencia europea, en particular la Gran Bretaña, lo hiciera. A su vez, pretendían fomentar una corriente anexionista dentro de la Isla que la declarase independiente primero y, después, pidiera la incorporación voluntaria a la Unión norteamericana, siguiendo el modelo exitoso de Texas.

En la lectura de la obras de Martí es donde se encuentra no solo el análisis profundo de la Doctrina Monroe sino sobre todo su espíritu y trascendencia. De igual forma, es la expresión del pensamiento culturalmente liberador de nuestros pueblos de América:

En el fiel de América están las Antillas, que serían, si esclavas, mero pontón de la guerra de una república imperial contra el mundo celoso y superior que se prepara ya a negarles el poder –mero fortín de la Roma americana–, y si libres –y dignas de serlo por el orden de la libertad equitativa y trabajadora–, serían en el continente la garantía del equilibrio, de la independencia para la América española aún amenazada y la del honor para la gran república del norte, que en el desarrollo de su territorio –por desdicha, feudal ya, y repartido en secciones hostiles–, hallará más segura grandeza que en la innoble conquista de sus vecinos menores, y en la pelea inhumana que con la posesión de ellas abriría contra las potencias del orbe por el predominio del mundo […] Un error en Cuba es un error en América, es un error en la humanidad moderna. Quien se levanta hoy con Cuba se levanta para todos los tiempos […] Es un mundo lo que estamos equilibrando no son solo dos islas las que vamos a libertar […] Un error en Cuba es un error en América es un error en la humanidad moderna. Quien se levanta hoy con Cuba se levanta para todos los tiempos.19

En este año se conmemora el 200 aniversario de la primera conspiración independentista cubana, la de los Soles y Rayos de Bolívar; de igual forma se cumple el 200 aniversario de las formulaciones contra la independencia de Cuba conocidas como la de la “Fruta Madura” y de “América para los americanos”. Treinta años después de estos sucesos nacía José Martí. Sus análisis sobre el destino de Cuba y las doctrinas norteamericanas resultan de trascendencia suma para entender, en el escenario de hoy, los orígenes de lo más actual y decisivo, que condiciona el futuro de los pueblos del mundo. Cuba tuvo el privilegio de ser el espacio por donde se inició los primeros pasos de un imperio que hoy ejerce una hegemonía mundial; quizás por ello ha sido la más resistente a las pretensiones de ese imperio.

Notas:

1. José Martí. “Nuestra América”. Obras completas. Tomo VI, p.48
2. Op cit, tomo VI, p.48.
3. “Dictamen reservado que el Conde de Aranda dio al Rey sobre la independencia de las Colonias Inglesas, después de haber hecho el tratado de paz ajustado en París el año de 1783”, en José Antonio Saco: Historia de la esclavitud desde los tiempos más remotos hasta nuestros días, Editorial Alfa, La Habana, 1937, t.IV, apéndice XIII, pp. 417-424.
4. Cuando Napoleón Bonaparte vendió la Luisiana a los Estados Unidos en 1803, esos territorios abarcaban parte del actual estado de La Luisiana y un amplio espacio a ambos márgenes del rio Misisipi y sus afluentes. Estos territorios fueron divididos en varios estados.
5. Wilfredo Padrón Iglesias: Cuba en la vida y obra de Francisco de Miranda, La Habana, Editorial Ciencias Sociales, 2011, p. 168.
6. Sergio Guerra Vilaboy: Cubanacán, la Nación Imaginada. Derrotero de Soles y Rayos de Bolívar, (en proceso de edición).
7. José Luciano Franco: Política continental americana de España en Cuba, 1812-1830, Academia
de Ciencias, La Habana, 1964, pp. 16-17.
8. José I. Rodríguez: Estudio histórico sobre el origen, desenvolvimiento y manifestaciones
prácticas de la idea de la anexión de la isla de Cuba a Estados Unidos, La Habana, 1900, p. 20.
9. Op cit, p. 20.
10. Ibidem, p. 51.
11. Ver el libro de Sergio Guerra Vilaboy. Cubanacán, la Nación Imaginada. Derrotero de Soles y Rayos de Bolívar, (en proceso de edición).
12. José Luciano Franco: El gobierno colonial de Cuba y la independencia de Venezuela, Casa de las Américas, La Habana, 1970, p. 94.
13. Phillip S. Foner: Historia de Cuba y sus relaciones con los Estados Unidos, Editorial de Ciencias
Sociales, La Habana, 1973, t. I, p. 136.
14. Ibidem.
15. John L. O’Sullivan: “Anexión”. Democratic Review, Nueva York, julio-agosto de 1845.
16. John L. O’Sullivan: New York Morning News, 27 de diciembre de 1845.
17. Phillip S. Foner: Op. cit.
18. José Antonio Páez. Autobiografía, Nueva York: Imprenta de Hallet y Breen, 1867, p. 383.
19. José Martí: Obras Completas, Editorial Nacional de Cuba, La Habana, 1963, t. III, pp. 138-143.

Proyecciones latinoamericanistas de Bolívar en la época de Monroe

Dr. Alberto Prieto Rozos

Ponencia presentada en un panel sobre los doscientos años de la Doctrina Monroe que sesionó durante el Coloquio Internacional “América Latina y los Estados Unidos ante la independencia de Cuba”, organizado por la Academia de la Historia de Cuba, la Oficina del Programa Martiano y la Asociación de Historiadores Latinoamericanos y del Caribe, y que se realizara en el Centro de Estudios Martianos los días 22, 23 y 24 de noviembre de 2023.

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En 1810, el joven Simón Bolívar forjó sus preceptos ideológicos sobre el devenir de América Latina junto al experimentado Francisco de Miranda, en la logia Gran Reunión Americana que hacía una década éste fundara en Londres, con filiales en París, Madrid y Cádiz. En dicha organización política se divulgaba la concepción de que una América Latina independiente debería unirse en una Confederación republicana denominada Colombia, que abarcara desde México hasta el Cabo de Hornos, incluyendo a Cuba.

Un lustro más tarde, desplomada ya la Segunda República de Venezuela que presidiera, Bolívar –exiliado en Jamaica- retomó los postulados mirandinos en su famosa Carta de 1815, en la que escribió: ”Es una idea grandiosa pretender formar de todo el Mundo Nuevo una sola nación con un solo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que tiene un origen, una lengua, unas costumbres, y una religión, debería por consiguiente, tener un solo gobierno que confederase los diferentes estados que hayan de formarse.

Después, con la colaboración del presidente haitiano Alexandre Petión, Bolívar erigió en Venezuela la Tercera República dispuesto a abolir la esclavitud e impulsar la integración latinoamericana. Así, luego de su extraordinario triunfo en Boyacá –agosto de 1819-, urgió al Congreso en Angostura a constituir la República de Colombia, integrada por neogranadinos y venezolanos. El segundo jalón integrador tuvo lugar en relación con Panamá, donde un Cabildo Abierto en la capital provincial rompió los vínculos con España en noviembre de 1821, y solicitó su incorporación a Colombia como departamento.

El tercer empeño no avanzó por los mismos derroteros; se trataba del antiguo territorio hispánico de Santo Domingo, que también proclamó su independencia en noviembre de 1821, y solicitó su incorporación a Colombia. Pero en enero de 1822 –ya fallecido Petión-, el tiránico gobernante haitiano Jean Pierre Boyer ordenó a sus tropas invadir el contiguo territorio dominicano y anexarlo. Se propinó así un rudo golpe a la perspectiva integradora bolivariana.

En octubre de 1820, se organizó en Guayaquil una Junta Independentista tras conocerse el arribo a las costas del Ancón del Ejército Libertador del Perú, al mando de José de San Martín. Este correntino de nacimiento, de estirpe y profesión militares, se había destacado durante la guerra contra la invasión napoleónica en España, donde ingresó en una filial de la mirandina Gran Reunión Americana. El destacado rioplatense había dispuesto que sus efectivos desembarcaran allí, con el propósito de interponerlos entre los dueños de las plantaciones esclavistas del litoral norteño del Océano Pacífico sudamericano y las tropas absolutistas que se encontraban más al sur.

