RAFAEL ROJAS
Durante más de medio siglo, si tomamos el 26 de julio de 1953 como fecha de arranque, el castrismo ha intentado legitimarse con las ideas de José Martí. Aunque los estudios más autorizados reconocen que lo aprovechable por el régimen de Fidel Castro en aquella obra extraordinaria, no sólo política sino literaria, moral y filosófica, es muy poco --algunos mensajes antiliberales, ciertas críticas a la política latinoamericana de Estados Unidos, a fines del siglo XIX...--, lo cierto es que la instrumentación castrista del legado martiano ha producido efectos perversos.
El más perceptible de esos efectos es el rechazo a la literatura, el pensamiento y la política de Martí que sienten las nuevas generaciones de cubanos de la isla, como proyección del rechazo que también sienten, pero no pueden expresar libremente, a la figura de Fidel Castro y el orden totalitario que él encarna. Como gesto de hartazgo ante la obsesiva propaganda nacionalista del régimen, el despego de ese Martí adulterado por Castro es sano, pero en tanto privación de una herencia republicana y democrática, sumamente útil para la construcción de una ciudadanía moderna, la pérdida del legado martiano es desastrosa para el futuro de Cuba.
La crítica a la apropiación de Martí por el régimen de Fidel Castro ha sido muy fecunda en el exilio: desde Humberto Piñera Llera, Rafael Esténger, Roberto Agramonte y Carlos Márquez Sterling hasta el incansable Carlos Ripoll y el siempre lúcido Enrico Mario Santí. En esta página, sin embargo, me gustaría apartarme del debate ideológico en torno a la médula republicana, democrática e interamericana --para usar un término políticamente correcto-- de la obra de José Martí y colocarme en el plano más elemental de la biografía.
¿Quién fue José Martí? En esencia, un exiliado de una dictadura y un opositor a un régimen autoritario. A sus 18, y luego de año y medio de cárcel --porque también fue eso, un preso político-- Martí fue deportado a España. Luego, entre 1875 y 1878, vivió en México y Guatemala. Del 31 de agosto de 1878 al 25 de septiembre de 1879, intentó, sin éxito, reinstalarse en La Habana. A fines de ese año fue deportado nuevamente y, después de un breve paso por Madrid y París, en enero de 1880 se estableció en Nueva York. Allí vivió hasta su partida a la manigua cubana, en enero de 1895, cuatro meses antes de su inmolación en Dos Ríos.
De manera que de su vida adulta, Martí sólo vivió en Cuba un año y medio: la estancia en La Habana, luego del Pacto del Zanjón, y los meses de la guerra. De los 42 años que tenía a su muerte, más de la mitad la pasó entre la cárcel y el exilio y quince de ellos, en Nueva York, que fue su verdadera ciudad. Durante esos 24 años de exilio, Martí, además de su poesía y su prosa, no siempre subordinadas al quehacer político y muchas veces, como nos recuerda Orlando González Esteva, atenta a detalles escurridizos, casi imperceptibles, de la naturaleza y el hombre, dedicó cada día de su corta vida a la oposición a una dictadura.
La forma recurrente en que el castrismo escamotea esta esencia exiliada y opositora de Martí es presentándolo como un ''antimperialista'' y un ''revolucionario''. Sobre la primera definición digamos, tan sólo, que Martí criticó las políticas de Cleveland, Harrison y, sobre todo, del secretario de Estado Blaine hacia América Latina, pero, como el realista que era, nunca pensó que la hegemonía regional de Estados Unidos debía ser combatida o negada, sino aprovechada en beneficio propio, y siempre, hasta su muerte, admiró el estado de derecho, la prosperidad material y las instituciones republicanas de la democracia norteamericana.
Sobre ese ''Martí revolucionario'', en boca de castristas, qué más decir. Si revolución significa el cambio de un régimen autoritario, que prohíbe derechos civiles y políticos a una ciudadanía cautiva, y la construcción de una república democrática ''con todos y para el bien de todos'', entonces sí, Martí era revolucionario. Pero si revolución significa, como para Castro y sus seguidores, la confrontación con Estados Unidos, el encarcelamiento de opositores pacíficos, la humillación de la dignidad personal y la permanencia de un mismo caudillo en el poder durante medio siglo, entonces, definitivamente no: Martí no era revolucionario.
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