sábado, 17 de octubre de 2020

Martí en Isla de Pinos: sufrir por la Patria es vivir

Autor: Julio César Sánchez Guerra | internet@granma.cu
12 de octubre de 2020 23:10:43

Cuando me asomo al reloj de sol, pienso que por esta isla pasó un gigante de amor, Apóstol, héroe, poeta, yerbero espiritual de la nación cubana. Sabemos que desde aquí se alza, donde la montaña se parte en dos, un jinete con el yarey de Cuba en la cintura, esperando el día de remar rumbo al abra de Playitas de Cajobabo, listo para morir, con todo el sol de mayo en su alma limpia

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El destierro de José Martí en la entonces Isla de Pinos fue un periodo de especial trascendencia en la vida del Apóstol. Este 13 de octubre se cumplen 150 años de su llegada a la finca El Abra - Foto: Mederos, Aldo

Los golpes que dan a la puerta, el 21 de octubre de 1869, en la casa donde viven Don Mariano y Leonor, sorprenden a la familia. Pepe, el hijo mayor y único varón, es conducido a prisión y acusado de infidente por el contenido de una carta que dirige a un condiscípulo, en la cual le recuerda el deber con la Patria y la suerte que corren los apóstatas.

El 4 de abril de 1870, José Martí entra en las canteras de San Lázaro. Arrastra las cadenas y una pena de seis años de trabajos forzosos por el delito de infidente. Tiene solo 17 años, ya comprende que morir por la Patria es vivir. El 28 de agosto envía a la madre una fotografía desde el presidio, y en el reverso, el aliento del hijo que sufre y le implora que no llore: «Mírame, madre, y por tu amor no llores,/ si esclavo de mi edad y mis doctrinas/ tu mártir corazón llené de espinas,/ piensa que nacen entre espinas flores».

Los padres de Martí hacen gestiones desesperadas por sacar a su hijo de aquel infierno. Los amigos pudientes de Don Mariano logran conmutar la pena por la de deportación a Isla de Pinos, y a esa isla llega el 13 de octubre de 1870. Trae latigazos en la espalda, los ojos dañados por la cal de las canteras, una llaga purulenta en el tobillo y otra que le lastima la ingle. Trae un pedazo de hierro, que guarda bajo la almohada.

Llega con la memoria de los que quedan atrapados en el presidio: Nicolás del Castillo, un anciano de más de 70 años, al que Martí llamó el Cristo de los cubanos, o Lino Figueredo, quien con apenas 12 años sufría los horrores del colonialismo español.

Las pesadillas agitan sus sueños pero las heridas no alimentan el odio. Ya viene marcado por el amor. Se instala en la casa del catalán José María Sardá. Es el arrendatario de las mismas canteras, donde ha sufrido José Martí, pero es quien se arriesga y usa sus influencias para cambiar la pena al joven prisionero; y lo trae a su propia casa, a una masía, construcción típica de Cataluña, que adapta al clima caluroso de Cuba.

La morada está entre dos montañas marmóreas, que se separan ligeramente por una abertura, donde se puede pasar al otro lado. Lo recibe Trinidad Valdés, la esposa de Sardá. Otra vez el apellido Valdés en el camino de Martí… Su amigo Fermín ha sido castigado por seis meses, pero sufre el mismo dolor.

Un manantial cercano deja correr el agua que llega hasta la casa. Un horno de cal tal vez le recuerda los de las canteras. El monte y el aire puro lo curan. Las manos maternales de Trinidad se convierten en Leonor, por dos meses y cinco días.

Todos los domingos, a las nueve de la mañana, debe presentarse en la Comandancia Militar para el pase de lista que hacen las autoridades españolas a los deportados. Lee los libros bíblicos que tiene Sardá. El olor de café sale de la cocina que le queda tan cerca del cuarto. La ventana da la cara a la salida del sol. Se acerca, más de una vez, a un reloj de sol, donde se mide el tiempo. La ceiba que ahora está allí, todavía no daba sombra al techo del cuarto que lo cobija. Los pajarillos y las flores hacen su fiesta, y el joven se lleva esa última imagen del campo cubano para España, hacia donde es deportado en 1871.

No se conservan cartas ni versos que seguramente escribió en El Abra (hoy finca museo en la Isla de la Juventud). ¿Estaban probablemente entre las cartas que Doña Leonor quemó en 1881? Solo perduran dos dedicatorias de fotos; una a la señorita Adelaida, y otra a la esposa de Sardá, a quien le escribe: «Trina, solo siento haberla conocido a usted por la tristeza de tener que separarme tan pronto».

El 18 de diciembre de 1870 partió para Batabanó por el mismo río Las Casas, donde había llegado un día hacia una pequeña tierra desconocida. Nadie imagina que por las venas del río se iba quien sería el Apóstol de la independencia de Cuba. Tampoco lo sabía el deportado desconocido que regresaba a La Habana.

Desde nuestro tiempo, los círculos concéntricos de su biografía resultan más nítidos. En la isla, el joven Martí alivia desde el monte sus lastimaduras, aquí agita su fiebre revolucionaria y se prepara para denunciar, un día, aquel presidio horrendo y el atroz abuso de España en las canteras de San Lázaro.

Cuando me asomo al reloj de sol, pienso que por esta isla pasó un gigante de amor, Apóstol, héroe, poeta, yerbero espiritual de la nación cubana. Sabemos que desde aquí se alza, donde la montaña se parte en dos, un jinete con el yarey de Cuba en la cintura, esperando el día de remar rumbo al abra de Playitas de Cajobabo, listo para morir, con todo el sol de mayo en su alma limpia.

Tomado de: Periódico Granma

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