Sin embargo la ofensiva de las tropas del colonialismo desde la septentrional sierra quiteña, puso en peligro a los independentistas guayaquileños. Estos solicitaron entonces la ayuda de Bolívar, que hacia allí despachó a su más brillante general, Antonio José de Sucre. En Huachi, no obstante, el joven venezolano sufrió la única derrota de su excepcional carrera como oficial, por lo que pidió socorro a San Martín, quien le envió un cuerpo de granaderos comandado por Andrés de Santa Cruz. Esa conjunción de fuerzas latinoamericanas derrotó a los colonialistas en la formidable batalla de Pichincha, permitiendo que a los cinco días –mayo 29 de 1822- toda la región de Quito fuese incorporada a la Colombia bolivariana.

Una semana después, el 6 de julio de 1822, Perú y Colombia firmaron el Tratado de Alianza y Confederación eternas, cuyo articulado planteaba acuerdos de complementación económica y el compromiso de incorporar a los demás Estados hispanoamericanos a una Liga de Unión Perpetua, que debería constituirse mediante una Asamblea General de Plenipotenciarios a celebrarse en el istmo de Panamá. El histórico acuerdo fue ratificado a los veinte días, cuando en Guayaquil se entrevistaron Simón Bolívar y José de San Martín. Ambos próceres se reunieron para dialogar sobre el futuro de la América meridional, dentro de cuya temática analizaron las perspectivas de la Federación creada casi tres semanas antes y la conveniencia de establecer su capital en Guayaquil. Se estudió la probable incorporación del Chile de O´Higgins a la alianza establecida, pues el presidente chileno se había forjado –en Londres- en la mirandina Gran Reunión Americana. Dicha alianza se hizo efectiva tres meses más tarde, cuando el 21 de octubre se firmó entre Chile y Colombia un tratado semejante al peruano-colombiano, que establecía la unión tanto en la paz como en la guerra.

En relación a México, Bolívar se inhibió de proponer un acuerdo similar, pues en ese país se había erigido un imperio encabezado por el conservador Agustín de Iturbide, pero al ser éste expulsado del poder, el Libertador firmó el 3 de octubre de 1823, un Convenio de Alianza y Confederación con la novel república presidida por Guadalupe Victoria –prestigioso ex-guerrillero y fundador de la logia Gran Legión del Águila Negra. Dicho tratado se diferenciaba en que su objetivo estratégico resultaba más amplio, pues México solicitaba establecer una liga militar para enfrentar el expansionismo estadounidense en su frontera de Texas. Además, ambos gobiernos coincidían en los propósitos de expulsar a España de sus dos últimas colonias en el continente; en Puerto Rico se producían sublevaciones de esclavos –Guayama (1816) y Bayamón (1821), mientras en Cuba se iniciaban conspiraciones independentistas como la denominada Soles y Rayos de Bolívar, que tenía vínculos con Colombia.

En Perú, una vez que San Martín –enfermo, vomitaba sangre- renunciara a los supremos mandos político y militar que detentaba, el Congreso solicitó a Bolívar su presencia en Lima con el objetivo de entregarle plenos poderes. Allá arribó el Libertador el primero de noviembre de 1823, y de inmediato dispuso el embargo de víveres y ganado, confiscó la plata de las iglesias, gravó con cuantiosos impuestos a los ricos, se vinculó con las montoneras o guerrillas populares, y emitió su famoso decreto del 8 de abril de 1824, para satisfacer las necesidades de los campesinos e incorporarlos al proceso revolucionario. Con ese nuevo apoyo Bolívar fortaleció sus tropas, lo que le permitió ganar la célebre batalla de Junín en agosto de 1824, combate en el que O´Higgins encabezó la caballería independentista, después de su expulsión del poder por los conservadores chilenos.

El 7 de diciembre de 1824, en su calidad de presidente del Perú, Simón Bolívar convocó a los gobiernos de Colombia, Chile, México, Río de la Plata y Centroamérica, a enviar sus delegados al istmo de Panamá para formar una Confederación. En su misiva escribió: “Diferir más tiempo la asamblea general de plenipotenciarios de las repúblicas que de hecho están ya confederadas, hasta que se verifique la accesión de las demás, sería privarnos de las ventajas que produciría aquella asamblea desde su instalación”.

Bolívar excluyó de participar en el cónclave anfictiónico a sólo dos Estados latinoamericanos. Haití, a causa del anexionismo practicado por Boyer contra los independentistas dominicanos, y Brasil. Este país, al emanciparse había ocupado contra la voluntad de los uruguayos la Banda Oriental, y además se constituyó en Imperio con régimen esclavista, cuya magnitud solo la superaba los Estados Unidos. Por ello la Unión norteña rechazó el planteamiento colombiano de prohibir la Trata y perseguirla por doquier. Incluso el gobierno estadounidense conminó en términos muy enérgicos a Colombia y México, a abstenerse de incitar a los esclavos de las Antillas hispanas a sublevarse, y a no realizar expedición alguna para emancipar a ambas colonias de España.

Con el reino colonialista español, Estados Unidos tenía excelentes relaciones desde 1819, cuando se anexara La Florida. A cambio había brindado una compensación monetaria al gobierno madrileño, y firmado con el absolutista Fernando VII un acuerdo general sobre límites colindantes mutuos, el cual determinó la perpetua intangibilidad de la frontera de Texas a lo largo del río Sabina. La ocupación estadounidense de La Florida –dependiente de la Capitanía General de Cuba-, había tenido lugar debido al desembarco en la Isla Amelia de una expedición bolivariana, que proclamó una república con su capital en La Fernandina; los independentistas pretendían almacenar en dicho puerto los suministros que adquiriesen en la contigua Unión. Sin embargo en diciembre del propio 1817, el ejército al mando de Andrew Jackson –futuro presidente estadounidense- expulsó a los expedicionarios. Después se prohibió a los bolivarianos adquirir armas y municiones en los Estados Unidos, mientras este país las vendía con facilidades a España.

La prolongada sarta de contradicciones con Estados Unidos indujo a Bolívar a excluirlos de representación alguna en la reunión anfictiónica. Por ello estalló en ira cuando Santander –encargado interino del poder ejecutivo colombiano, en ausencia del Libertador-, le comunicó haber “creído conveniente invitarles a la augusta Asamblea de Panamá”. Indignado, Bolívar le respondió que los estadounidenses “por solo ser extranjeros tienen carácter heterogéneo para nosotros. Por lo mismo jamás seré de la opinión de que les convidemos para nuestros arreglos”. Y en su momento concluyó: “Los Estados Unidos parecen destinados por la providencia para plagar la América de miserias a nombre de la libertad”.

El Congreso Anfictiónico o Asamblea de Diputados a la Confederación, se inauguró en Panamá el 22 de junio de 1826, con delegados de cuatro Estados: Colombia, México, Perú y Centroamérica. En esa fecha el general Sucre ya había logrado la independencia del Alto Perú, al que se renombró Bolivia, que envió sus representantes al cónclave. Pero no llegaron a tiempo y tampoco los del gobierno de Buenos Aires. El caso de Chile fue diferente; en esta república surandina los conservadores en el poder esgrimieron los argumentos más banales para no tomar parte en la magna reunión. Los enviados de Estados Unidos –invitados por Santander- no participaron, pues uno murió en camino y el otro llegó cuando todo había acabado.

En Panamá, la sesión inaugural de la anfictionía se dedicó al canje de credenciales de los diputados, y luego se aprobó el sistema de trabajo. A la mañana siguiente el Perú adelantó un proyecto de Confederación que se puso a debate. Más tarde se acordó elegir una comisión que elaborase una contrapropuesta. Dicha tarea absorbió el trabajo de los congresistas durante diecisiete días. Y después, a partir del 10 de julio, se acometió la aprobación del texto, por partes, en reuniones plenarias que ocuparon hasta el día trece. Veinticuatro horas más tarde se discutió la posible mediación británica en el conflicto remanente con España. Por último, a las once de la noche del 15 de julio de 1826, en la sala capitular del antiguo Convento de San Francisco, los delegados firmaron el texto. Sólo faltaba que las instancias pertinentes en cada república lo ratificaran para que el Tratado de Unión, Liga y Confederación Perpetua fuera efectivo y entrara en vigor.

En América Latina, una vez alcanzada la independencia, no fue la tendencia revolucionaria la que emergió económicamente como hegemónica. Era, por lo tanto, solo una cuestión de tiempo hasta que los conservadores –por no decir reaccionarios- la despojaran de la supremacía política, temporalmente alcanzada. Dicha realidad se manifestó hasta en la gran República de Colombia, a donde Bolívar regresó tras el Congreso de Panamá. No pudo impedir que los retrógrados en Venezuela se escindieran, ni tampoco logró evitar que los de Quito hicieran lo mismo. Entonces, enfermo de tuberculosis, renunció para siempre al poder. Falleció poco después, en Santa Marta, a la una de la tarde del 17 de diciembre de 1830.

