miércoles, 24 de enero de 2024

Honradez: principio ético de la revolución martiana

escrito por Ibrahim Hidalgo Paz
18 enero 2024

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Ilustración: Félix M. Azcuy

Las revoluciones se caracterizan por ser modificaciones profundas de las estructuras políticas, económicas y sociales, procesos radicales mediante los que se transforma la realidad existente y se alcanza una nueva, diferente y superior a la anterior. Para que una revolución se considere triunfante, las renovaciones enunciadas en el ámbito material deben conllevar cambios de las ideas, de la concepción del mundo.

Estos son los entes que asumen la acción libertadora y, por ende, su conducta personal debe ser portadora de una nueva conciencia ética: alentados por la honradez, el deber, la entereza, que motiven espiritualmente la búsqueda del mejoramiento personal y la de sus coterráneos, del pueblo, de la nación.[1]

Para José Martí, solo con hombres capaces de pensar por sí, y de buscar soluciones propias a los conflictos de la patria, se haría realidad la república nueva, más que un ideal, una apremiante necesidad. «—Quiero por mi parte habituar al pueblo a que piense por sí, y juzgue por sí y se desembarace de los aduladores que de él obtienen frutos» (OC, t. 22, p. 57), anotó el Apóstol.

Concibió la honradez como un fundamento ético inviolable, orientador de la política en cualquier circunstancia: «estamos fundando una república honrada, y podemos y debemos dar el ejemplo de la más rigurosa transparencia y economía» (OC, t. 2, p. 241).

Consecuente con este criterio, vivía y procedía «con la transparencia y la humildad de los apóstoles»[2], pues los pueblos siguen a quienes corren su suerte, padecen sus carencias, sufren sus reveses y comparten sus alegrías. Combatió todo cuanto puede descomponer desde dentro el entramado social, y con firmeza expuso: «a nuestras almas desinteresadas y sinceras (…) no llegará jamás la corrupción!» (OC, t. 4, p. 231).

Como diría en una ocasión: «Si me dan diez mil pesos para la revolución, salgo desnudo en mulo» (Epistolario, t. III, p. 502). Era ejemplo de austeridad y de honradez. Aquel hombre, que recibía cientos y a veces miles de pesos de los contribuyentes, en muchas ocasiones sin mediar recibos o vales ?que luego emitía la Tesorería?, vivía con una modestia rayana en la pobreza, carecía de propiedades y dedicaba todo el tiempo disponible a organizar las vías para alcanzar la independencia de su patria y la felicidad de su pueblo.

Los enemigos de estos principios se hallaban en sectores opuestos a la justicia social, dispuestos a defender sus posiciones e intereses aún a costa de la entrega de la patria a nuevos amos.

Previó males de tales signos, que podrían permear la república futura, y ante los riesgos afirmó que sus deudas de gratitud no las olvidaría nunca «pero consideraría un robo pagar estas deudas privadas con los caudales públicos, y envilecer el carácter de los empleos de la nación hasta convertirlos en agencias del poder personal, y en paga de servicios propios con dinero ajeno» [OC, t. 21, p. 408].

Los intereses de persona alguna han de estar por sobre los de la nación. La confianza de los pueblos no se alcanza con la ostentación y el lujo en medio de la pobreza, con práctica de modos de vida y actitudes alejadas del proyecto fundacional de una sociedad nueva, porque esta solo puede lograrse con la transformación profunda de los hábitos, las costumbres, la mentalidad, es decir la cultura del sistema al que se aspira a poner fin. Quienes pretendan encabezar al pueblo deben rechazar y combatir los vicios del pasado, y asumir «conceptos de vida radicalmente opuestos a la costumbre de servilismo pasado». (OCEdCrítica, t. 2, p. 51).

Hacer concesiones ante males supuestamente menores es una forma de abrir las puertas a prácticas y conceptos que van minando, con disímiles procedimientos, las bases sociales del proyecto patriótico.

En sus meditaciones sobre el insoslayable procedimiento de divulgar los resultados y las dificultades de la labor colectiva para el bien de todos, el Maestro anotó: «Acaso tenemos tantos [enemigos], porque no hemos hablado con toda claridad. […] Solemos envolvernos en el misterio, aludir a fuerzas vagas, apoyar nuestros párrafos en reticencias respetables a veces, y a veces no” (OC, t. 22, p.93). Y en un artículo publicado en la prensa dijo: «La república, sin secretos» (OC, t. 2, p. 93).

Ocultar las deficiencias, los errores y justificar los fracasos es propio de quienes se apartan de los sectores mayoritarios de la población y pretenden erigirse en una élite supuestamente intocable e inamovible.

