viernes, 2 de febrero de 2024

La palabra de Martí en Cayo Hueso

Por EMILIO J. SÁNCHEZ
Periodista y docente
emilscj27@gmail.com
28 de enero de 2024 - 09:00

Llegó por primera vez al Cayo a las 4 de la tarde del 25 de diciembre de 1891, día de Navidad. El vapor Olivette lo trajo desde Tampa acompañado de líderes independentistas de esa ciudad

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"El hombre de la Rosa Blanca", dibujo de la artista María Sánchez. - Cortesía/Sergio Andricaín

MIAMI.- Nada puede definir mejor a José Martí que la palabra. ¿Puede alguien sobre la tierra haber mostrado tan esplendoroso uso de esa maravilla de la comunicación humana?

No existe modo de que el Maestro siga viviendo —como tan a menudo proclamamos—, si no lo leemos. De lo contrario, se queda en el lugar común, en dos o tres aforismos o en la repetición de alguna cuarteta de los Versos Sencillos sin reparar en lo que entraña (sin entenderla).

Martí era conocido en América Latina y Estados Unidos por sus crónicas y artículos en más de 24 periódicos, pero entre la emigración humilde de Nueva York, Tampa y Cayo Hueso, lo era más por sus vibrantes discursos.

Su andar por las calles de la pequeña ciudad del sur de la Florida, entre diciembre de 1891 y enero de 1892, retrata con fidelidad las tensiones, recelos y divisiones que acusaban los cubanos; y también la voluntad del Apóstol, su talento para persuadir, limar asperezas, perdonar y unir. Para entusiasmar, incluso, a los más escépticos.

En 1890 el Cayo —cuya población había ido llenándose de cubanos desde el inicio de la Guerra de los Diez Años, en 1868— tendría 18 mil habitantes; de ellos, 12 mil se dedicaban a la industria del tabaco en más de 190 fábricas. Según Gerardo Castellanos García, procedían de Bejucal, San Antonio de los Baños, Güines y Santiago de las Vegas (Motivos de Cayo Hueso, La Habana, 1935).

Llegó al Cayo a las 4 de la tarde del 25 de diciembre de 1891, día de Navidad. El vapor Olivette lo trajo desde Tampa acompañado de líderes independentistas de esa ciudad y hasta de la banda de música de Ybor City. Había llegado enfermo, aquejado de broncolaringitis, y supongo que, además del malestar, sufría por no poder abrir el dique de ideas y sentimientos que guardaba.

Invitación desde Tampa

Desde hacía mucho tiempo había ansiado visitar los sitios más importantes de la emigración. Por eso se sintió feliz cuando Néstor Leonelo Carbonell, cumpliendo un acuerdo del club Ignacio Agramonte de Tampa, lo invitó a tomar parte en una magna fiesta de carácter artístico-literario a beneficio de la asociación.

Tomó el tren en Nueva York y arribó a la estación de Ybor City en la media noche del 25 de noviembre de 1891: una nutrida y entusiasta ovación lo recibe en medio una fuerte lluvia. Tampa entera lo arropa y agasaja y él pronuncia en el Liceo Cubano, los días 26 y 27, sus famosos discursos Con todos y para el bien de todos y Los Pinos nuevos, respectivamente. El ambiente era muy propicio para que, luego de consultas con los independentistas, se aprobaran ciertas Resoluciones, que fueron el antecedente de las Bases del Partido Revolucionario Cubano (PRC).

Se sabía de su verbo pujante y los tampeños no querían que se perdiera una sola de sus palabras. Por ello habían solicitado a La Habana un taquígrafo, pero en vista de que este no podía llegar a tiempo, trajeron, precisamente desde Cayo Hueso, al lector de tabaquería y taquígrafo Francisco María González. A él debemos la transcripción de los discursos antes mencionados.

El 28 de noviembre, cerca de cuatro mil personas despiden a Martí en marcha triunfal. Hubiera deseado proseguir camino al Cayo, pero no lo hizo por pudor. (“Es tan dulce —escribió más tarde— obedecer el mandato de los compatriotas, como indecoroso el solicitarlo”).