La Doctrina Monroe a la luz del 98

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Dr. Yoel Cordoví Núñez
Instituto de Historia de Cuba

A finales del siglo XIX, la cuenca del Caribe asumió un valor geopolítico extraordinario en los diseños de política exterior por parte de los ideólogos del expansionismo en Estados Unidos. Desde esa perspectiva, la isla de Cuba rebasaba la función de mero pontón defensivo de Luisiana y la Florida, como en los tiempos de Jefferson y Madison, para integrarse a una estrategia de hegemonía imperial que desbordaba los límites del Nuevo Continente al proyectarse hacia los archipiélagos del Pacífico y la disputada China.

La dilucidación de diferentes piezas dentro de la misma armazón geopolítica explica que, por momentos, los integrantes de la Delegación Plenipotencia, de la República de Cuba en Armas (1895-1898) presidida por el delegado Tomás Estrada Palma, consideraran que el tema cubano quedara relegado en la agenda de la política internacional de Washington, tanto durante la administración demócrata de Grover Cleveland, como la del republicano William McKinley. He aquí la impresión de Gonzalo de Quesada, a cargo de la Legación Cubana, cuando en correspondencia al delegado del 1ro de febrero de 1897, le informaba: “En lo que queda ya de sesión no creemos poder alcanzar nada [...] El canal de Nicaragua, el tratado con Inglaterra sobre arbitraje, la ley sobre inmigración y un sinnúmero de leyes y proyectos nos adelantan un paso”.2

Desde luego que la Llave del Nuevo Mundo se mantenía como enclave codiciado por los círculos de poder en Estados Unidos. No obstante, en los nuevos escenarios, los políticos del naciente imperialismo estadounidense vinculaban el problema cubano a los diversos asuntos de política exterior que copaban sus agendas. El debate sobre el futuro de Hawái, el conflictivo gobierno tripartito de Samoa en el archipiélago de la Polinesia, la participación en el reparto de China por zonas de influencia, la construcción de un canal interoceánico, eran temas que centraban la atención en materia de política internacional. Como advertía el Daily People del 14 de octubre de 1900: “Cuba fue simplemente el punto de apoyo de la palanca usada por los capitalistas para forzar la puerta abierta de China”.3

Al Destino Manifiesto, preconizado en la primera mitad del siglo XIX, se añadirían otras doctrinas a finales de la centuria, que tendrían en la teoría del poder naval de Alfred T. Mahan, los nuevos cimientos del expansionismo estadounidense. De tal suerte, asegurar el acceso al mar que permitiera una fácil vinculación con las regiones de mayor interés, sobre todo con las posesiones insulares bien situadas, permitiría controlar el tráfico marítimo en disputa, razón por la que el estadista neoyorquino advertía la importancia de que la política internacional de Estados Unidos no estuviera ajena a los conflictos e intereses de otras naciones allende a los mares.

En efecto, desde 1885, a raíz del conflicto hispano-alemán por las Carolinas, el ministro de Ultramar, Manuel Aguirre de Tejada recibía un informe en el que se conminaba al gobierno español a que tuviera en cuenta la posesión del triángulo Filipinas-Marianas- Carolinas: “La apertura del istmo de Panamá ha de dar grandísima importancia a las islas del Pacífico […] la creciente riqueza de las Filipinas, gráficamente llamadas perla del Oriente, han de avivar deseos de posesión […]”4 Una década después, Mahan no dejaba a dudas acerca del papel de Cuba en la formulación de su estrategia:

Dejar las cosas al azar, es un método posiblemente tan bueno como cualquier otro para alcanzar la meta anhelada. Si por el contrario decidimos que nuestros intereses y dignidad exigen que el hacer valer nuestros derechos no dependen de la voluntad de ningún otro Estado, sino de nuestra propia fortaleza, debemos estar dispuestos a admitir que la libertad de tránsito transoceánico depende de una región marítima -el Mar Caribe- a través del cual pasan todas las vías de acceso al istmo”.5 He ahí la importancia del eje geográfico que, cruzando el futuro canal, tendría como vértices las dos perlas insulares: la del Oriente (Filipinas) y la de las Antillas (Cuba). En tal sentido, la anexión de Hawai, en 1898, a escasos días de firmarse el armisticio de paz entre Estados Unidos y España, tras la intervención de la nación norteña en el conflicto hispano-cubano, constituyó un paso importante en la carrera por el control de Pacífico y el dominio del Golfo-Caribe.

No se trataba de una posición única entre los hacedores de la política en Estados Unidos. Durante el mes de abril de 1896, el Congreso, dominado por la facción republicana, aprobó resoluciones que reconocían la beligerancia de los cubanos. Este reconocimiento, de acuerdo con las leyes internacionales, era el primer paso de una nación en el momento de intervenir en la lucha entre naciones extranjeras o entre una nación y una parte de su territorio, enfrascada en su independencia.6

A pesar de que durante el verano de 1896, tanto la convención nacional republicana como demócrata adoptaron posturas favorables al reconocimiento de la beligerancia, en ninguno de los casos las resoluciones fueron ratificadas por el presidente demócrata Grover Cleveland como tampoco lo haría su sucesor el republicano William McKinley. No obstante, las correlaciones de fuerzas durante el mandato del exgobernador de Ohio, a partir de 1897, fueron inclinándose a favor de un reducido pero influyente grupo en el Senado denominado "Los Trece Senadores Insurgentes", que liderados por Henry Cabot Lodge, abogaba por priorizar la cuestión cubana mediante una acción definida que colocara a Estados Unidos en posición favorable para sus designios expansionistas.

Eran los "jingoes", como se les conocía, un grupo de individuos nacidos alrededor de la década de 1850 con gran influencia en los actores políticos y sociales más importantes de la nación: el gobierno, el ejército, la marina y la opinión pública. Eran asiduos lectores y seguidores del filósofo e historiador John Fiske, del sacerdote Josiah Strong, con su difundido libro Our Country: Its Possible Future and its Present Crisis y del referido capitán Alfred Thayer Mahan, con sus seductoras teorías geopolíticas alrededor del poder marítimo. El inquieto grupo comenzó a nuclearse en torno a Teodoro Roosevelt quien desde su puesto adjunto de la Marina estudiaba las formas de poner en práctica las teorías de Mahan. El historiador y periodista Claude Julien lo definía como “tenor en el coro de los partidarios del expansionismo”, aunque no faltaron voces elevadas, como la del senador Allen, quien se autoproclamara “el jingo de los Jingos”.7

Si bien McKinley durante su primera etapa como congresista había apoyado muchas de las iniciativas diplomáticas del presidente republicano Benjamín Harrison, particularmente en lo que se refería a la anexión de las islas Hawái y la construcción del canal en el istmo, no fue así con respecto a la construcción de buques de guerra e instalación de bases navales en el Caribe. Por otra parte, la muerte del lugarteniente general Antonio Maceo a finales de 1896 parecía abrir un promisorio compás de espera favorable a una solución pacífica y ventajosa para Estados Unidos, dado el supuesto descalabro y desintegración que sufrirían las fuerzas cubanas luego de la sensible pérdida.