El diálogo sistemático con las bases, al igual que la rendición de cuentas, no se estipulaban en las organizaciones revolucionarias anteriores a la fundada por Martí, y fueron introducidos por el delegado del Partido Revolucionario Cubano con la finalidad de obtener «la confianza en los medios nuevos que se habían de emplear, puesto que del empleo de los antiguos nacieron miedos y peligros graves, siempre menores que la grandeza que habrá de sofocarlos».

No es con promesas de futuro elaboradas sin sustentación real, y postergadas una y otra vez por ser irrealizables, como se gesta un programa revolucionario, sino al concebir proyectos materializados en resultados obtenidos por el esfuerzo colectivo: «El pensamiento se ha de ver en las obras. El hombre ha de escribir con las obras. El hombre solo cree en las obras. Si inspiramos hoy fe, es porque hacemos todo lo que decimos» (OC, t. 1, p. 424).

Informar a los contribuyentes sobre los fondos recaudados y su utilización era uno de los principios que regían la nueva agrupación, y sería práctica cotidiana en la futura república, pues: «Del dinero, se ha de ver desde la raíz, porque si nace impuro no da frutos buenos, hasta el último ápice» (OC, t. 1, p. 424).

Del control de los recursos se encargaba, junto al Delegado, el tesorero del Partido, Benjamín J. Guerra, quien realizaba la anotación minuciosa de cada centavo que llegaba a las arcas patrióticas, así como del empleo de los fondos, de los que se rendía cuenta anual a los integrantes de los clubes. En las ocasiones en que fueron realizadas por escrito, en 1893 y 1894, se obtuvo la aprobación y el entusiasmo de las masas contribuyentes.

De este modo deberían proceder todas las instituciones, organismos o instancias que, de un modo u otro, reciben y emplean recursos que se suponen, en su totalidad, destinados para sus labores. Ningún funcionario debería sentirse afectado o cuestionado —u ofendido o agredido, como en muchas ocasiones ocurre— por cumplir con el deber que su cargo de servidor público le impone, y dar respuestas argumentadas a cualquier cuestionamiento. Si nada hay que ocultar, el control que se ejerza sobre su labor constituye la mejor garantía para dar muestras de honestidad.

Esto será posible cuando cada ciudadano goce de la independencia personal que le permita su integración consciente a la sociedad, alcanzable en un pueblo instruido, cuyas necesidades materiales fundamentales estuvieran satisfechas, a lo que puede llegarse en un país regido por un gobierno que actúe en beneficio de la mayoría, mediante el pleno ejercicio de la democracia.

Para lograr tales propósitos, debe asumirse un papel activo en el logro del desarrollo económico y en la garantía de la protección de los intereses nacionales. Es del todo insuficiente señalar la existencia de dificultades y problemas, acumulados hasta llegar a la situación crítica, sin el consecuente llamado a la acción colectiva para eliminarlos, porque lo contrario debilita internamente a la nación, la hace vulnerable a las más disímiles desviaciones. Por otra parte, el uso sistemático de la represión incrementa la desconfianza hacia quienes apelan a la fuerza como sustituta de la argumentación, la persuasión, la labor política. Y el ejemplo cotidiano.

La práctica y la teoría deben andar juntas, complementarse. La inacción, y la atribución de las deficiencias y errores propios a causas externas contribuye al desaliento, pues las soluciones no pueden hacerse depender de la buena voluntad de elementos, grupos, sectores o gobiernos foráneos que pretenden destruir lo alcanzado e implantar el dominio de la minoría, con el apoyo o no de fuerzas externas, con todas las implicaciones que ello conlleva. «Hacer, es la mejor manera de decir» (OCEdCrítica, t. 8, p. 55).

Notas

[1] Ver Julio Le Riverend: “Martí: ética y acción revolucionaria”, en José Martí: pensamiento y acción, La Habana, Centro de Estudios Martianos y Editora Política, 1982, p. 72-73; y Cintio Vitier: “La eticidad revolucionaria martiana”, en Temas Martianos, La Habana, Centro de Estudios Martianos y Editorial Letras Cubanas, 1982, p. 302 y 304.

[2] José Martí: Epistolario, compilación, ordenación cronológica y notas de Luis García Pascual y Enrique H. Moreno Pla, prólogo de Juan Marinello, La Habana, Centro de Estudios Martianos / Editorial de Ciencias Sociales, 1993, t. III, p. 278. (En lo sucesivo, esta edición será citada como Epistolario).

Tomado de: La Joven Cuba

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