Miguel Cossío
Miami 02 Feb 2020 - 13:19 CET
José Martí en un muro de Caracas, junto a Chávez, Bolívar, Castro y Guevara - PINTEREST
La historia ideológica del castrismo se repite casi siempre como tragedia y algunas veces como comedia. Una ojeada a las ediciones de Granma de estos días bastará de muestra: "Martí vuelve, como de un baño de luz". El despliegue defensivo lanzado hacia "su" Martí, en respuesta a la aparición de Clandestinos en la escena cubana, confirma lo anterior.
Es conocida la frase, atribuida erróneamente a Marx, de que la religión es el opio del pueblo. En el caso de Cuba, cabría preguntarse si Martí ha devenido en una especie de opio para los cubanos. Durante el siglo XX la filosofía marxista sirvió de opio para más de una treintena de pueblos, incluido el cubano, el país del socialismo del nunca jamás, donde ni siquiera hoy el aparato oficial habla más de Marx y menos aún de la construcción de algún tipo de socialismo del siglo XXI.
Cada uno de los regímenes totalitarios edificados bajo el patrón del socialismo real tuvo, al menos en el espíritu ideológico, un componente marxista: la lucha de clases, el colectivismo, el centralismo económico, las expropiaciones…; y un componente leninista: el Partido. Cada uno con sus variantes políticas: la Unión Soviética y sus satélites con el marxismo-leninismo; China con el maoísmo; Corea del Norte con la idea Juche; Siria e Iraq con el Baaz árabe socialista, por citar algunos. El "capital" común de todos esos modelos sociales fue la represión de las libertades y la desaparición absoluta del individuo.
Al amparo del telón histórico del mundo bipolar, Fidel Castro construyó una trinidad ideológica tan estrambótica como singular, que le sirvió de base de sustentación de poder, y que fue armando, según corrían las circunstancias, como una suerte de Lego ideológico. Su revolución era única, gustaba decir: martiana-marxista-leninista. Mientras que para la colorimetría política era tan verde como las palmas.
La caída del bloque prosoviético, la extinción del Estado fundado por Lenin y el fin de la ideología marxista trajeron una autocorrección al discurso de Castro: "ahora sí los cubanos iban a construir el socialismo", con Fidel y Martí o con Martí y Fidel. La entelequia en cuanto al orden de los factores no alteraría el producto.
El resultado es conocido. Todavía estando vivo Fidel Castro y más aún después de muerto, el "fidelismo" dejó de ser fuente de sustentación ideológica y el "raulismo" nunca lo fue. Pero todo sistema autoritario o totalitario, que pretende la perpetuidad de sus elites, enfrenta un problema real: cómo renovar la maquinaria de campo en materia de propaganda. El ejemplo más claro lo tenemos en la Rusia de Vladimir Putin, quien no solo ha removido cada adoquín político de la Plaza Roja para mantenerse en el poder más allá del 2024, sino que ha forjado una alianza con la Iglesia Ortodoxa y rescatado el pasado zarista, al punto de vestir a los soldados de la guardia de honor del Kremlin con uniformes al estilo de la época del zar.
Al castrismo le pasa lo mismo con Martí y con el asunto de la soberanía nacional, este otro opio conceptual que todavía obnubila a algunos en el mundo. Si se mira detenidamente, la globalización de los derechos humanos trajo consigo la cesión de espacios de soberanía, como fue entendida esta hasta el siglo XX.
Martí era un demócrata, que vivió, quizás, los mejores años de su existencia en EEUU, donde escribió sus famosas Escenas norteamericanas. Un escritor liberal romántico, un humanista, un político con un profundo sentido ético. Un hombre de su tiempo, no del nuestro; y, como tal, debe valorársele, en el contexto histórico que le tocó. No en las pipas de opio político con las que el régimen atiborra a los cubanos.
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