José Rafael Lantigua
República Dominicana 23/10/2020, 12:00 AM
Siempre hubo dominicanos en Cuba y cubanos en Santo Domingo. Ambas islas se han nutrido de la presencia de sus connacionales en los dos espacios de la antillanía mayor, y desde allá, o desde aquí, en diferentes ángulos, resultaron visibles y ejemplares los aportes de unos y de otros.
Cuando José Martí recorría el territorio dominicano, en las tres ocasiones en que viajó a nuestros predios, siempre encontró en su trayecto a coterráneos suyos a los cuales organizaba en grupos de apoyo para su proyecto independentista. Los encontró en Santo Domingo, Santiago, La Vega, Cotuí, Dajabón, Montecristi, y con algunos de ellos incluso llegó al Santo Cerro cuando decidió visitar el santuario de la Virgen de las Mercedes. Pero, por igual, el país dominicano estuvo representado en las principales gestas por la independencia de Cuba del dominio español, un proceso que produjo varias conjuras fallidas, hasta que Carlos Manuel de Céspedes desde el ingenio La Demajagua, de su propiedad, liberó a sus esclavos, produjo el Grito de Yara el 10 de octubre de 1868 y dio inicio a la Guerra de los Diez Años. La República Dominicana tenía ya 24 años de haber sido fundada. El apóstol del proceso liderado por Céspedes, padre de la patria cubana, fue el sacerdote Félix Varela que, por años, pregonó la igualdad humana, en un tiempo donde los negros eran víctimas de la explotación y la supremacía blanca era notoria. El padre Varela es considerado el fundador de la nacionalidad cubana. Este aspecto de la primera proclamación de independencia de Cuba es muy particular. En La Demajagua se produce el levantamiento armado contra los españoles y se da a conocer el manifiesto de los revolucionarios, pero es en Manzanillo donde se firma este manifiesto y hacia donde marchan los insurrectos, de tal modo que el primer himno cubano lleva su nombre. Y Yara es la ciudad donde se produce el primer encuentro entre los revolucionarios y las tropas españolas, donde estas últimas vencen a los primeros que tenían una escasa, casi nula, formación militar. En España pues se difunde el nombre de Yara como el lugar donde se lleva a cabo la sublevación, desconociendo que había ocurrido en La Demajagua, la hacienda azucarera de Céspedes. De este modo pasó a la historia como el Grito de Yara, hoy un municipio de la provincia Granma en el oriente cubano. Como dato tal vez desconocido para muchos, y que también incumbe a la patria dominicana, anotemos que se cree que fue en Yara donde los españoles quemaron vivo al cacique Hatuey en 1512, cuando huyó de Quisqueya a Cuba huyendo de la crueldad de los ibéricos. Tanto aquí como en Cuba, Hatuey se enfrentó a los españoles y esa presencia del cacique quisqueyano en la isla cubana es recordada en Yara con un monumento a su memoria.
Es en esta guerra de independencia donde por primera vez aparece la figura de Máximo Gómez, quien se incorpora a la lucha seis días después de iniciada la misma. Pero, igualmente tomarían parte en la acción guerrera Modesto Díaz Álvarez, a quien los españoles llamarían “El Jabalí de la Sierra”. Fue éste quien comparó por primera vez a Máximo Gómez con Napoleón Bonaparte, que Juan Bosch consagró en un libro titulado El Napoleón de las Guerrillas (1976). Además, estuvieron en ese proceso revolucionario cubano Luis Gerónimo Marcano Álvarez, quien junto a su hermano Félix comandó a un grupo de 300 hombres en la toma de Bayamo y venció a una columna española en las lomas de El Cobre. Otro participante en esa gesta cubana, aunque poco se conoce de esa otra faceta de su vida, es el santiaguero Manuel de Jesús Peña y Reinoso quien llegó a ser secretario de Céspedes y de Máximo Gómez y alcanzó el grado de general. Nativo de Arenoso, Santiago, regresó posteriormente a su ciudad nativa donde fundó el Ateneo Amantes de la Luz, y dirigió importantes centros educativos en Montecristi, Puerto Plata, Santiago y Santo Domingo. Peña y Reinoso volvió a Cuba donde murió en 1915.
