CARLOS RIPOLL
Hace poco, desde este mismo periódico, un improvisado médico forense determinó que Martí había muerto dos veces: por los tropiezos de la República y la falsificación de su doctrina en el castrismo, y en Dos Ríos. Hoy, 24 de julio, es un sepulturero el que recomienda ''Enterrar a Martí''. El autor de ese trabajo, Alejandro Armengol, concluye que a los cubanos ''nos ha llegado la hora de enterrar a Martí''. La Academia de la Lengua dice que ''enterrar'' es ''poner debajo de tierra; dar sepultura a un cadáver'', y en lenguaje figurado, ``arrinconar, relegar al olvido algún negocio, designio, etc., como si desapareciera de entre lo existente''.
Aun antes de su muerte los enemigos de Martí lo habían ''enterrado''. Al llegar los diputados autonomistas a Madrid (Montoro, Fernández de Castro, Miguel Figueroa y Eduardo Dolz), les preguntó por Martí un antiguo compañero suyo del Ateneo, y le respondían: ``¡Bah! Marchó de Cuba... Allá en Nueva York publica una inofensiva hoja separatista. Martí es un hombre muerto''.
En defensa del enterramiento de Martí dice Armengol: ''Es lamentable'' que en la formación de la nacionalidad se sobrevalore un cuerpo rector formado por frases brillantes que forman un catecismo de fácil manipulación propicio a todos los usos. Pensamientos en los que lo luminoso de la palabra dificulta encontrar lo efímero de su contenido''. El aplauso de la doctrina de Martí, por su permanencia, no es un pecado propio de nuestra ''nacionalidad'', lo compartieron, entre otras figuras ilustres, cinco Premios Nobel (Albert Schweitzer, Bertrand Russell, Juan Ramón Jiménez, Gabriela Mistral y Ralph Bunche); seis presidentes (Gamal Abdel Nasser, de Egipto; Isaac Ben Zvi, de Israel; Pierre Mendes-France, de Francia; Harry Truman, John F. Kennedy y Ronald Reagan, de Estados Unidos); e intelectuales de mayor prestigio, de todos los credos (Stefan Zweig, Miguel de Unamuno, Emil Ludwig, María Zambrano, Thurgood Marshall, Juan Pablo II). Por citar sólo el más próximo, sobre la universalidad de su pensamiento, véase este juicio del presidente Reagan: ``José Martí será recordado por los amantes de la libertad como un precursor y líder de todo esfuerzo para lograr la auténtica redención del hombre''.
Cuanto de Martí dice Armengol, de su doctrina, se puede aplicar al cristianismo. En nada se reduce el mérito de Jesús, o el valor de su mensaje porque las religiones a su amparo hayan trastornado sus ideas, y lo hayan invocado, y lo invoquen, para justificar lo injustificable. ¿Vamos por eso a bajar los crucifijos de los altares, a echarlos en la hoguera, o de nuevo a crucificar al hombre, y a enterrarlo?
Desde que Cuba es República, ningún extranjero se ha dado con tanto afán como algunos cubanos a desacreditar a Martí, o a reducirle méritos. Como el majá y cierto tipo de jutías, negar a Martí es algo propio de Cuba: por ello se ha podido hacer un inventario de ''los detractores de José Martí''. Es que creen, ignorantes, ingenuos o envidiosos que la intemperancia de la República, sus pecados y excesos, se le deben a Martí. No. La desgracia de la nación cubana no se debe a su presencia, sino a su ausencia. Desde el principio fue la República la negación de Martí; desde la Enmienda Platt que juraron los constitucionales en 1902. El día antes de su muerte le escribió a su amigo mexicano: ''Yo estoy todos los días en peligro de dar mi vida por mi país y por mi deber... de impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más sobre nuestras tierras de América. Cuanto hice hasta hoy, y haré, será por eso''. Y fue ''eso'', precisamente, lo que no se supo impedir: los Estados Unidos cayeron sobre las Antillas, y ''con esa fuerza más'' sobre el resto de Latinoamérica. Washington impuso en Cuba sus inte-
reses, lo que permitió que los enemigos de Martí se repartieran el país: los integristas, los autonomistas y los anexionistas. No es fácil imaginar qué hubiera pasado ''si Martí no hubiera muerto en Dos Ríos'', pero con seguridad se hubiera opuesto a la ocupación de Cuba por las tropas americanas, y a que el procónsul que gobernaba el país vetara la candidatura presidencial del general Masó por el puñado de negros heroicos que formaban su Estado Mayor; ni hubiera permitido que la economía cubana cayera en las manos impías de Wall Street. Hubiera Martí condenado también, e impedido, todo lo que le preparó el banquete al oportunismo y a la ambición criminal de Fidel Castro, y buena parte de lo que hoy maneja miope y a destiempo la demagogia populista de Latinoamérica.
Termina el artículo que aquí se comenta con estas palabras: ''Librarse del apostolado martiano es un gesto de independencia necesaria. Un país no se fundamenta sobre el ideal exaltado de un poeta''. Parece calcada esta recomendación de la que le hacía a sus compañeros comunistas Juan Marinello, antes de que en complicidad con Castro falsificaran a Martí; dijo: ''Martí es un gran fracasado porque, en efecto, su sermón idealista y democrático no ha podido tener vigencia... Lo recto y limpio es entender a Martí... en su rol de gran fracasado... dar la espalda de una vez a sus doctrinas... Las ideas de Martí, bien lo saben los líderes, son ideas vencidas... nada tienen que realizar ni pueden servir más que como trampolín del oportunista''. Y años más tarde, en otra publicación sobre Martí, concluyó Marinello: ``Estamos frente a un poeta que da rienda a su élan por el camino político, no frente a un investigador exigente de los que hacen diario ejercicio de la razón. En verdad que sólo en nuestro tiempo, con Lenin, nace el guiador político injertado en el hombre científico''.
¿''Enterrar a Martí''? No. Todo lo contrario. Inundar con su espíritu las casas en que habitan los cubanos de allá y de aquí, y urgir la práctica de la virtud ciudadana que predicó, para ver si así, por fin, se le salva la patria que quiso ``con todos y para el bien de todos''.
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