Pedro Pablo Rodríguez
Prensa Latina
07 Marzo 2022
Escribió tantas páginas que sus Obras completas hoy abarcan 28 abultados tomos, y han aparecido nuevos textos que llenarían perfectamente no menos de dos volúmenes más. El argentino Ezequiel Martínez Estrada, hechizado en su vejez por Martí, le llamó grafómano.
Escribió de todo: una novela, tres piezas de teatro, algunos cuentos, muchos discursos, más de mil cartas, innumerables poemas, periodismo de todo tipo (crónicas, artículos, editoriales, crítica, reseñas, sueltos), numerosos ensayos, apuntes y notas, dedicatorias, diarios de viajes, traducciones, manifiestos y otros documentos políticos. Se movía fácilmente por casi todos los géneros literarios y periodísticos con su mismo estilo característico y singular.
Curiosa trayectoria la seguida por sus lectores. Sus padres, amigos y maestros lo tuvieron por poeta, pues desde niño evidenció sus dotes de versificador nato y su primera publicación fue un poema. La letra impresa lo sedujo, el olor de la imprenta lo drogaba, y desde su estancia mexicana entre 1875 y 1876 se acostumbró a escribir bajo la presión del cierre del periódico y su espacio limitado.
Por eso pasan de la veintena los libros que se propuso y que generalmente quedaron en la idea o no fueron terminados; sólo publicó sus dos cuadernos de poesía: Ismaelillo (1882) y Versos libres (1890). Por eso, aunque sus amigos y algunos escritores sabían de sus versos y lo apreciaron como poeta, el mayor número de sus lectores lo fueron de su Periodismo en los tantos periódicos que reprodujeron sistemáticamente sus escritos por buena parte de Hispanoamérica y hasta de la propia España.
Sin embargo, los primeros decenios luego de su muerte, el poeta entusiasmó a la crítica y a los lectores, quizás porque al fin se conocieron sus Versos libres, en los que trabajó durante largos años sin darles término para la imprenta, mientras que el respeto ante su condición de líder de su pueblo permitió la divulgación de sus textos políticos esenciales.
Desde los decenios finales del siglo XIX ha ido ganando fuerza su entendimiento como escritor total y ahora se le estima además como epistológrafo, como traductor, especialmente como cronista y hasta su novela -tradicionalmente considerada obra muy menor- está siendo revalorizada por la crítica. El prosista ha venido así a ocupar el lugar merecido junto al poeta.
Tuvo Martí una firme voluntad de originalidad en su expresión escrita, signo de romanticismo para más de uno de sus estudiosos al igual que su aceptación de la inspiración artística. Sin embargo, ese sentido de lo propio no sólo lo relacionaba con su individualidad subjetiva, sino también con la época y las necesidades de la identidad de nuestra América. La originalidad era para él la acompañante de la autoctonía. Había que escribir de una manera nueva porque se trataba de expresar una época también nueva así como el espíritu de la nueva Hispanoamérica.
Su código literario lo escribió en un texto considerado un manifiesto de la modernidad literaria: "El carácter de la Revista Venezolana", publicado en el segundo y último número de esa publicación que editara en Caracas en 1881.
"La frase tiene sus lujos, como el vestido, y cuál viste de lana, y cuál de seda, y cuál se enoja porque siendo de lana su vestido no gusta que sea de seda el de otro. Pues ¿cuándo empezó a ser condición mala el esmero? Sólo que aumentan las verdades con los días, y es fuerza que se abra paso esta verdad acerca del estilo: el escritor ha de pintar, como el pintor. No hay razón para que el uno use diversos colores, y no el otro. Con las zonas se cambia de atmósfera, y con los asuntos de lenguaje. Que la sencillez sea condición recomendable, no quiere decir que se excluya del traje un elegante adorno.
"De arcaico se tachara unas veces, de las raras en que escriba, al director de la Revista Venezolana; y se le techará en otras de neólogo; usará de lo antiguo cuando sea bueno, y creará lo nuevo cuando sea necesario; no hay por que invalidar vocablos útiles, ni por qué cejar de dar palabras nuevas a ideas nueva”.
