Ariel Pazos Ortiz
19 Mayo 2025
El Apóstol de la independencia cubana no fue solo un estratega político, sino un visionario cuya pluma encendió conciencias y cuya acción marcó el camino de la libertad.
Destacó por la vastedad de su cultura, su conocimiento de leyes, su talento literario y hasta labores diplomáticas desempeñó. Su obra periodística, dispersa en decenas de publicaciones en América Latina y Estados Unidos, revela a un pensador agudo y comprometido. La prosa vibrante del Héroe Nacional no solo informaba, también conmovía. Demostró que no hay contradicción entre profundidad y claridad. Cada palabra suya estaba cargada de sentido; cada metáfora era un destello de su genialidad.
Desde sus escritos y sus discursos delineó los principios éticos de una república futura. Entendió que la lucha por la soberanía de Cuba, más que un acto de guerra, era un deber moral. Insistió en que “la patria es ara, no pedestal”; es decir, un lugar de sacrificio, no de glorias personales.
El exilio fue su escuela y su tormento. Forzado a vivir lejos de Cuba desde joven, pasó la mayor parte de su vida adulta en el extranjero, donde cultivó sus ideas y tejió alianzas con obreros, intelectuales y líderes de otras naciones.
Pero no fue solo un hombre de ideas, sino también un organizador incansable. Durante los años de lo que él mismo denominó tregua fecunda, tejió pacientemente la unidad revolucionaria, convencido de que sin cohesión no habría victoria posible. La fundación del Partido Revolucionario Cubano (PRC) en 1892 resultó de enorme trascendencia política. Con él, logró unir a veteranos y jóvenes, ricos y pobres, negros y blancos, residentes y emigrados, bajo un mismo propósito: la independencia de Cuba.
De tal modo, devino el principal artífice de la guerra que él llamó “necesaria”. Planteó en el Manifiesto de Montecristi —el programa revolucionario de la nueva etapa de luchas— que la conflagración debía ser contra el colonialismo, no contra los españoles. Esta distinción revela su profundidad humanista y el sentido ético con que concebía el combate y la futura república.
Su advertencia sobre el “monstruo” del imperialismo norteamericano y el peligro de su expansión sobre las tierras de América —intuición certera que plasmó en la carta inconclusa a Manuel Mercado, pocas horas antes de desaparecer físicamente— es uno de los vaticinios que demuestran cuán visionario fue el hombre de la Edad de Oro.
Tras su desembarco junto a Máximo Gómez en Playita de Cajobabo, en el oriente cubano, el 11 de abril de 1895, para sumarse a la recién iniciada guerra, se produjo el encuentro de La Mejorana. Se reunían en suelo patrio Martí, Gómez y Antonio Maceo. Aunque se reconoció al creador del PRC como el mayor líder político del movimiento independentista, hubo insistencia en que no debía permanecer en el teatro de operaciones. El Apóstol se mostró reacio a la propuesta. Tras el intercambio, logró un punto intermedio: recibiría el bautismo de fuego y participaría en la organización institucional de la revolución, luego de lo cual saldría del país para asumir funciones en el exterior.
El 19 de mayo de 1895 estaba acampado en Dos Ríos. El Generalísimo, avisado de la proximidad de una fuerza española, organizó las acciones militares y dispuso que Martí no participara en ellas. Pero el autor de Abdala, quien poco antes había dado una encendida arenga a la tropa, desentendió las orientaciones del veterano mambí y se lanzó al combate.
Ese día ocurrió una paradoja. La caída del Apóstol en Dos Ríos truncó su vida física, pero no su influencia. Más de un siglo después, Martí sigue siendo un faro que alumbra contra el dogmatismo y a favor de la república moral, basada en la dignidad plena del hombre. En la Mayor de las Antillas y más allá, su pensamiento antiimperialista y su defensa de la dignidad humana han inspirado movimientos políticos, sociales y culturales.
Tomado de: CubaSi
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