Pero le debemos algo más a aquel taquígrafo de Cayo Hueso. A su regreso contó, aún asombrado y conmovido, lo que había visto: el extraordinario impacto del tribuno entre la comunidad de Tampa. Seguramente escuchó ese relato José Dolores Poyo, patriota y director del periódico local El Yara, quien publicó parte de los discursos y una nota elogiosa sobre el acontecimiento.

Días después, en Nueva York, Martí leyó ese diario y aprovechó inmediatamente la oportunidad para agradecer a Poyo y manifestarle lo siguiente:

“Ardo en deseos de ver al Cayo con mis ojos, y de respetarle las formas y métodos que ha ido dando con lo real y necesario de la localidad, y de enseñar con mi presencia cómo están juntos, todos los que tienen un pecho con que arremeter, y mente para ver de lejos, y manos con que ejecutar. Y sin recelos, y sin exclusiones. Es la hora de los hornos, en que no ha de verse más que la luz”.

La visita anhelada empezaba a tomar cuerpo. Algunos trabajadores constituyeron un comité anfitrión y convocaron a sus compatriotas al teatro del Instituto San Carlos para promover el viaje.

Dudas, reticencias

Quizás sorprenda saber que la iniciativa no progresó. Desde su llegada a Estados Unidos, en enero de 1880, Martí había sido objeto de recelo, envidia y suspicacia; y era casi comprensible: joven, intelectual, talentoso, poeta. Además, en 1884 se había retirado del plan de levantamiento organizado por Máximo Gómez y Antonio Maceo debido a discrepancias con la naturaleza del proyecto. Fue entonces cuando escribió aquella misiva a Gómez donde le expresaba: “Un pueblo no se funda, General, como se manda un campamento”, y “La patria no es de nadie: y si es de alguien, será, y esto solo en espíritu, de quien la sirva con mayor desprendimiento e inteligencia”. Los veteranos de la Guerra de los Diez Años no le perdonaron durante mucho tiempo su “sinceridad”.

Una de las organizaciones más importantes de emigrados, la Convención Cubana de Cayo Hueso, tenía sus propios planes y defendía con orgullo su ganado liderazgo. Muchos conocían que Martí era un excelente orador, pero hasta ahí. Entre los tabaqueros algunos rumiaban: “¿Acaso no vendrá, como antes otros, a vaciarnos el bolsillo?”.

Aunque esa primera convocatoria en el San Carlos fue un fracaso, el comité anfitrión persistió en la idea y empezó a recorrer las fábricas de tabaco. Algunos se negar

on rotundamente: “Tengo dinero para adquirir rifles, no para oír oradores”, espetó alguien. Con todo, sea por compromiso o patriotismo, la mayoría contribuyó.

Una vez reunido el dinero para los festejos populares, marco de la recepción al Apóstol, se le hizo llegar la invitación formal, que él aceptó jubilosamente.

Fue así cómo, semanas después, Martí desembarcó en el muelle de Cayo Hueso aquel 25 de diciembre.

Navidad patriótica

Poco antes de llegar había cablegrafiado de su inminente arribo. Una hoja suelta, que circuló de inmediato, convocaba a ofrecerle una calurosa bienvenida. Castellanos García la recoge:

“A nuestras puertas se halla el benemérito compatriota José Martí. El vapor que lo conduce arribará a estas playas en la tarde de hoy. Demos, pues, una prueba de civismo político, marchando unidos y compactos a recibir al hermano de la patria, al cariñoso amigo, al elocuente tribuno que abandonándolo todo, corre presuroso a donde le llaman deberes ineludibles que no pude desatender su personalidad de cubano”.

Una multitud, curiosa y expectante, tremolaba banderas cubanas entre la algarabía, aplausos y música de una banda. Primeros abrazos y le proponen llevarlo hasta el hotel Duval en un carruaje. Amablemente declina: “No, gracias por tanto cariño: ¿dónde podré ir mejor que llevado en las alas de ternura que me tiende mi pueblo?”.