Apoyaban al presidente en su posición abstencionista importantes sectores de la banca y la industria, hostiles a un conflicto que pudiera suscitar el descenso de los valores de Wall Street y detuviera o revertiera la recuperación, observable tras la crisis de 1893. Tampoco eran desestimables las voces de los muckraker o expositores de ruindades, ni la de los abanderados de las corrientes antiimperialistas dentro de Estados Unidos todavía con alguna incidencia en la opinión pública a finales del siglo XIX.8

Sin embargo, el desplazamiento vertiginoso de estas posiciones anti expansionista en el seno de la nación norteña, a favor de los jingoístas se hacía evidente, y la suspicacia de intelectuales, tanto de procedencia independentista como autonomista, revalidaba el influjo actualizado del monroísmo en la arena internacional. La expulsión del profesor José María de Céspedes, del Decanato de la Facultad de Derecho y posteriormente de la Universidad de la Habana por sus agudas y persistentes críticas a la Doctrina de Monroe; la publicación del artículo “El Monroísmo y la cuestión Guayana” del publicista Domingo B. Castillo, así como la presencia de Nicolás Heredia, autor de importantes artículos en la revista Cuba y América, testificaban esta inquietud. Al decir de este último: “Temen los Estados Unidos la posesión de la Isla por una potencia europea; la América Latina ha de temer la posesión de la Isla por una potencia europea y por los mismos Estados Unidos”.9

Por su parte, la diplomacia española, bastante activa en los países de Europa durante toda la contienda libertadora, procuraba resaltar la internacionalización del conflicto y el papel de Estados Unidos en la contienda colonial. De ahí las orientaciones del ministro de Estado Español, Duque de Tetuán, a todas sus embajadas ante las grandes potencias europeas. Los funcionarios debían intercambiar impresiones con los respectivos gobiernos en el terreno confidencial y reservado, apelando al respeto del derecho internacional: “La posición de Cuba en medio del Golfo de México, su vecindad con otras posiciones inglesas, francesas, holandesas y dinamarquesas, su proximidad al gran continente americano, el papel que le está reservado de realizarse algún día la apertura del Canal de Panamá o del de Nicaragua, suscitan un sin número de problemas que no solo afectan a España sino a los intereses generales del mundo.”10

Víspera de la declaratoria de guerra de Estados Unidos a España, esta última invocaría a una acción conjunta de las potencias europeas, en el entendido que Italia, con la venia del Vaticano, y Austria-Hungría podían procurar el acercamiento de Alemania para enfrentar la inminente intervención de Estados Unidos, acto que el embajador italiano en Madrid, Francesco de Renzis, calificaba de “piratería internacional” e invocaba a la interpretación de la Doctrina Monroe a la luz de los nuevos tiempos. La situación había llegado a un estado de tensión tal que podía “empeorar lo suficiente como para preocupar a Europa. España podía ser atacada audazmente en Cuba, en virtud de una interpretación de la teoría de Monroe, que nunca había pensado darles a sus conceptos”.11 El gobierno de Berlín, mientras tanto, ofrecía su apoyo a España a cambio de concesiones en el Pacífico que reforzaran el control del estratégico puerto de Kiaochow, a la entrada de la provincia de Manchuria, ruta muy utilizada por los comerciantes estadounidenses, al mismo tiempo que procuraba mantener las relaciones más cordiales con Estados Unidos.

El embajador ruso en Madrid, Shévich, por su parte, no dejaba de mostrar sus recelos desde el mismo inicio de la Guerra del 95, cuando le escribía a su ministro Muraviev: “No puedo ocultar mi temor de que el Gobierno norteamericano, al reiterar incesantemente su más pleno afecto al gabinete de Madrid, no sea sincero […] Tengo más bien la impresión de que el gobierno de Washington engaña con buenas palabras a España”.12

Tampoco el gobierno de Salisbury, más allá de una historiografía que a mediados del siglo XX enfatizara en las “relaciones especiales” entre Gran Bretaña y Estados Unidos, dejó de preocuparse por el control de los posibles repartos de los archipiélagos orientales de España, evitando que se perjudicaran los intereses británicos en el Extremo Oriente.13 En el primer año de la guerra en Cuba, (1895) el secretario de Estado de la administración Cleveland, Richard Olney, en abierto pulseo político con Lord Salisbury, a raíz del incidente fronterizo entre la Guayana inglesa y el territorio venezolano, le recordó al estadista británico la potestad de Estados Unidos de intervenir en cuanto asunto americano resultara de la violación de la Doctrina Monroe.14

A pesar de los esfuerzos de la diplomacia española por invocar el peligro estadounidense, como bien advierte el historiador García Sanz, la cuestión de Cuba nunca se convirtió en un asunto europeo. Los temores ante la posible concesión que hiciera España a Francia de algunas de sus posesiones españolas en el Norte de África, a cambio de la ayuda francesa en la cuestión cubana, y los propios intereses coloniales de las naciones del Viejo Mundo, hacían que las muestras de apoyo no pasaran del reconocimiento del derecho moral favorable a España en su diferendo con Estados Unidos. Otros “98” acontecían en los escenarios de reparto territorial entre las principales potencias europeas, en Asia y África, llegando a momentos bastante álgidos como el que protagonizaran ingleses y franceses en la localidad de Fachoda, en sus disputas por el control del continente africano.

El desprendimiento de la “fruta” insular de su secular tronco metropolitano parecía haber llegado, concretándose los dictados de “espera paciente” que ocho décadas antes habían dispuestos John Quincy Adams y John C. Calhoun, secretario de Estado y secretario de la Guerra de la administración Monroe, respectivamente.

Pero los términos del tratado de paz firmado entre Estados Unidos y España en París, el 10 de diciembre de 1898, no dejaba margen a dudas de que la intervención en el conflicto colonial respondía al diseño de una política imperial de mucho mayor alcance a tono con los nuevos tiempos imperiales. Con relación a Cuba, el primer artículo anunciaba: “España renuncia todo derecho de soberanía y propiedad”. Una vez evacuada las tropas peninsulares, la Isla pasaría a ser ocupada por Estados Unidos, cuyas autoridades, mientras durara ese estado, cumplirían con las obligaciones que les imponía el Derecho Internacional. En el resto del articulado el término empleado no sería el de “renuncia”, sino el de “cesión”: “España cede a los Estados Unidos la Isla de Puerto Rico y las demás que están ahora bajo su soberanía en las Indias Occidentales, y la isla de Guam en el archipiélago de las Marianas o Ladrones” y “España cede a los Estados Unidos el archipiélago conocido por las Islas Filipinas […]”

Las cesiones de los enclaves insulares hispanos en el Caribe y el Pacífico, y los dispositivos de control que Washington diseñaría para el caso cubano durante los años de ocupación, que incluían la obligación del futuro estado a vender o arrendar tierras para el establecimiento de bases navales y carboneras, despejaban el camino para la concreción del paso final: el canal interoceánico.

En 1880, el presidente Rutherford Hayes había fijado un corolario a la Doctrina Monroe en el que delineaba los intereses hegemónicos de esa nación, atemperados a los nuevos tiempos de la Reconstrucción. De acuerdo con el enunciado, para evitar la injerencia de imperialismos extracontinentales en América, Estados Unidos debía ejercer el control exclusivo sobre cualquier canal interoceánico que se construyese. Pero todavía no había llegado el momento de derogar el Tratado Clayton-Bulwer por otro que permitiera la construcción del canal bajo el exclusivo control estadounidense, bien por la vía de Nicaragua o de Panamá, e incluso que prescribiera la posibilidad de su fortificación.

El escenario post-98 sería el propicio para la definitiva aprobación del Tratado Hay-Pauncefote a finales de 1901, y la articulación del blindaje financiero, político y militar que implicó el Corolario Roosevelt en el diseño de la política exterior del emergente y desafiante imperialismo estadounidense. Se trataba, según el propio Roosevelt, de ejercer el “poder policial internacional” en nombre de la civilización y en franca adherencia al espíritu de la Doctrina Monroe.15

En rigor, el aliento intervencionista del Rough Rider en su mensaje al Congreso de 1904, ya estaba impregnado en el articulado de la Enmienda Platt, posterior cuerpo jurídico plasmado en el Tratado Permanente. Se concretaban así en los albores del siglo XX, con los reajustes lógicos que imponía el orden capitalista mundial, los presupuestos de hegemonía continental y de control sobre la isla de Cuba, durante la administración de Monroe, procedimientos tácticos que perduraron, definieron y adaptaron por más de medio siglo, en espera, no siempre paciente, pero sí muy a tono con el propio desarrollo de la nación, y las cambiantes correlaciones de fuerzas internas y externas indispensables para consumar la estrategia expansionista.

200 años de la Doctrina Monroe: historia y presente

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Dr. Elier Ramírez Cañedo

Cuando en diciembre de 1823 el presidente James Monroe dio a conocer en mensaje al Congreso la doctrina que definiría la esencia de la política exterior de Estados Unidos hacia la región latinoamericana y caribeña, resumida en la idea "América para los americanos", se justificaba el rechazo a cualquier nuevo intento europeo de interferir o extender su sistema de gobierno al continente americano, como un peligro para la “paz y la seguridad” de la nación norteña, encubriendo sus intereses expansionistas y hegemónicos hacia el sur del continente, de manera muy particular en ese momento hacia Cuba y México.

