By ORLANDO GONZALEZ ESTEVA
Especial/El Nuevo Herald
La sonrisa final
La muerte va y viene por la poesía cubana como Pedro por su casa. Abunda quien la evita, lógicamente, pero no falta quien la pretende, y a la vanguardia de éstos figura José Martí. Lo admite en sus cuadernos de apuntes: ¡Cuántas veces, tranquilo el rostro en apariencia, vamos por la calle llamando a la muerte!
No satisfecho con buscarla, Martí se adelanta a ella y, además de describir el encuentro previsto, vislumbra la expresión que aflorará a su rostro al instante de encararla: Yo moriré sin dolor: será un rompimiento interior, una caída suave, y una sonrisa. La autopsia de su cadáver revela que éste fue blanco de tres balas: una le atravesó el tórax; otra, el muslo derecho, y la tercera, el cuello, a pocos centímetros de la mandíbula. Esta última acabó abriéndose paso hasta el labio superior, y destrozándoselo.
Si las cosas sucedieron como Martí anticipó (¿dispuso?), el ''rompimiento'' fue obra de la primera bala; la ''caída suave'', en cámara lenta, obra de la segunda; y la tercera no debe haber llegado a tiempo para impedir, antes de desfigurarle el rostro, que se cumpliera su vaticinio y el moribundo sonriera.
Martí describe, incluso, el marco en que ese encuentro tendrá lugar: Yo quiero salir del mundo/ por la puerta natural,/ en un carro de hojas verdes/ a morir me han de llevar. Es una premonición sorprendente por lo exacta: la naturaleza cubana, la vegetación de la isla, no tanto como carruaje fúnebre sino como vehículo destinado a facilitar el encuentro; un vehículo conducido por otros... Lo dice: ``me han de llevar''.
No satisfecho, Martí también se contempla fuera de sí mismo al instante de morir --como dicen que las almas contemplan sus cuerpos inmediatamente después de abandonarlos-- y recurre, para retratarse, a la tercera persona, como si hablara de otro, de alguien que ya no es él: Sonrió en la sombra al caer. Esa sonrisa insistente explica otro apunte suyo: En Lisboa, el cementerio principal es llamado Placeres.
Insatisfecho aún con la reseña de su muerte, Martí ofrece noticias del más allá y parece preferir el coche que viene a recogerlo al ''carro de hojas verdes'' que lo lleva a Dos Ríos: El auto mejor, la sepultura. Nada más natural: ese auto estaba hecho de tierra cubana. La primera fosa que ocupó Martí fue una fosa común, y en ella se le depositó desnudo, sin ataúd.
Que la muerte enamoraba a Martí, y que éste no era indiferente a sus encantos, lo ratifica un poema de ''Versos libres'': Al retornar ceñudo/ de mi estéril labor triste y oscura,/ con que a mi casa del invierno abrigo,/ de pie sobre las hojas amarillas,/ en la mano fatal la flor del sueño,/ la negra toca en alas rematada,/ ávido el rostro, trémula la miro/ cada tarde aguardándome a mi puerta./ En mi hijo pienso, y de la dama oscura/ huyo sin fuerzas, devorado el pecho,/ de un frenético amor! Mujer más bella/ no hay que la muerte!
En versos que no alcanza a terminar, Martí no sólo reafirma su debilidad por la muerte (Cual ardilla ladrona a ocultas mimo / el pensamiento de morir), sino predice el mes en que ésta tendrá lugar: Morir también en Mayo amable quise... Más que predecir, se diría que recuerda; que es un muerto que, mirando atrás, escribe.
Nicolás Guillén reconoce que hubo una época en que prefirió eludir todo trato con la Muerte, a pesar de que ésta, en ocasiones, se dirigiera a él con el apelativo de ''amigo'', pero que no tardó en recapacitar y en ser él mismo quien anhelara el diálogo: Ay, Muerte,/ si otra vez volviera a verte,/ iba a platicar contigo/ como un amigo:/ mi lirio, sobre tu pecho,/ como un amigo;/ mi beso, sobre tu mano,/ como un amigo;/ yo, detenido y sonriente,/ como un amigo.
Si existen fotografías de Guillén en su féretro valdría la pena revisarlas, comprobar cuán exacta fue esa imagen de sí mismo que esboza el penúltimo de esos versos, donde ambos adjetivos, ''detenido y sonriente'', ofrecen una instantánea. Con ellos, Guillén aventaja a los fotógrafos de la isla y, presumido, se autofotografía, queda bien: sonríe, muerto, a la posteridad.
La alegría de la muerte va a alcanzar una suerte de apoteosis en la obra de Severo Sarduy, quien sabiéndose víctima de una enfermedad terminal decide escribir sus propios epitafios, y en ellos, impartir instrucciones para la celebración de su velorio. Las sonrisas de Martí y de Guillén, tan serenas, van a adquirir aires carnavalescos y sabor de repostería criolla en Sarduy: Que den guayaba con queso/ y haya son en mi velorio;/ que el repertorio mortuorio/ se acorte y limite a eso./ Ni lamentos en exceso,/ ni Bach; música ligera:/ La Sonora Matancera./ Para gustos los colores:/ a mí no me pongan flores/ si muero en la carretera.
Sarduy, como Martí, va a asomarse a su propia tumba o, quizás, como él, a hablar desde ella, y a insistir, zumbón, ilustrando una ligereza que ha sido y es motivo de preocupación para los estudiosos del ser cubano --ligereza a la que fue ajeno Martí-- en el carácter festivo de la muerte: Aquí reposa burlón,/ ángel de la jiribilla,/ el mago de la cuartilla/ y hasta del más puro son./ Un trago de ron peleón,/ un buen despojo, una misa,/ y un brindis seco y sin prisa/ para aplacar a los dioses/ ausentes, si no feroces:/ ¡al que se murió de risa!
No sé por qué se me antoja que entre la sonrisa de Martí, tan justa, y la risa de Sarduy, tan exagerada, se abre un abismo similar al que distingue a la persona de la máscara; al hombre, a secas, del histrión. El abismo en el que se ha precipitado, y aún se precipita, la nación cubana.
RARO MARTI
--Drogas-- La de la Muerte.
No hay comentarios:
Publicar un comentario