Ariel Hidalgo, Miami | 16/03/2022 10:18 am
1. El surgimiento de las corrientes socialistas
Para empezar, Carlos Marx nunca fue comunista. No lo fue, por lo menos como se entiende actualmente ese término. A pesar de que escribió en 1848, en coautoría con Federico Engels, su célebre Manifiesto Comunista, no tuvo nada que ver con lo que generalmente mucha gente hoy llama “comunismo”, calificado así debido a los regímenes creados y presididos por los partidos comunistas a partir de que Vladimir Ilich Lenin adoptara ese nombre para lo que hasta entonces se llamaba Partido Bolchevique, agrupación que había surgido del ala izquierda del Partido Socialdemócrata Ruso.
Pero mucho antes de que este partido fuera creado, Marx, en los últimos años de su vida, cuando ya se había popularizado el término “marxista”, al ver tantas tergiversaciones que de su pensamiento se realizaban en su nombre, llegó a escribir en una carta: “Solo sé que yo no soy marxista”.
Murió pobre, y solo once personas asistieron a su funeral.
Tras su muerte, un cubano llamado José Martí escribió elogios sobre él, que fue “un hombre comido del ansia de hacer el bien” y que “despertó a los dormidos y les enseñó el modo de echar a tierra los puntales rotos”, aunque Martí se desmarcó de su idea de la lucha de clases y abogó a favor de un “remedio blando al daño”[1].
Desde el siglo XVI, cuando comenzaban las primeras simientes de eso que luego se llamó capitalismo, las condiciones laborales que sufrían no solo hombres sino también mujeres y niños, eran deprimentes: jornadas prolongadas e intensas, de doce, catorce y a veces más horas, y una paga que apenas alcanzaba para alimentar a las familias, hacinadas en cuarterías. Estas eran todavía las condiciones que Marx conoció en el siglo XIX durante su exilio en Inglaterra.
Algunos intelectuales las denunciaron e imaginaron sociedades idílicas donde los trabajadores vivieran con dignidad, dueños de sus propios medios de trabajo. El más famoso, y probablemente el primero, Tomás Moro, católico inglés del siglo XVI, imaginó una supuesta sociedad perfecta en una isla que llamó Utopía (palabra que significa “lugar que no existe”), por lo que otros que luego escribieron como él sobre este tema fueron llamado así: utópicos.
Pero como no decían cómo lograr ese cambio, Marx elaboró su propia teoría: los obreros debían tomar conciencia de clase, unirse, y derrocar al Estado burgués, un aparato represivo que respaldaba los intereses de los capitalistas, y establecer en su lugar un Estado obrero que expropiaría a la burguesía arrebatándoles los talleres, tierras, comercios, bancos y demás centros laborales y luego traspasarlos a los trabajadores. O sea, lo que Marx proponía luego de tomar el poder, no era un paso, sino dos: primero, expropiar a la burguesía y luego, empoderar a los trabajadores.
El nuevo Estado era sólo un instrumento transitorio para llevar a cabo ese traspaso y una vez realizado y se asegurara que la antigua clase explotadora no pudiera atentar contra el nuevo orden, perdería su razón de ser y poco a poco iría desapareciendo, porque la propia clase trabajadora iría asumiendo directamente, a través de instituciones libres, las funciones indispensables para satisfacer las necesidades de la sociedad.
Esta teoría supuestamente se puso a prueba en Rusia en el primer cuarto del siglo XX cuando los obreros, ya con una conciencia de clase, formaron comités de trabajadores, los “soviets”, y cuando el zarismo fue derrocado en 1917, se convirtieron en un poder paralelo a una alianza de partidos socialistas moderados que establecieron un gobierno provisional. Pero los bolcheviques, que no participaban de esa alianza, lograron la mayoría dentro de los soviets y reclamaron “todo el poder para los soviets”. Lenin, en alianza con León Trotsky, líder principal de los soviets, derrocaron al gobierno provisional. Y una vez en el poder, los bolcheviques convirtieron a los soviets en un aparato burocrático al servicio del nuevo Estado que finalmente concentró todo el poder en sus manos.
Muchos verdaderos revolucionarios, considerando que los soviets habían sido traicionados, se sublevaron en lo que se llamó insurrección de Kronstat, la cual fue sofocada de forma sangrienta. El nuevo Estado, lejos de desaparecer, se fortaleció y se convirtió en un monopolio gigantesco.
¿Qué había pasado?
Como apuntara el Profesor G. Lasserre, “el socialismo sólo puede nacer de la iniciativa de las masas. Ello implica la caída del Estado… Marx la había utilizado para hacer de ella el punto final de la evolución del colectivismo, pero fue olvidada por el comunismo ruso”[2].
¿En verdad se trató de un olvido? Veamos.
2. El punto flaco de la teoría marxista
Es preciso echar atrás en el tiempo unos treinta y tantos años. ¿Qué pasó tras la muerte de Marx?
En el siglo XIX se había ido produciendo en el mundo occidental el desarrollo de los grandes monopolios donde los bancos tenían un papel preponderante. Pero para que ese poder fuera completo, necesitaban controlar el Estado, integrarlo en un monopolio absoluto. Durante las últimas décadas del siglo XIX los más poderosos banqueros comenzaron a tejer una conspiración secreta enfocados en la teoría marxista de la revolución, donde encontraron un punto flaco para sus propios fines: si no era posible que los monopolios absorbieran al Estado, pues que el Estado absorbiera a los monopolios, lo cual, al fin y al cabo, sería lo mismo. Si Marx proponía que todas las empresas privadas fueran expropiadas por un Estado revolucionario, no estaba mal, siempre y cuando detrás del trono estuvieran ellos, los grandes bancos, y después obviarían el segundo paso señalado por Marx, el empoderamiento de los trabajadores. Esto es, la fórmula sería expropiar, pero no empoderar.