De esta manera, Estados Unidos inauguraba una tradición que caracterizaría su comportamiento en el escenario internacional hasta nuestros días, en el que las palabras de sus líderes políticos no solo ocultan los verdaderos propósitos, sino que en muchos casos los propósitos han constituido el reverso total de las palabras. No en balde el Libertador, Simón Bolívar, dejaría a la posteridad una frase que cuenta de plena vigencia, al señalar en 1829 que los Estados Unidos parecían destinados por la providencia a plagar la América de miserias en nombre de la libertad.2

La Doctrina Monroe sirvió a Washington para declararse de manera unilateral y como si fuera un derecho divino, protector del continente americano, haciendo saber al resto del mundo dónde residía su zona de influencia, expansión y predominio.

Sin embargo, durante los primeros tres años que siguieron a su enunciación, los países de la región la invocaron en no menos de cinco oportunidades con el objeto de hacer frente a amenazas reales o aparentes a su independencia e integridad territorial, solo para recibir respuestas negativas o evasivas del gobierno norteamericano. El paso del tiempo confirmó que la Doctrina Monroe había sido creada solo para ser definida, interpretada y aplicada a conveniencia de Estados Unidos.

A lo largo del tiempo tendría numerosas actualizaciones y corolarios de los distintos gobiernos estadounidenses, buscando siempre cerrar cualquier brecha que pudiera, desde la interpretación y la práctica de otros actores internacionales y los propios países de la región, poner en riesgo sus verdaderos designios. Por solo mencionar algunos de ellos:

  • Corolario Polk3 de 1848: Estados Unidos no solo no admitiría nuevas colonizaciones europeas en el continente americano, sino tampoco que ninguna nación de la región por su libre cuenta solicitara la intervención de gobiernos europeos en sus asuntos o la propia unión a alguno de ellos, asimismo expresaba que ninguna nación europea podía interferir en la voluntad o deseos de países del continente de unirse a Estados Unidos;
  • Corolario Hayes4 de 1880: fijaba el Caribe y Centroamérica como parte de la esfera de influencia exclusiva de Estados Unidos y que para evitar la injerencia de imperialismos europeos en América, Washington debía ejercer el control exclusivo de cualquier canal interoceánico que se construyese;
  • Corolario Roosevelt5 de 1904 -mucho más conocido-: proclama el deber y el derecho de Estados Unidos a intervenir como árbitro o policía internacional en los países de América Latina y el Caribe ante conflictos o deudas de estos con potencias extra regionales;
  • Corolario Kennan6 de 1950: justificaba el respaldo de Estados Unidos a las dictaduras que florecían en la región bajo el pretexto del anticomunismo, las cuales serían incluso denominadas "dictaduras de seguridad nacional".

A ninguno de los líderes norteamericanos les pasó por la mente la idea de que la declaración de Monroe pudiera constituir un acto de altruismo o de particular amistad para con las repúblicas vecinas del sur –como lo creyeron con fervor muchos gobiernos latinoamericanos durante años-, ni menos aún que ella implicara para Estados Unidos la obligación de intervenir en defensa de cualquier país del continente que fuera víctima de una agresión externa. Para los estadistas estadounidenses, la Doctrina Monroe se limitaba a anunciar la eventual intervención de Estados Unidos solo en aquellos casos y en aquellas zonas de la región que fueran de su vital interés de dominación.

Así dejaría constancia el Secretario de Guerra de la administración Monroe, John C. Calhoun, al expresar: "No hemos de estar sujetos a que en cada ocasión se nos citen nuestras declaraciones generales, a las que se les pueden dar todas las interpretaciones que se quiera. Hay casos de intervención en que yo apelaría a los azares de la guerra con todas sus calamidades. ¿Se me pide uno? Contestaré. Designo el caso de Cuba. Mientras Cuba permanezca en poder de España, potencia amiga, potencia a la que no tememos, la política del gobierno será, como ha sido la política de todos los gobiernos desde que yo intervengo en política, dejar a Cuba como está, pero con el designio expreso, que espero no ver nunca realizado, de que si Cuba sale del dominio de España, no pase a otras manos sino a las nuestras…En la misma categoría mencionaré otro caso, el de Tejas; si hubiera sido necesario, hubiéramos resistido a una potencia extraña”.7

Entre los años 1825 y 1826 se corroboró que nada tenía que ver la Doctrina Monroe con la "paz y la seguridad", y mucho menos con un respaldo sincero y desinteresado a la independencia de sus "hermanos del Sur", cuando Estados Unidos se opuso por medios diplomáticos y en tono amenazante, ante una posible expedición conjunta colombo-mexicana, con el objetivo de llevar la independencia a Cuba y Puerto Rico, proyecto que acariciaron Simón Bolívar y Guadalupe Victoria, este último presidente de México. Ante la fuerte presión diplomática estadounidense los gobiernos de Bogotá y México respondieron que no se aceleraría operación alguna de gran magnitud contra las Antillas españolas hasta que la propuesta fuera sometida al juicio del Congreso Anfictiónico de Panamá a celebrarse en 1826. La preocupación de Washington como es lógico continuó, trasladando su inquietud a los gobiernos de Colombia y México y moviendo todos los resortes de su poderío diplomático.8

A este pasaje bochornoso de la historia de Estados Unidos, reflejo de la ideología monroísta, se referiría años más tarde José Martí en uno de sus célebres discursos cuando señaló: "Y ya ponía Bolívar el pie en el estribo, cuando un hombre que hablaba en inglés, y que venía del Norte con papeles de gobierno, le asió el caballo de la brida y le habló así: "¡Yo soy libre, tú eres libre, pero ese pueblo que ha de ser mío, porque lo quiero para mí, no puede ser libre¡"9

El statu quo conveniente a los intereses de Estados Unidos no podía ser alterado por potencias extra continentales, pero tampoco incluso por los propios países de la región. Esa situación se mantendría durante los años 1827, 1828 y 1829, cada vez que se intentó revivir la empresa redentora; tanto por parte de Colombia, como de México y Haití.

Resulta muy ilustrativo a la luz de hoy -cuando seguimos viendo la obsesión yanqui con relación a Cuba- que en el contexto de la proclamación de la doctrina Monroe estuvieran gravitando en especial los intereses de dominación de Estados Unidos sobre la Mayor de las Antillas. Y es que la doctrina Monroe también se complementaba con la llamaba teoría de la Fruta Madura, formulada por John Quincy Adams en el propio año 1823, en la cual se comparaba a Cuba con una fruta en un árbol, para metafóricamente señalar que como mismo existían leyes de la gravitación física, existían leyes de gravitación política y, que por tales razones, no había otro destino para Cuba que caer en manos estadounidenses, solo había que esperar el momento oportuno a que esa fruta estuviera madura para que se cumpliera ese final inevitable.

Durante ese proceso -destacaba también Adams en carta enviada el 28 de abril de 1823 al representante diplomático de Estados Unidos en Madrid- era preferible que la fruta apetecida permaneciera en manos de España, antes que pasara a manos de potencias más poderosas de la época. De ahí que, cuando el ministro de relaciones exteriores de la corona británica, George Canning, propusiera a Washington la firma de una declaración conjunta de rechazo a cualquier intento de la Santa Alianza y Francia por restaurar el absolutismo de España en los territorios hispanoamericanos, Estados Unidos tomara la delantera en una jugada maestra, haciendo una declaración por su cuenta -conocida luego como Doctrina Monroe- que dejaba las manos absolutamente libres a Estados Unidos en América e intentaba atárselas al resto de las potencias, inclusive Inglaterra.

En la raíz del surgimiento de la Doctrina Monroe, estuvo entonces Cuba, como uno de los territorios más ambicionados por la clase política estadounidense. También México, cuyos territorios en más de la mitad de su extensión serían después usurpados durante la guerra de 1846-1848.

I

En 1830 partía a la eternidad Simón Bolívar quien, durante su lucha por la independencia y la unidad de los pueblos de Hispanoamérica, había sentido el rechazo estadounidense como un gran obstáculo y peligro permanente, así como comprobado su postura calculadora y fría -que él llamó conducta aritmética- con relación al proceso emancipador que tenía lugar en Suramérica. Contra el Libertador y sus planes de unidad e integración de Hispanoamérica se tejió desde Washington una amplia red conspirativa, que asombra aun hoy por su nivel de articulación, cuando aun no existían los medios de comunicación e inteligencia con los que cuenta el imperialismo norteamericano en la actualidad.