Su estilo es singular y fácilmente apreciable por sus lectores habituales. Fue castizo como pocos de su tiempo, de un casticismo afincado en los clásicos de la lengua y la literatura española, como Calderón y Cervantes, acerca de los cuales dejó juicios admirables y sorprendentes.
El ensayista cubano Juan Marinello observó hace mucho en su poesía la impronta de San Juan de la Cruz y de Santa Teresa, la de Avila; hoy se rastrean aquellos místicos hasta en su prosa de madurez. Tuvo la sencilla grandeza de la Biblia, una de sus lecturas más frecuentes. Los antiguos le entusiasmaron siempre y en más de una ocasión hace gala de los recursos épicos de Esquilo, de Horacio y de la épica rural de Virgilio. A Séneca le debe ideas rectas y más de una frase.
Pero fue también un adalid de la nueva sensibilidad moderna que se abría paso a finales del siglo XIX. Carmen Suárez León ha examinado su relación con los franceses, de Hugo a los parnasianos y simbolistas pasando por Baudelaire: más que el espíritu, supo atrapar en ellos la paleta, los tonos, la intención. Como también sacó lascas a la florida lengua inglesa de Shakespeare, y como supo además incorporar la agilidad de la vida moderna que vivía en Nueva York y que leía en sus periódicos.
Estuvo abierto a todas las influencias literarias y culturales, y supo recrearlas en su escritura, absolutamente personal e irrepetible en su estilo. Hasta de la India tomó préstamos lingüísticos.
No hizo la menor concesión al costumbrismo populista, aunque fue brillante al describir la vida madrileña o neoyorquina y las costumbres de diversas sociedades y de sus varios sectores. No desdeñó la voz americana ni la jerga popular que empleaba dosificadamente, en el momento oportuno, con sabiduría de lexicógrafo y precisión académica. Fue un maestro del neologismo: por centenares los creó, con la pulcritud de un orfebre de la lengua.
Impresionan la seguridad de sus descripciones, la viveza de sus diálogos en que se mezcla el fluir de la conciencia anticipándose más de una vez en el empleo del monólogo interior, su apretada capacidad narrativa observada recientemente por Salvador Redonet y José Massip.
"Lola, jolongo, llorando en el balcón". Suprema síntesis para narrar su salida hacia Cuba desde República Dominicana en su Diario de campaña. En casos como ese, su escritura recuerda al guion cinematográfico, a sus procedimientos por corte, al nerviosismo de la cámara de un arte que no llegó a conocer.
Lírico exaltado, como corresponde a quien escribía para emocionar a sus lectores, combinaba esa cualidad con una extraordinaria capacidad de análisis en sus artículos en el periódico Patria, en sus ensayos como en "Nuestra América" -joya suprema del género-, en sus crónicas acerca de la Conferencia Panamericana de Washington, cuando denunció el inicio de la expansión estadounidense hacia Latinoamérica. Su pensamiento se expresaba naturalmente de manera metafórica; por eso tantos hallan poesía en todos sus textos.
Escribía sin cesar. No lo hacía por disciplina sino por necesidad de trasmitir, de comunicar, de sentirse vivo. Con probabilidad escribía sus textos de una sentada, aunque evidentemente volvía sobre ellos, sin recalentamientos ni artificios, como dijo que trabajaba sus Versos libres. Y aún tuvo tiempo para desarrollar una obra práctica tan vasta que parece imposible en sus cortos 42 años de vida: pelear sin descanso por la independencia de Cuba y organizar la última guerra a tal fin mediante el Partido Revolucionario Cubano.
Fue, sin dudas, un modelo del escritor comprometido o, mejor, un hombre de acción que hizo de la escritura el fértil campo de su faena de servicio patriótico y humano. Fue una firme voluntad artística, un enamorado de la palabra y de su lengua, una mente inquieta y febril necesitada de expresarse por escrito, un alma que se abría y se entregaba en sus textos. Fue José Martí un escritor pleno, total, agónico.
(Con información de Prensa Latina)Tomado de: Radio Angulo
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