Ricardo Sarasty
Viernes, Agosto 5, 2016 - 10:13
Escribe José Martí en Nuestra América: “El problema de la independencia no era el cambio de formas, si no de espíritu” y explica así la frustración no solo de Bolívar sino que también de todos aquellos que como él soñaron un día con poder ver el florecimiento de una sola nación grande y poderosa. Un propósito que como empresa para lograr murió siendo sueño en los terrenos de lo imposible.
Pues si bien muchos de los pueblos libertados del yugo español estrenaron gobiernos autónomos, estos, pese a deberle su libertad y existencia a la razón, sostén de las repúblicas democráticas, recogieron las ruinas del pasado colonial para con ellas edificar la nueva casa sin renunciar a sus fantasmas y abolengo. Las batallas por la independencia no fueron desde entonces más que acontecimientos dignos del recuerdo, a ellos les pudo más la tradición avasalladora que había marcado para costumbre no en vano durante siglos los grilletes y el látigo del déspota.
Solo así se entiende la sobrevivencia en la república de la colonia. La existencia aun de sectores de la sociedad pujando por gobernar la nueva América a la manera de los gobernantes designados por el invasor, sin reconocer más soberanía sobre estos suelos que la que ellos mismos se ameritan reclamando el valor de su linaje y el poder representado en el ancestro que lo emparenta con el conquistador, el virrey, el oidor, el encomendero y el obispo.
La ilustración con la cual había solventado su gesta libertadora el criollo a la vez que fue luz también fue brecha que mantuvo en la distancia tanto al indio como al negro, por lo que nunca pudo entender que la nueva gran nación no podía nacer sin su reconocimiento y valoración de sus saberes.
Al héroe criollo le sobró razón para justificar la lucha y le faltó conocer la realidad local para ser estadista de su propia república. No se podía gobernar a un pueblo que había derrotado al tirano vistiendo su casaca y peluca, hablando con el acento del castellano. Pero así se hizo y lo único alcanzado entonces no es más que la prolongación del servilismo que se sobrelleva mientras unos lamentan la incapacidad ante el reto de lograr la construcción de una nación con identidad y otros mantienen el odio porque aún viven las consecuencias del desdén y la exclusión, sin resignarse al olvido, por lo que siempre buscarán ser cada vez más visibles y escuchados. Como nativos, porque con derecho reclaman la propiedad de sus suelos y como negros porque si su fuerza sirvió para generar la economía de la cual aún no participan justo es que se les reconozca más que como simples productores
La historia debe servir para volver sobre el gran sueño de José de San Martín, O'Higgins, Miguel Hidalgo, José Martí y de todos esos hombres y todas las mujeres que sintieron el deber de servirle con entereza a la causa por una nueva patria. Es útil como base sobre la cual la nueva patria aún puede levantarse y quizá sea el mejor homenaje a la gloria de los guerreros. Por ello no ha de prestarse para mantener el odio, revivir los rencores, ahondar en la segregación de los componentes sociales que bien le dan su identidad al continente y lo muestran como poseedor de una cultura rica en la diversidad. Para ello debe comenzarse a convertir la historia en insumo de una manera de pensar el Estado desde un gobierno enmarcado en su naturaleza y sin ideas absolutas, porque si algo ha de mantenerse del modernismo que amparó al ideario independentista eso es el relativismo, en tanto que ahí donde se siembra una sola verdad siempre existirá la posibilidad de una tiranía.
Bien advierte Martí, que los pueblos tras su grandeza no deben de renunciar a la crítica por su salud, pero nunca deben dejar de actuar como un solo cuerpo.
Tomado de: Diario del Sur