Sin embargo, representantes diplomáticos estadounidenses como William Tudor, William Harrison, Joel Poinsett, entre otros, hicieron un trabajo sucio muy efectivo por vencer más que a la persona de Bolívar, a las ideas que él representaba y defendía, totalmente antagónicas a la filosofía monroísta. Su pensamiento precursor del antiimperialismo, acerca de la unidad e integración de los territorios liberados del yugo del colonialismo español, en favor de la abolición de la esclavitud, de las clases más desposeídas y de la independencia de Cuba y Puerto Rico, fueron la mayor amenaza a sus intereses de expansión y dominio que enfrentó Washington en aquellos años, de ahí sus innumerables intentos de desacreditarlo llamándolo "usurpador", "dictador", "el loco de Colombia", entre otros calificativos ofensivos.

II

En la segunda mitad del siglo XIX, el ideal bolivariano tendría en José Martí, el Apóstol de la independencia de Cuba, a uno de sus discípulos más brillantes, quien pudo ver como nadie en las entrañas del monstruo y alertar de sus peligros para la independencia de Nuestra América y el propio equilibrio del mundo. Fue entonces a él a quien correspondió enfrentar el monroísmo en la etapa en que Estados Unidos daba sus primeros pasos de transición a la fase imperialista y cuando la doctrina Monroe se modernizaba a través del Panamericanismo, que propugnaba la unidad continental bajo el eje dominante de Washington desde la narrativa del llamado Destino Manifiesto, una tesis de supuesta raíz bíblica, que afirmaba que la voluntad divina concedía a la nación estadounidense derecho de controlar la totalidad del continente.

Estados Unidos buscaba la supremacía hemisférica en los foros e instrumentos jurídicos internacionales y con ello la institucionalización de los postulados de la Doctrina Monroe.

A través de sus crónicas y artículos en más de una veintena de periódicos hispanoamericanos José Martí desarrolló una intensa labor antiimperialista para derrotar las tesis de la moneda única, del arbitraje y unión aduanera, que promovía el secretario de Estado de Estados Unidos, James Blaine, en la Conferencia Internacional Americana celebrada en Washington entre 1889 y 1890. Así lo haría también en la Conferencia Monetaria de las Repúblicas de América en 1891, donde participó activamente como Cónsul de Uruguay.

“Jamás hubo en América, de la independencia acá –advertía Martí-, asunto que requiera más sensatez, ni obligue a más vigilancia, ni pida examen más claro y minucioso, que el convite que los Estados Unidos potentes, repletos de productos invendibles, y determinados a extender sus dominios en América, hacen a las naciones americanas de menos poder, ligadas por el comercio libre y útil con los pueblos europeos, para ajustar una liga contra Europa, y cerrar tratos con el resto del mundo.

“De la tiranía de España supo salvarse la América española; y ahora, después de ver con ojos judiciales los antecedentes, causas y factores del convite, urge decir, porque es la verdad, que ha llegado para la América española la hora de declarar su segunda independencia".

Poco antes de caer en Dos Ríos el 19 de mayo de 1895, en carta inconclusa a su amigo mexicano Manuel Mercado, Martí dejó testimonio de cual había sido el sentido de su vida: impedir a tiempo con la independencia de Cuba, que se extendieran por las Antillas los Estados Unidos y cayeran con esa fuerza más sobre nuestras tierras de América.

Con una visión de largo alcance, Martí había visto el peligro mayor que para Cuba y los países nuestroamericanos representaban los voraces apetitos imperiales de Washington y previó lo que podía ocurrir de no alcanzarse en breve tiempo la independencia de Cuba y Puerto Rico, donde él consideraba se hallaba el equilibrio del mundo.

"En el fiel de América están las Antillas -escribía Martí en un análisis que demuestra su conocimiento y visión de los intereses geopolíticos que se estaban moviendo en el escenario internacional- , que serían, si esclavas, mero pontón de la guerra de una república imperial contra el mundo celoso y superior que se prepara ya a negarle el poder, -mero fortín de la Roma americana-; y si libres -y dignas de serlo por el orden de la libertad equitativa y trabajadora- serían en el continente la garantía del equilibrio, la de la independencia para la América española aún amenazada y la del honor para la gran república del norte, que en el desarrollo de su territorio por desdicha, feudal ya, y repartido en secciones hostiles hallará más segura grandeza que en la innoble conquista de sus vecinos menores, y en la pelea inhumana que con la posesión de ellas abriría contra las potencias del orbe por el predominio del mundo”.

Y unas líneas más adelante expresa: "Es un mundo lo que estamos equilibrando: no son solo dos islas las que vamos a libertar".

III

En 1898, con la intervención en el conflicto cubano-español, Estados Unidos convirtió a la Isla de Cuba en la probeta de ensayo neocolonial en la región, dando inicio a un período histórico caracterizado por la consumación y éxito de la doctrina Monroe, afianzando su dominio en el hemisferio occidental y desplazando de forma paulatina a las potencias rivales, en especial a Inglaterra. Además de Cuba y Puerto Rico, Washington garantizó el control del Istmo de Panamá, uno de los puntos geoestratégicos más importantes.

República Dominicana, Panamá, Guatemala, El Salvador, Cuba, Honduras, Nicaragua y Haití sufrieron directamente la política del Gran Garrote y el corolario Roosevelt a la Doctrina Monroe con la intervención y ocupación territorial de los marines yanquis. En el caso de Cuba, el monroísmo adquirió connotación jurídica a través de la Enmienda Platt, apéndice a la Constitución de 1901, impuesto por la fuerza a los cubanos bajo la amenaza de ocupación militar permanente.

La Enmienda Platt daba derecho a Estados Unidos a intervenir en Cuba cada vez que lo estimara conveniente y a arrendar territorios para el establecimiento de bases navales y carboneras, origen de la ilegal presencia estadounidense hasta nuestros días en la Bahía de Guantánamo. La Enmienda Platt no se concibió ni se impuso para la salvaguarda de Cuba ni de ningún interés cubano, sino como una expresión tangible de la Doctrina Monroe.

El sucesor de Roosevelt en la Casa Blanca, William Taft, a través de la diplomacia del dólar y las cañoneras, combinó la intervención militar con el control financiero y político yanqui expandiendo y consolidando la dominación estadounidense en Centroamérica y el Caribe. "No está distante el día -señalaría sin pudor Taft- en que tres estrellas y tres franjas en tres puntos equidistantes delimiten nuestro territorio: una en el Polo Norte, otra en el Canal de Panamá y la tercera en el Polo Sur. El hemisferio completo de hecho será nuestro en virtud de nuestra superioridad racial, como es ya nuestro moralmente".10 Luego se sucedieron los gobiernos de Woodrow Wilson, Warren Harding, Calvin Coolidge, Herbert Hoover y Franklin D. Roosevelt. Todos afianzaron de una forma u otra los postulados de la Doctrina Monroe, interviniendo o amenazando militarmente cada vez que los requerimientos de su seguridad imperial en la región fueron amenazados. La Revolución Mexicana sufrió en esos años los embates del monroísmo, también Nicaragua de 1926 a 1933, cuando Augusto César Sandino, encabezando un ejército popular, enfrentó a los infantes de marina que habían invadido y ocupado el país. Las tropas estadounidenses fueron finalmente derrotadas y tuvieron que retirarse de la nación centroamericana el 3 de enero de 1933.

Sin embargo, el gobierno de Franklin Delano Roosevelt, el mismo que había propugnado la engañifa de la política del Buen Vecino hacia América Latina y el Caribe, no quedó de brazos cruzados y conspiró contra Sandino hasta lograr se materializara su asesinato y se instaurara la dictadura de Anastasio Somoza, “un hijo de perra” –lo calificaba el propio Roosevelt- “pero nuestro hijo de perra”.

IV

El inicio de la Segunda Guerra Mundial le vino como anillo al dedo al gobierno estadounidense para expandir aún más su dominio por todo el hemisferio, extendiendo sus bases militares en la región y logrando que numerosos países latinoamericanos y caribeños se sumaran a sus proyectos de "seguridad hemisférica", quedando en realidad subordinados a los objetivos geoestratégicos del imperialismo yanqui.

