Autor: Osviel Castro Medel
05-10-2017
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No hay dudas de que aquel nacimiento, ocurrido el 28 de noviembre de 1880 en Brooklyn, Nueva York, cambió la vida de José Martí. Había venido al mundo María Mantilla (1880-1962), hija legal de Carmen Miyares y Manuel Mantilla. El Apóstol, quien vivió como huésped en la casa del matrimonio desde principios de ese año, con algunos intervalos de ausencia, se convertiría en el padrino de la niña, bautizada el 6 de enero de 1881. Pero fue mucho más que eso.
Varias décadas después María recordará cómo aquel hombre sabio —que escribía rapidísimo con letra que a veces ni él mismo entendía y actuaba con las personas con incontables gestos de delicadeza— le enseñaba francés, le dictaba oraciones mientras se paseaba por la sala de su casa, le insistía en el estudio del piano y le daba lecciones...
«Viví junto a Martí por muchos años, y me siento orgullosa del cariño tan grande que él tenía por mí. Toda la educación e instrucción que poseo, se la debo a él. Me daba las clases con gran paciencia y cariño, y cada vez que tenía que hacer un viaje me dejaba preparado el itinerario de estudios (...) En medio de todas las agonías y preocupaciones que llevaba sobre sí, nunca le faltaba tiempo que dedicarme», contaría ella en un testimonio aparecido en el libro Yo conocí a Martí, de Carmen Suárez León.
Si hoy revisamos las Obras Completas del Maestro, vemos que la llama «Mi hijita», mi hijita querida», «Maricusa mía», mi niña querida» o «mi María». «Yo amo a mi hijita. Quien no la ame así, no la ama (…) ¿En qué piensa mi hijita? ¿Piensa en mí? (…) Cuando alguien me es bueno, y bueno a Cuba, le enseño tu retrato (…) Espérame, mientras sepas que yo viva», le dice Martí en larga y hermosa carta desde Cabo Haitiano el 9 de abril de 1895.