La muchedumbre lo acompañó hasta el hotel. A la entrada, el joven Jenaro Hernández se subió a una silla para darle la bienvenida a nombre del Comité Organizador. Clamor general. El recién llegado no pudo contenerse y lo imitó. Pronuncia, el rostro enfebrecido, sus primeras palabras. “Desde Jacksonville vengo enfermo. ¡Y he aquí la medicina, cubanos!, ¡he aquí el confortativo del alma, que también se enferma como el cuerpo!”. Pide la unidad “para que vuele al cielo de nuestro destino, lo que tiene de enérgico y humilde nuestro pueblo, de grande y sublime: las águilas y las palomas”. La masa estalla en aplausos. Habían sido testigos del “hechizo Martí”.

Poder de fascinación

¿Y cómo era su palabra?

Poseía una voz entre barítono y tenor. Pronunciación clara. Tono que podía ir desde lo apacible a lo enardecido. Marcaba las “eses”. A pesar de criarse en una familia española y haber estudiado abogacía y letras en Zaragoza, no distinguía entre “c” “z” y “s”. Es decir, seseaba como en Andalucía e Hispanoamérica.

La cubana Blanche Zacharie de Baralt tuvo la posibilidad de tratarlo personalmente en Nueva York. Escribió El Martí que yo conocí, publicado en 1945. Sus discursos a un auditorio de tabaqueros —nos dice— “eran tan perfectos desde el punto de vista literario como si fueran dedicados a un grupo de profesores universitarios”.

Y continúa: “Empleaba, a veces, términos superiores a la comprensión de gente sencilla; pero su tono era tan sincero, tan convincente, que las palabras iban derecho al corazón de sus oyentes: daban infaliblemente en el blanco”. Empezaba despacio para, poco después, verter un torrente de palabras, salpicada de bellas metáforas, con una convicción tan fuerte, con tanta verdad, que sus oyentes quedaban fascinados. Una admiradora, durante un mitin donde lo aclamaban, recordó: “No (lo) pueden entender pero arrebata”.

La noche de su llegada a Cayo Hueso, a pesar de su malestar, habló en tres ocasiones durante el banquete de recibimiento de 33 cubiertos. Como el médico, Dr. Eligio M. Palma, había prohibido las conversaciones, se vio obligado a hacerlo en susurros.

Guardia de amor

Le escribe a New York a Gonzalo de Quesada y Aróstegui, quien sería secretario del Partido y albacea: “En cama, muy mal. Mucho mérito en el pueblo, y muchos corazones nobles. Desde la cama, junto. Aquí me tiene rodeado de una guardia de amor. Pero no puedo escribir, ni me iré sino, cuando todo esté en sazón”.

El galeno llegó a recomendar que se prohibiera la entrada a su habitación. Finalmente, el 1 de enero levantó la orden y prosiguieron las pláticas conspirativas.

El Apóstol no solo era un orador excepcional, sino también un gran conversador. Poseía el arte de escuchar, cosa rara en el que ostenta el don de la palabra. Los revolucionarios más representativos del Cayo —José Dolores Poyo, Fernando Figueredo, José Francisco Lamadriz— le informaron sobre sus actividades patrióticas.

Él escucha y celebra —nos cuenta Jorge Mañach en su Martí, el apóstol—: “Aquí ya todo está hecho”, declaró con tacto. Pero en seguida despliega todas sus artes de fascinación”, y traza un panorama sobre las necesidades de la lucha por la independencia, comparte temores y señala nuevas y superiores metas. Declara que el objetivo de su viaje había sido dar comienzo a la organización de la guerra de independencia, para lo cual era imprescindible crear un partido que agrupara a las asociaciones de emigrados. Nunca expresó la frase, pero quedó grabada en la conciencia de sus interlocutores: “todo está por hacer”.

Así, con aquella “palabra suave y delicada” de la que habló el poeta Rubén Darío, consiguió lo que nadie —ni antes, ni después—: la unidad de los cubanos, escindidos entre veteranos y bisoños, civilistas y militaristas, socialistas, radicales y conservadores, blancos y negros, ricos y pobres: un conjunto heterogéneo de decenas de grupos y asociaciones.

