Por Marcia Collazo
18 de julio de 2022 - 16:18
Desde el arquetipo occidental, se ha señalado como barbarie todo lo procedente de América, aunque no sea necesariamente originario.
Uno de los conceptos más poderosos del pensamiento de Martí es el de hombre (y mujer) natural. Pero me parece casi imposible, no solamente comprender, sino además contextualizar esas ideas, si no intentamos realizar un radical cambio de enfoque. Dijo el filósofo tucumano Arturo Andrés Roig, durante una entrevista, en el año 2004, que en América Latina más de ochenta millones de personas no hablan español (lo cual no significa que todos ellos no entiendan este idioma, sino que, sencillamente, no lo emplean en su vida cotidiana). Hoy habría que actualizar ese dato, pero se trata de una cifra ciertamente no despreciable. Roig se estaba refiriendo, principalmente, a los indígenas, habitantes primigenios o poblaciones originarias de este continente para el que muchos han propuesto (por ejemplo, en la II Cumbre de Pueblos y Nacionalidades Indígenas, también de 2004), el nombre de Abya Yala. Y no les falta razón. Al fin de cuentas, si tenemos en cuenta que la población mestiza (no estrictamente indígena, ya que hablamos de mestizaje como fusión integral de pueblos, mentalidades y culturas) llega al 90% en muchos países latinoamericanos, ¿por qué iban a aceptar o siquiera a mantener un nombre tan alejado de sus concepciones de la vida y del mundo, como es el de América Latina? Y ni hablemos ya de la delirante insistencia en otros patronímicos, como Iberoamérica o Hispanoamérica que, bajo el pobre argumento de la lengua (de una lengua, aunque sea la mayoritaria), no logran ocultar las rémoras de viejas apetencias imperiales o neocoloniales.
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En 2021, según datos del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) y del Banco Mundial, la población total estimada de América Latina y el Caribe era de aproximadamente 640 millones de habitantes. La población de México fue estimada en unos 129 millones en 2021. Si tomamos en cuenta solamente a la población indígena (no a la mestiza, que es la abrumadora mayoría de la gente en el continente americano), las estimaciones varían, pero se considera que la población indígena en América Latina es de unos 50 millones de personas pertenecientes a 520 etnias distintas. La mayor población (en términos absolutos y relativos) se encuentra en México, Guatemala, Perú y Bolivia. En total, la población indígena representa el 8% de la población de la región. De acuerdo a las estadísticas del Banco Mundial el 48% vive en una región urbana, pero este porcentaje cambia mucho de acuerdo al país. Esas personas, aunque no solo ellas, hablan nada menos que 420 lenguas diferentes, entre ellas el quechua, el nahua o náhuatl, el aymará, el maya yucateco y el Ki’che’. Si tomamos todos estos datos e intentamos relacionarlos con el pensamiento de José Martí, lo primero que aparece es el viejo binomio civilización-barbarie, que el pensador cubano sustituyó por la falsa erudición versus la naturaleza. Desde el arquetipo occidental, se ha señalado como barbarie todo lo procedente de América, aunque no sea necesariamente originario. Ya Hegel expresó que en este continente, hasta los accidentes geográficos, los ríos, las selvas, las montañas, la fauna y la flora, se hallaban en estado de inmadurez o incompletitud. Luego vino la conquista y colonización, en especial por parte de España, y no solamente las poblaciones indígenas pasaron a ser bárbaras y por ende inferiores, sino también todos los nacidos en América, en una suerte de pecado original no exento de connotaciones bíblicas.
Hoy en día las poblaciones indígenas viven en un estado de extrema vulnerabilidad y marginación, pero sigue campeando entre nosotros, y en referencia a todos y cada uno de los habitantes de este continente, la idea de barbarie, bajo la forma de diversas miradas y denominaciones, como Tercer Mundo o países subdesarrollados. Y todo esto ocurre, entre otros motivos, porque no hemos podido desprendernos del lastre de la mentalidad colonial, y continuamos sumidos hasta el cuello en el binomio civilización barbarie, que podrá ser útil y funcional para los intereses de determinados opresores, pero que para nosotros significa la perpetuación de una condena. En este punto es donde emerge el pensamiento de José Martí, especialmente en relación al concepto de hombre y mujer natural.
En un primer sentido, ser natural equivale a no ser objeto de mediaciones, como categorías, escrituras, jerarquías, relatos o etiquetas. Algo así como desprenderse de todo rótulo para, recién a partir de ahí, comenzar a trabajar el arduo proceso de una liberación en todos los sentidos, pero más que nada en sentido de construcción moral. En segundo lugar, ser natural supone, no un concepto ideológico, sino más bien histórico. Equivale a ser capaz de asumirse como sujeto de transformaciones, en un aquí y un ahora, en una temporalidad creadora que no se reduce a un mero transcurrir. O sea, ser natural es ser capaz de experiencia, pero de una experiencia propia, asumida, consciente, fundante y liberadora. En tercer lugar, para lograr todo eso, ser natural indica también la potencia de indignación y de fuerza. Como dice Martí, “viene el hombre natural, indignado y fuerte, y derriba la justicia acumulada en los libros”, lo cual no significa que el hombre natural sea un bruto que desea aniquilar bibliotecas y saberes, sino que se alza contra una justicia, una ética, un sistema de valores encerrado en determinados relatos, que han sido puestos por escrito (libros) y entronizados como si se tratara de la verdad suprema.
Esa justicia, esa ética, esos relatos, no hacen justicia al hombre y la mujer natural; lo someten, lo utilizan, lo oprimen de todas las formas posibles. Y por eso esa justicia debe ser derribada, y reemplazada por otra, creada a partir de una nueva eticidad. Véase de qué manera y por cuáles medios es necesario despejar el campo de trabajo, a la manera de la desinfección escrupulosa de una mesa de operaciones quirúrgicas, antes de proceder siquiera a formular tal o cual intento de cambio. La limpieza, la desinfección, tienen que pasar en primer lugar por las mentalidades, por la destrucción de los estereotipos, los prejuicios, los lugares comunes anclados y grabados a fuego en el espíritu de las generaciones americanas. Barajar y dar de nuevo cuesta mucho, y a veces cuesta demasiado.
Es casi inextricable la maraña de la falsa erudición que nosotros mismos hemos abonado al paso de los siglos, al punto de que, si la apartamos, nos quedamos casi ciegos, casi inoperantes, incapaces de producir un solo pensamiento dotado de una claridad mínima, que nos pueda indicar el camino a seguir. Pero por allí pasa el desafío. Es tanto lo que puede decirse del hombre y la mujer naturales, que este artículo no puede obrar sino como una miserable introducción al tema. Pero ha de saberse que ese hombre y esa mujer, si es que son naturales, somos todos los americanos, incluidos por supuesto los indios. Esto no indica estar contra Occidente, contra los libros al barrer o contra cualquier otra cosa, sino desinfectar la mesa de operaciones de la mente. En eso se libra el juego entre la ética y la liberación; en el proceso constante de quiebra de los relatos pseudo-universales con los que se construyen todas las formas opresivas, no solamente desde afuera, sino desde en la propia interna de quienes eligen la opresión y no el consenso. Como dice Martí, “Se probó el odio, y los países venían cada año a menos. Cansados del odio inútil […], del imperio imposible de las castas urbanas divididas sobre la nación natural, tempestuosa e inerte, se empieza, como sin saberlo, a probar el amor. Se ponen en pie los pueblos, y se saludan. “¿Cómo somos?” se preguntan; y unos a otros se van diciendo cómo son”.
Tomado de: Caras y Caretas
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