Los grandes banqueros comenzaron a propalar este tipo de sistema que sería conocido como “socialismo de Estado” sin que se supiera que eran ellos los principales interesados y atribuyeron a Marx su autoría intelectual, cuando en verdad la idea se acercaba más a la propuesta totalitaria de otro filósofo alemán, Hegel, quien, en su Filosofía del Derecho había expresado: “La acción del Estado consiste en llevar la Sociedad Civil, la voluntad y la actividad del individuo, a la vida de la sustancia general, destruyendo así, con su libre poder, éstas subordinadas, para conservarlas en la unidad sustancial del Estado”. Con otras palabras, el Estado debía absorber a toda la sociedad civil.
Pero algunos prominentes pensadores criticaron semejante propuesta, entre ellos el filósofo inglés Herbert Spencer, quien escribió un libro titulado La Futura Esclavitud, en el cual calificaba a ese sistema de “despotismo de una burocracia organizada y centralizada”. También José Martí lo sometió a una dura crítica en un artículo del mismo nombre: “Todo el poder que iría adquiriendo la casta de funcionarios, ligados por la necesidad de mantenerse en una ocupación privilegiada y pingüe, lo iría perdiendo el pueblo”… El funcionarismo autocrático abusará de la plebe cansada y trabajadora. Lamentable será, y general, la servidumbre”[3].
3. El asalto a la casa de papel
El primer paso para apoderarse del Estado era controlar el dinero de la nación. Ya mucho antes, Nathal Rothschild, el miembro principal de la más poderosa familia bancaria del mundo, había instruido así, desde Londres, a su representante en Estados Unidos: “Denme la potestad de imprimir y controlar el dinero de una nación y no me importará quién haga sus leyes”.
En la exitosa serie española de Ángel Pina, La casa de papel, un grupo de atracadores se reúne en un lugar secreto con nombres cambiados para estudiar un plan perfecto para ocupar la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre de Madrid a fin de imprimir por su cuenta cientos de millones de dólares. El jefe del grupo tiene la oportunidad de hablar a solas con la inspectora de la policía que investiga el caso y justifica así su acción:
“Esto que estamos haciendo nosotros, te parece bien si lo realiza otra gente. En el año 2011 el Banco Central Europeo creó de la nada 171 mil millones de euros… igual que estamos haciendo nosotros, sólo que a lo grande: 185 mil millones en 2012, y 145 mil millones en el 2013. ¿Sabes a dónde fue a parar todo ese dinero?: a los bancos, directamente de la fábrica… a los más ricos. ¿Dijo alguien que el Banco Central Europeo fuera un ladrón? ‘Inyección de liquidez’ lo llamaron… Yo estoy haciendo una ‘inyección de liquidez’, pero no a la banca. Lo estoy haciendo aquí, en la economía real de este grupo de desgraciados que es lo que somos”.
La historia es ficticia, pero los datos, reales[4].
Sin embargo, hubo una historia semejante al de La casa de papel muy real, de 1910. Un pequeño grupo de hombres se reunió también secretamente y con nombres cambiados en una isla del estado de Georgia, para realizar un atraco “a lo grande”, yo diría que el más grande de toda la historia: asaltar también la casa de papel, pero no la de España sino la de Estados Unidos, y no para después huir, sino para quedarse allí con ella para siempre. Por las memorias escritas de uno de los complotados, se sabe ya que algunos eran representantes de grandes monopolios, como Rockefeller, J.P. Morgan y el poderoso financiero Paul Warburg, así como unos pocos prominentes políticos. Y aunque no estaba presente ningún miembro de los Rothschild, ya se conoce que esta poderosa familia financiaba a los tres mencionados: Morgan, Warburn y Rockefeller[5]. El objetivo era redactar un decreto-ley que estableciera un banco central con el derecho a imprimir, por siempre, todo el dinero de la nación, así como la propuesta que uno de los políticos allí presentes se encargaría de presentar al Congreso.
Pero como la idea de un banco central era impopular en Estados Unidos porque significaba concentrar un excesivo poder en manos de un grupo minoritario, acordaron cambiar su nombre por “Reserva Federal”. La palabra “federal” hacía creer que se trataría de algo público, cuando en verdad consistía en un grupo de banqueros privados con derecho exclusivo de imprimir dinero.
En aquel entonces el Congreso no lo aprobó. Entonces pusieron en marcha el plan B: sobornar a los dos candidatos presidenciales con más posibilidades de ser elegidos en los comicios de 1912, el demócrata Woodrow Wilson y el republicano William Howard Taft. Cualquiera de los dos que ganara estaba comprometido a apoyar el plan. Así que todo estaba muy bien atado.
Pero… un obstáculo imprevisto se les interpuso.
Notas:
[1] José Martí: Obras Completas, t. IX, Editora Nacional.
[2]Archives Internationales de Sociologie de la Coopération, N° 14, p. 104.
[3] José Martí: Obras Completas, t. XV, “La Futura Esclavitud”, Editora Nacional. La Habana.
[4]Credit Market, “El BCE se plantea inyectar de liquidez, a largo plazo, a los bancos que presten a empresas”, 27 de noviembre de 2013, donde cita al diario alemán Suddeutsce Zeitung, el cual revela que en dos inyecciones anteriores, esos bancos destinaron esos fondos a comprar deuda pública en lugar de prestarla a las empresas: “el BCE distribuyó más de un billón de euros entre los bancos europeos, principalmente entre entidades italianas y españolas”.
[5] Eustace Mullins: The Secrets of the Federal Reserve, 1983, pp. 53 y 179.
Tomado de: Cuba Encuentro
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