La firma en 1947 de 20 gobiernos latinoamericanos y caribeños del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR), fue un ejemplo palpable de ello. Monroe y Adams desde sus tumbas no podían estar más satisfechos, mucho más cuando en 1948 surgió la Organización de Estados Americanos (OEA), como instrumento de Estados Unidos para modernizar e institucionalizar su dominación sobre Latinoamérica y el Caribe. Su nacimiento fue bautizado con el derramamiento de sangre del pueblo colombiano, en medio de un levantamiento popular cuyo detonante fue el asesinato del líder progresista Jorge Eliécer Gaitán. El gobierno servil a los intereses de Washington impuesto luego de aquellos acontecimientos sería el único que enviaría tropas a la guerra de Corea para complacer al amo del Norte.

De inmediato comenzó a evidenciarse que el propósito de la OEA nada tenía que ver realmente con la “unidad y la solidaridad continental” frente a desafíos comunes y “amenazas extra regionales”, sino que constituía una pieza más en el nuevo sistema mundo que surgía en función de satisfacer los intereses hegemónicos de la élite de poder de Estados Unidos. El llamado sistema interamericano, era en realidad parte de su sistema de dominación. La OEA constituía una adecuación de la Doctrina Monroe al escenario posbélico para alinear a toda la región frente a los "peligros del comunismo internacional". De ahí su inutilidad –más allá de la posibilidad de condenar verbalmente al imperialismo estadounidense- para representar los intereses de los pueblos latinoamericanos y caribeños.

La historia de la OEA no ha sido otra que la del respaldo más infame de gobiernos oligárquicos a los intereses de Washington, o el irrespeto de Washington a la mayoría, cuando esa mayoría ha disentido de sus posiciones, reflejando la falacia de su propia existencia como espacio de concertación entre las Dos Américas. La propia carta de la OEA ha sido vulnerada y los consensos regionales burlados por Estados Unidos en múltiples ocasiones. Sin duda, fue concebida y sigue intentando funcionar como un “Ministerio de Colonias” yanqui, en cuya raíz se halla la filosofía monroísta.

Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos alcanzó la supremacía absoluta en el Hemisferio Occidental, llegando a la cima de las aspiraciones de los padres fundadores, de Adams y Monroe cuando lanzaron la famosa doctrina y de sus continuadores más leales y creativos. Llegado ese nivel de control en lo que consideraban su patio trasero, la élite de poder del imperialismo estadounidense se sintió en condiciones de extender su hegemonía a otras zonas geográficas del mundo, traspasando incluso los límites de lo expresado en la Doctrina Monroe en el año 1823.

V

Los años 60 trajeron nuevamente un relanzamiento del ideal monroísta ante el triunfo de la Revolución Cubana y la supuesta penetración con ello del comunismo en el hemisferio occidental, pretexto que se asumió y difundió desde Washington para seguir un curso aun más agresivo contra el proceso revolucionario cubano y provocar su aislamiento diplomático en el hemisferio, hecho que se materializó cuando Cuba fue suspendida de la OEA en 1962. En ese propio año el presidente Kennedy dijo en conferencia de prensa:

“La doctrina Monroe significa lo que ha significado desde que el Presidente Monroe y John Quincy Adams la enunciaron: que nos opondríamos a que una potencia extranjera extienda su poder al hemisferio occidental, y es por eso que nos oponemos a lo que está sucediendo en Cuba hoy. Es por ello que hemos cortado nuestras relaciones comerciales. Por ello es por lo que trabajamos en la Organización de Estados Americanos y en otras maneras para aislar la amenaza comunista en Cuba".

La resistencia y logros de la Revolución Cubana, su ejemplo de independencia y soberanía absoluta a las puertas mismas del imperio estadounidense, era una realidad inadmisible para los verdaderos propósitos hegemónicos bajo los que fue inspirada la Doctrina Monroe. Por el mismo punto geográfico en que Washington había comenzado su largo camino de éxitos de expansión y preminencia, estrenándose como imperio, comenzaba también el desafío más contundente y sostenido que jamás haya enfrentado el coloso del Norte desde la periferia del sur y, por si fuera poco, en sus propias narices y por una Isla, pequeña en extensión, pero gigante como ejemplo moral para el mundo.

Fidel Castro Ruz abrazaría el ideal bolivariano, martiano, anticolonialista, antiimperialista, internacionalista y marxista, convirtiéndose en una herejía que aun hoy y de cara al futuro, continúa librando y ganando grandes batallas, mientras viva su ejemplo y pensamiento en el pueblo cubano y en los revolucionarios de todo el orbe.

Además de desatar contra Cuba una guerra de espectro completo que llega hasta nuestros días, esta anomalía a la dominación estadounidense en el hemisferio occidental llevó a los distintos gobiernos estadounidenses a desatar toda una serie de políticas de corte violento y reaccionario para evitar la existencia de más Cubas en la región. Comenzó una nueva etapa de invasiones, golpes de estado y apoyo a dictaduras sangrientas, bajo el pretexto de la lucha contra el comunismo.

En nombre de la libertad –también de los derechos humanos- como había advertido Bolívar en 1829, Washington fue responsable de los crímenes más horrendos practicados contra los pueblos al sur del Río Bravo. Millones de desaparecidos, torturados, asesinados, fue el costo que pagaron nuestros pueblos, cifra imposible de calcular totalmente si sumamos las víctimas del monroísmo desde el siglo XIX. No podemos jamás olvidar esa historia, que forma parte también de lo que han significado estos doscientos años de la Doctrina Monroe.

Cómo no hacer referencia a la Operación Cóndor, que entre 1975 y 1983 fue la causante de miles de muertos y desaparecidos en todo el continente, donde se sumaron los esfuerzos criminales del gobierno de Estados Unidos y la CIA, con las dictaduras militares de Chile, Argentina, Venezuela, Paraguay, Uruguay, Brasil y Bolivia, y también de grupos terroristas de origen cubano asentados en Miami, con el objetivo de cercenar el movimiento progresista y revolucionario en América Latina.

Hace 50 años la administración Nixon-Kissinger desató un gran complot contra el gobierno de la Unidad Popular presidido por Salvador Allende en Chile, esta operación culminó el 11 de septiembre de 1973 con un golpe de estado, la muerte de Allende y el establecimiento de una de las dictaduras más atroces de todo el continente, cuyas secuelas aun hoy son visibles en ese país. También hace 40 años la administración republicana de Ronald Reagan lanzó una invasión a la Isla caribeña de Granada, el 25 de octubre de 1983, donde tenía lugar un proceso revolucionario encabezado por Maurice Bishop.

La historia como maestra de la vida da lecciones para el presente. Las palabras de Fidel al pueblo chileno, en Santiago de Chile, el 12 de diciembre de 1971, alertando de la amenaza que representaba la derecha fascista apoyada desde Washington para los procesos revolucionarios, cobran hoy nuevamente especial vigencia:

"Pero, ¿qué hacen los explotadores cuando sus propias instituciones ya no les garantizan el dominio? ¿Cuál es su reacción cuando los mecanismos con que han contado históricamente para mantener su dominio les fracasan, les fallan? Sencillamente los destruyen. No hay nadie más anticonstitucional, más antilegal, más antiparlamentario y más represivo y más violento y más criminal que el fascismo.El fascismo, en su violencia, liquida todo: arremete contra las universidades, las clausura y las aplasta; arremete contra los intelectuales, los reprime y los persigue; arremete contra los partidos políticos; arremete contra las organizaciones sindicales; arremete contra todas las organizaciones de masas y las organizaciones culturales.

De manera que nada hay más violento ni más retrógrado ni más ilegal que el fascismo".

VI

La caída del campo socialista desató los aires triunfalistas en Washington acerca de la llegada de la “Pax Americana”. Ya no era solo “América para los estadounidenses”, sino el mundo a los pies de la potencia mundial vencedora de la Guerra Fría como un supuesto fin de la historia. Sin embargo, además de que no pudieron barrer con Cuba, que resistió y salió adelante nuevamente victoriosa como la principal piedra en sus zapatos, las rebeliones y resistencias populares en lo que Estados Unidos consideraba su traspatio seguro comenzaron de inmediato a sucederse y lo menos que imaginaba la élite de poder en ese país, que se produciría un resurgir del bolivarianismo y la llegada al poder de fuerzas progresistas y de izquierda, que articularon un cambio de época donde se puso en tela de juicio el monroísmo, rescatando y actualizando para el siglo XXI el ideal bolivariano.