En el siguiente proceso liberador de Cuba, que encabeza José Martí y Máximo Gómez (“la guerra necesaria”), hermanados en el propósito luego que ambos firmaran el histórico Manifiesto de Montecristi, viajará con ambos hacia Cuba, venciendo numerosos obstáculos, Marcos del Rosario Mendoza, un “bravo dominicano negro” que combatió en todos los frentes de la guerra, a quien Martí en su Diario lo menciona: “Marcos, el dominicano. ¡Hasta sus huellas!”. Y Gómez anota en su diario de él lo siguiente: “Es compañero inseparable y hombre en toda la extensión de la palabra; es el tipo verdadero de la pureza, la lealtad y el valor probados”. Se agrega a este grupo de dominicanos que lucharon junto a Martí y Gómez, el vegano Lorenzo Despradel (Muley), quien tuvo sangre heroica pues se destacó además combatiendo la dictadura de Lilís, la primera intervención norteamericana en 1916 y la dictadura de Machado en Cuba. Fue secretario de campaña de Gómez. Otro dominicano insigne, cuyo padre había luchado en la Guerra de los Diez Años llevando expedicionarios a Cuba en medio de los combates, fue el puertoplateño Enrique Loynaz del Castillo. Estuvo siempre a las órdenes de Martí y fue secretario de Antonio Maceo. Se afirma que intervino en más de 60 combates. Es el padre de la gran poeta cubana Dulce María Loynaz, quien por esa razón es mitad dominicana, y fue padrino de la boda de Juan Bosch con doña Carmen Quidiello, teniendo como madrina a la escritora española María Zambrano, entonces exiliada en La Habana.
La presencia dominicana en la independencia cubana se manifiesta de otras maneras. Antonio Maceo, el otro gran héroe del proceso revolucionario, conocido como el “Titán de Bronce”, y su hermano José, combatiente de la guerra dirigida por Máximo Gómez, eran hijos de Mariana Grajales, dominicana por los dos costados (su madre Teresa Cuello y su padre José Grajales). Antonio Maceo muere en combate y su principal lugarteniente era Panchito Gómez Toro, hijo de Máximo Gómez, de apenas 20 años de edad, quien al conocer que su jefe en la guerra había sido herido intentó salvarlo, muriendo él también. Y, entre los hombres clave en la vida de Martí, está Federico Henríquez y Carvajal, su entrañable amigo y a quien el apóstol llamara “hermano”. Es a Federico a quien Martí le entrega lo que ha sido considerado como su testamento político, memorable carta escrita “en el pórtico de un gran deber”, donde Martí unifica la cubanía con la dominicanidad (“Esto es aquello y va con aquello”).
Hay otro detalle poco reconocido. El nombre mambí tiene su origen dominicano, como lo aprueban los escritores cubanos Regino Botti y Nancy Morejón, entre otros. Los españoles llamaron mambises a los dominicanos que lucharon en la guerra de la Restauración, como los norteamericanos calificaron de gavilleros a los que se enfrentaron a sus tropas, términos peyorativos que significaban bandidos o maleantes. Del mismo modo volvieron a llamar los españoles a los cubanos en la Guerra de los Diez Años. Mambí terminó siendo símbolo de patriota. Al reutilizarse en Cuba el término, los españoles recordaban las cargas al machete de los dominicanos, en el que se había destacado Eutimio Mambi, un negro que desertó de las filas españolas para pelear en la guerra de la Restauración dominicana.
Mario Rivadulla, a sus 90 años de edad, ha dado a la luz del lector que ha de valorar toda esta gran historia dominico-cubana, un libro que ofrece las semblanzas del apóstol y del héroe, que recoge esta presencia dominicana, incluso las de hombres de otras nacionalidades que estuvieron en la campaña liberadora de Cuba –con reseñas y fotografías incluidas- y reconstruye todo ese gran tejido humano, ético, patriótico y político que dio origen a la independencia de la isla hermana, bajo las ideas y el apostolado de José Martí y con la estrategia y la fiereza en el campo de batalla de Máximo Gómez. El banilejo instalado en Montecristi, desde donde partió su gran historia, no sólo fue el héroe de la lucha martiana, sino que, como afirma Rivadulla, “sin la decisiva presencia dominicana en las primeras y bisoñas filas rebeldes, es probable que la Guerra de los Diez Años hubiese abortado en sus mismos comienzos”. El libro de Rivadulla se convierte en un homenaje –desde su pluma precisa, formal y de hermosos matices- de un cubano que arribó a Santo Domingo hace justamente medio siglo y que aquí plantó raíces, terminando por ser un dominicano más, con un amplio sentido de contribución efectiva al desarrollo de las ideas en nuestro país. “Esto es aquello y va con aquello”.
Tomado de: Diario Libre
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