Noviembre 1, 2006
Julio M. Shiling
Escrito está, y en idioma no-críptico, que la dictadura castrocomunista está en gestación de remate. Mientras los aduladores de la barbarie preparan, por un lado, la momificación del déspota y su sistema, y por otro, llevan prisa saqueando furtivamente la riqueza nacional, con sus familiares que escudriñan el amparo de residencias extranjeras (dando clara demostración de la poca confianza en la sobrevivencia del socialismo cubano y la naturaleza delincuencial y corrupta de la revolución castrista), se cursa múltiples proposiciones de las fuerzas prodemocráticas. El patriotismo prístino que encarna el Manifiesto de Montecristi sería una brújula suntuosa.
En esa joya de ciudad, escondida en la costa norte occidental de Quisqueya, con 3537 palabras, José Martí plasmó, tal vez, su más fornido testamento político. Proclamándole al mundo el por qué de la guerra emancipadora contra la metrópoli española, el robusto y elegante ensayo trascendentalmente trazó a nuestros tiempos una impetuosa relevancia. Sin saberlo, en ese preludio a la expedición libertadora, el Maestro nos facilitó el entendimiento a las complejidades modernas.
El Apóstol no vaciló en hablar de “guerra”. Sin miedo de ofender a los autonomistas, anexionistas, o mucho menos, los simpatizantes de la sumisión a la corona madrileña. Es más, insistió en correlacionar la gloriosa gesta de Yara con la que se estaba emprendiendo. Esa insistencia en atar una continuidad al proceso libertador obedecía a la lúcida concienciación de que la libertad de Cuba era una obra históricamente orgánica, aún siendo él su más ilustre arquitecto. También así tiene que ser la caracterización de la lucha contra el despotismo castrocomunista. No puede abrirse brechas de tiempo o metodología de lucha. La guerra empezó el primero de enero de 1959. Nuestros muertos, ilustres y muchos, merecen ese decoro. Si los tiempos dictan modos de lucha sin armas, esa postura debe de obedecer a ejercicios de táctica y no morales. El enemigo, feroz y despiadado, merita el peso más abrumador de nuestro plomo. Sin embargo, la empleomanía de la resistencia queda a la vertiente de las circunstancias y el usuario. No discriminemos a ninguno. Eso sólo alimentaría la durabilidad del régimen dictatorial, ahuyentando posibles conjeturas libertadoras.
Posturas que encubren escalas de ciudadanía basándose en geografía deben de ser rechazadas. Cuba es una: intramuros y en la diáspora. El Manifiesto se refiere a los cubanos “en el extranjero y en la Isla” con la misma singularidad de clasificación. El exclusivismo es una práctica que debe ser enterrado con el comunismo cubano.
Pese al tácito silencio de muchos libros de historia, nuestra lucha por la independencia contenía fuertes elementos de una guerra civil. El Maestro muy bien conocía esto. También del tacto histórico. Su guerra no fue contra el “español neutral y honrado”. Pero el ser “piadoso” con el arrepentido, y a la vez, “inflexible sólo con el vicio, el crimen y la inhumanidad”, allanó la postura que conduce al entendimiento de que Martí no toleraba la impunidad. La complicidad con la tiranía, y su tolerancia, no se enmarcaba en la república de amor del Apóstol. Séase el agresor un español o un cubano nacido. Tampoco debe hoy contemplarse conjeturas que, con amnistías, amparen a fraticidas y cleptómanos, dando así licencia al crimen y fomentando las bases para el resurgimiento mañana, del mal que combatimos hoy.
Creyente firme en la predestinación (de los hombres y los pueblos), Martí vislumbró, de los eventos que preparaban para Cuba, un efecto extraterritorial. Así también ahora. El doloroso calvario, amalgamado con el innato talento criollo y la predilección de la gracia divina, ostentan para la Patria repercusiones resplandecientes “para bien de América y del mundo”. El camino de Cuba, pasado, presente y futuro no permitirá la evasión de un universalismo, desproporcionado a sus límites geográficos.
El Manifiesto anotó los problemas de nuestra América palmariamente: el caudillismo, la corrupción, el monocultivo, etc. Su receta de instaurar una sociedad libre, con amplitudes políticas y económicas, era el mejor garante para promover el progreso y limitar los vicios. Lo sigue siendo.
La prodigiosa pluma del Maestro proclamó, para Cuba, un gran futuro. Pero eso sí, colmado de prerrequisitos. Cuando lanzó la guerra “sólo terminable por la victoria o el sepulcro”, la mediatización del problema cubano fue una bastardización del propósito. Hoy, contubernios con bloques y potencias extranjeras, protegiendo intereses comerciales y afinidades ideológicas, excavan posibilidades para salvar la tiranía de la guillotina histórica que ya dictaminó su sentencia. No podemos permitir esta monstruosa repetición. Lo que significó “victoria” para el Apóstol, tiene que así serlo para nosotros. La incondicional quiebra de la tiranía española que pregonó el Manifiesto de Montecristi, tiene que, transgeneracionalmente, aplicarse a sus homólogos represores modernos. Cualquier documento hoy, menos decidido a extirpar el mal que oprima la Patria en nuestros tiempos de forma absoluta, debe de ser impugnada.
José Martí, en Quisqueya, acompañado por Máximo Gómez aclamó que el momento para Cuba ya no esperaba más y oficializó, literalmente, la campaña emancipadora. Los parámetros fueron puros, no por sensibilidad idílica, sino por el sensato convencimiento de que la libertad mediatizada tiene muy corta vida y es inmerecedora de la sangre de nuestras mártires, donadas ante Cuba como altar. Toda propuesta de democratización debe de ser no menos clara y amplia. Clara, como la cristalina agua que reside detrás de la loma del morro (en Montecristi) y amplia, como la sonrisa de los montecristeños.
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