El papel del presidente venezolano Hugo Rafael Chávez Frías, al frente de la Revolución Bolivariana marcó sin lugar a dudas, un giro y un salto en la historia Latinoamericana y Caribeña. Junto a los gobiernos de Nestor Kichner en Argentina, Daniel Ortega en Nicaragua, Evo Morales en Bolivia, Tabaré Vázquez en Uruguay, Lula Da Silva en Brasil, Rafael Correa en Ecuador y Fidel y Raúl en Cuba, se comenzó a dar forma un proyecto regional “Nuestroamericano”, que incluía la creación de organismos de integración como el ALBA-TCP, UNASUR, CELAC, TELESUR, PETROCARIBE, entre otros mecanismos que buscaban romper con los esquemas de dominación que se venían imponiendo desde el norte durante décadas.

En noviembre de 2005, fueron derrotados los intentos del imperialismo estadounidense por recolonizar la región bajo un Área de Libre Comercio para las Américas (ALCA), cuando en Mar del Plata, Argentina, durante la celebración de la IV Cumbre de las Américas, varios presidentes latinoamericanos y caribeños le plantaron cara, entre ellos el propio anfitrión de la reunión el presidente Néstor Kirchner, junto a Chávez y Lula. Estados Unidos jamás había enfrentado tal quiebre a su dominación en el hemisferio occidental desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.

Las administraciones de William Clinton, W. Bush y Barack Obama reaccionaron con todo su arsenal y aliados para frenar y derrocar este proceso: golpes de estado, golpes parlamentarios, golpe petrolero, sanciones económicas, bloqueos, guerras culturales, mediáticas, psicológicas y de cuarta generación, subversión, espionaje, injerencias en los asuntos internos, estímulo a la traición y la división, judicialización de líderes progresistas y de izquierda, amenaza diplomática y económica, maniobras militares, activación de la IV Flota, entre muchas otras acciones que marcaron la contraofensiva imperial, oligárquica y de derecha en toda la región.

No obstante, bajo los preceptos del Smart Power, en el 2013, el presidente estadounidense Barack Obama expresó que la Doctrina Monroe había llegado a su fin y en un discurso ante la OEA, el entonces secretario de Estado, John Kerry, afirmó que la relación de Estados Unidos y América Latina debía ser la de socios equivalentes, y que su gobierno buscaba establecer un vínculo no basado en doctrinas sino en intereses y valores comunes. Pero el mejor mentís a estas declaraciones vino solo dos años después cuando se produjo un nuevo intento de golpe de estado contra la Revolución Bolivariana, donde quedó en evidencia la injerencia estadounidense. Unas semanas después, la Casa Blanca declaró a Venezuela una amenaza extraordinaria para su seguridad nacional.

En el caso de Cuba, a pesar del anuncio del restablecimiento de las relaciones diplomáticas el 17 de diciembre de 2014 y del llamado nuevo enfoque de política, los propósitos de lograr un cambio de régimen y el derrocamiento de la Revolución jamás fueron abandonados por la administración Obama. Hechos, declaraciones y documentos del período así lo demuestran.

No obstante, su sucesor en la Casa Blanca, Donald Trump, y sus principales asesores en política exterior retomarían sin tapujos el discurso monroísta. Una de las declaraciones que mas titulares generó fue la de su secretario de Estado, Rex Tillerson, quien durante una gira por América Latina, afirmó que la Doctrina Monroe, "es tan relevante hoy como el día en que fue escrita". Estas declaraciones no fueron solo una reacción ante una mayor presencia de China y Rusia en la región, sino que respondían a la no aceptación de "ideologías foráneas" como las que defienden Cuba y Venezuela, aunque en el fondo de la cuestión conocemos que la verdadera preocupación es la desconexión del sistema de dominación imperial estadounidense que los ejemplos de la Revolución Cubana y Bolivariana significan.

VII

Actualmente se hace cada vez más visible que asistimos a un mundo en transición geopolítica y de un acelerado declive de la hegemonía estadounidense a nivel global. La élite de poder de Estados Unidos en este escenario se aferra cada vez más a la filosofía monroísta y ante un estado de sobredimensionamiento imperial que le impide mantener el control en zonas geográficas mucho más distantes –como ha ocurrido en África y Medio Oriente-, es lógico que su mirada de atención se concentre en la zona que durante 200 años ha considerado su espacio vital de reproducción y expansión hegemónica: América Latina y el Caribe. Desde la lógica imperial, de lo que se trata es de recuperar el terreno perdido a cualquier costo frente al avance de China, Rusia y de los propios gobiernos progresistas y de izquierda. América Latina y el Caribe sigue siendo la máxima prioridad en la política exterior de Estados Unidos. La jefa del Comando Sur de Estados Unidos, Laura Richardson, en fechas recientes lo volvió a ratificar, cuando en conversación con el think tank, Atlantic Council, expresó:

“Si hablo de mi adversario número dos en la región, Rusia, quiero decir, tengo, por supuesto, las relaciones entre los países de Cuba, Venezuela y Nicaragua con Rusia. Pero, ¿por qué es importante esta región? Con todos sus ricos recursos y elementos de tierras raras, tienes el triángulo de litio, que hoy en día es necesario para la tecnología. El 60% del litio del mundo está en el triángulo de litio: Argentina, Bolivia, Chile, tienes las reservas de petróleo más grandes, crudo ligero y dulce descubierto frente a Guyana hace más de un año. Tienes los recursos de Venezuela también, con petróleo, cobre, oro. Tenemos los pulmones del mundo, el Amazonas. También tenemos el 31% del agua dulce del mundo en esta región. Quiero decir, es fuera de lo común. Esta región importa. Tiene que ver con la Seguridad Nacional y tenemos que intensificar nuestro juego”.

El escenario que se dibuja es de oportunidades antes las brechas y debilidades del propio sistema imperial y los errores continuos de la derecha sin un proyecto alternativo que ofrecer a nuestros pueblos, pero también de grandes peligros ante el crecimiento de tendencias neofascistas que se vislumbran en el horizonte y también en otros lugares del mundo, en especial en Europa. La propia crisis sistémica del imperialismo, conlleva a reacciones cada vez más violentas y reaccionarias, ante la pérdida de capacidades para mantener la acumulación ampliada del capital y las rebeliones y rebeldías que se levantan una tras otra en la periferia y en los propios centros de dominación, cuyos resultados anuncian el nacimiento de un mundo multipolar.

En ese proceso, las fuerzas de izquierda de la región cuentan con un momento único para relanzar como nunca antes los procesos de unidad e integración de América Latina y el Caribe. Las coyunturas son muy cambiantes y movedizas, mañana será demasiado tarde. Solo unidos seremos verdaderamente libres y un actor internacional con un lugar influyente en los destinos de la humanidad, que debe moverse con urgencia, para no desaparecer, hacia un cambio de paradigma civilizatorio. De lo contrario caería nuevamente Estados Unidos sobre nuestras tierras de América, rompiendo el equilibrio del mundo, en un momento en el que quizás no exista retorno para salvar no solo la independencia y la soberanía de nuestros pueblos, sino incluso la propia especie humana.

Como señalara el líder de la Revolución Cubana, Fidel Castro Ruz, en la primera Cumbre Iberoamericana, en Guadalajara, México, el 18 de julio de 1991: “Ha llegado el momento de cumplir con hechos y no con palabras la voluntad de quienes soñaron un día para nuestros pueblos una gran patria común que fuese acreedora al respeto y el reconocimiento universal”.

En pleno siglo XXI la Doctrina Monroe está tan viva como lo estuvo en 1823, hace doscientos años. Pero también están vivos los ideales y luchas de nuestros pueblos. Están vivos hoy más que nunca los ideales y las luchas de los próceres latinoamericanos y caribeños que ofrendaron sus vidas por la independencia y unidad de Nuestra América.

En este año 2023, que lo que verdaderamente conmemoramos es el 95 aniversario del natalicio de uno de los paradigmas más elevados de los revolucionarios para todos los tiempos, Ernesto Che Guevara, que entregó su vida a la emancipación de los pueblos latinoamericanos, caribeños, africanos y de todo el sur global bajo el yugo imperialista, nuestro mayor compromiso tiene que ser, sin dogmas y atavismos que lastren el camino, la lucha por la justicia social y la unidad e integración de nuestros pueblos.

Tomado de: Cuba Debate

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