miércoles, 15 de julio de 2020

Martí y el rastro sobre las aguas

Mauricio Escuela Orozco 15/07/2020

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José Martí no era sino la imagen de todo hombre que ama sin pensar en dobleces ni falsedades convenientes. (Retrato realizado por José Lorenzo en 1870)

José Martí era enemigo de la hipocresía, en su vida hubo mucho sufrimiento porque prefirió más el trago amargo de la verdad que el cinismo con que el humano acostumbra a abordar la existencia. Fue un ángel que, sin ser filósofo, legó con su vida y ejemplo una manera, un ethos, el comportamiento que todo cubano mira con orgullo, a veces dolorosamente.

Eso se respira entre los objetos personales de Martí, cuando vamos al museo y vemos las cartas manchadas, el grillete de la cárcel, la pluma sencilla y el anillo que llevó como signo de un matrimonio con algo que lo trascendía, que lo mataba y le daba luz. Aquel ángel venido a nosotros, nos deja su evangelio, uno que, al igual que los mensajes de otros apostolados, pervive en lo más cotidiano.

Cuando uno visita los lugares donde él estuvo, lo siente aún. José Martí no era sino la imagen de todo hombre que ama sin pensar en dobleces ni falsedades convenientes. No le interesaba que otros estimasen o no su idea, sino que se basó en la defensa de una dignidad para imponer pacíficamente un concepto ético, un accionar.

El muchacho que cumplía prisión podría haber estado entre los de su clase, en un teatro, sin preocupaciones sociales ni luchas ni heridas. Ya en un poema él mismo recordaba cómo antes, solo unos meses antes de caer preso, iba detrás de la virgen hermosa a cantarle a través de los barrotes de la ciudad. Pero como todo lo grande, Martí renunciaba a la riqueza perecedera de este mundo, la que implica una apostasía hacia el hombre. Unos dicen que su novia es la patria, yo digo que es la humanidad.

No todos los países tienen un Martí, algunos como Hungría por ejemplo, rinde culto a Atila, y levantan estatuas a los peores tiranos (en Inglaterra vemos columnas a Cromwell y en Alemania a Bismarck). Otros pueblos jamás alcanzaron el nivel de madurez ética que Cuba pronto tuvo en Martí, el conquistador de la palabra tierna, el que rompió una copa como gesto hostil y elegante ante el despotismo, el que en Madrid decía que no supo odiar ni a los que lo hostigaban. Ese era su legado, el de un caballero, un hombre cabalmente democrático, que creyó siempre que tenemos, como seres, una bondad innata que hay que despertar, a la que se debe acudir, pues de esta dependen los mayores empeños colectivos e individuales.

Si decimos que en un bote en la tormenta él entró a Cuba para morir entre dos ríos, la imagen es casi épica, salida de los más fabulosos libros de caballería, donde el ser heroico se topa con poderosas fuerzas sobrenaturales. No en balde, otros han visto en Martí una conmoción telúrica, casi propia de movimientos de tierra.

José Lezama Lima, católico cristiano, definió a nuestro ángel como ese silencio que nos acompaña. Quien hoy vaya a la casa de la calle Trocadero, donde el autor de Paradiso esgrimió las metáforas más atrevidas y el verbo insolente, también verá a José Martí, escondido en cada objeto artesanal, ya sea un pisapapeles, un busto, la esquina de una mesa de lectura. No hay escape para los escritores cubanos, todos deberán leer las innumerables fiestas de la brillantez que bullen en la obra martiana y que Lezama bautizó con una embriaguez sin nombre, que nace a cada momento, como los personajes mitológicos.

En tiempos posmodernos, tiempos de la bestia bíblica, el legado de un ángel es necesario para iluminar el camino. Martí luchó contra el Leviatán que se tragaba a la isla, él como un San Jorge conocía de la maldad del dragón y del gesto humanísimo de hundirle al monstruo una lanza en la sien. Hay que volver a esa gesta, descabezar a la hidra, colocarnos en el sitio ético que nos deja ver más allá de unas aguas turbias, donde los sonidos de las doncellas son en realidad las sirenas que nos ahogan. Estos tiempos, de una posmodernidad sin ethos, donde pareciera que todo se nos permite si genera fuerza, éxito, ganancia comercial, son una condena para quienes seguimos a Martí. No aspiramos, tampoco, a que nos premien ni alaben, baste la señal de la sangre en el pecho cuando nos venga la bala metafísica de quienes odian.

El desarraigo está en las antípodas de Martí, el que prefirió una tumba sin patria pero sin amo, o sea en la tierra de los libres, el lecho de vida. Pero se trata de una certeza en la cual no entran las verdades simplistas de quienes ven en él solo el busto, el niño que escribe y padece en la prisión o el que cae balaceado. Conocerlo es vivirlo, entrar en un pozo donde la voz de aquellos tiempos siempre se oye, pero donde callan los ruidos fatuos y mediocres de este momento, que apuesta por frases variables, sin guía, en el peor de los mundos sin raíces.

Voltaire, en su famoso libro Cándido o el optimismo, ridiculizaba el ansia del iluso que, sin razón alguna, quiere justificar lo injusto y ponderar la ignominia. Y es que hay un reflejo eterno en los intelectuales de fuerza, uno que atraviesa a la maldad y destroza la savia del dragón. Así era Martí, un látigo sobre los conformistas, sobre quienes callan ante el esclavo azotado, o dicen que no hay barrotes ni dolor, ni lágrimas, ni seres que mueran en el peor y sombrío escondrijo.

Vamos, al leer a Martí, a entrar en la selva oscura de Dante, para paso a paso irnos y perfeccionarnos en el camino de la luz, sin que ello nos envanezca ni haga olvidar los humildes orígenes de este país. Un hombre no es solo un hombre, es todos, es la isla que navega, el rastro de un mensaje sobre las aguas del mar.

Tomado de: Cubahora

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