Tal vez fue el poeta y patriota Diego Vicente Tejera quien mejor describió la naturaleza de aquella singular palabra:

“El que no oyó a Martí en la intimidad no se da cuenta de todo el poder de fascinación que cabe en la palabra humana. Ningún cubano, ninguno, ha tenido la conversación de Martí. ¡Qué variedad, qué gracia, qué elevación, qué fuego, qué nitidez, qué elegancia! ¡Qué conversación! (...) No, yo no sabré dar idea del poder de seducción de aquella palabra sutil que parecía salir del corazón y al corazón se encaminaba, flexible, acariciadora, ingenua sin embargo y siempre honrada, que esclavizaba y atraía, que engrandecía al vencido, levantándolo a la clara percepción de su deber”.

Ese poder de seducción y persuasión lo empleó a fondo en esas deliberaciones con los patriotas de Cayo Hueso durante los 12 días de su estancia. Venció resistencias, ganó simpatías, conquistó adeptos para su proyecto. Este fue presentado ante Poyo, Figueredo y Lamadriz, de la Convención Cubana, quienes lo aceptaron en principio.

En el San Carlos

El 3 de enero de 1892 cruzó por primera vez el umbral del Instituto San Carlos. Fue tanta la concurrencia, que las puertas cerraron a las 7 de la noche. Más de diez patriotas le precedieron en la tribuna. Hasta que le correspondió su turno.

Los que habían sido testigos del despliegue maravilloso de su oratoria cuentan que solía moverse con rapidez hasta llegar a la tribuna. Una vez en posesión de esta, dominaba con su vista el auditorio; el brazo derecho detrás, y el izquierdo para subrayar sus palabras. Por cierto, ninguna escultura, entre las decenas que se han erigido, ha recogido fielmente ese detalle.

El discurso en el San Carlos duró más de una hora. Un cronista del diario El Porvenir, de Nueva York, escribió: “En la tribuna tiene algo de evangélico y su palabra mucho de la que los cristianos ponen en boca del mártir del Gólgota”. Aquella noche los atronadores aplausos hicieron cimbrar el recinto.

Al día siguiente visitó numerosos talleres; en todos, regocijo, alborozo… delirio. En las calles, veladas y mítines, exaltación patriótica inacabable; cañonazos, toques de corneta. Va en un coche, relata Mañach, acompañado de una comitiva de más de 100 patriotas. A la cabeza, un niño montado en un caballo negro enarbolaba la bandera cubana.

El grupo se detuvo en varias fábricas de tabacos, todas engalanadas, donde habló ante cientos de obreros, encendió las almas y recibió vítores y aplausos. En la fábrica de Eduardo H. Gato entonaron el himno y le obsequiaron un ánfora de plata y un enorme crucifijo elaborado con conchas y caracoles. “Martí —cuenta Carlos Márquez Sterling en Martí ciudadano de América— lloraba como un niño”.

La ciudad vibraba con la música de bandas, los desfiles de gremios, clubes y sociedades, escoltados por farolas y estandartes. Al medio día, competencias: palo encebado, carreras de saco y bicicletas. Martí, incansable, proseguía su labor: hubo días en que pronunció cinco discursos e igual cantidad de brindis.

Los cayohueseros se lo disputaban para agasajarlo en sus pocos ratos libres. Ruperto Pedroso, cantinero negro, le ofreció un almuerzo en su casa, para lo cual tuvo que sacrificar la chiva de la abuela. El visitante alabó la carne y la sazón de Paulina, la esposa de Ruperto, quien aún se mostraba recelosa del poeta. Martí se percata y le dice: “Usted, Paulina, me va a ayudar mucho aquí, por Cuba”, y le da un beso en la frente. La anfitriona ríe y llora. En adelante, los esposos Pedroso, que luego se mudarían a Tampa, le fueron incondicionales. Y Martí correspondió a ese amor y llamó a Paulina su “madre negra”.

Creación del PRC

El 5 de enero regresa al San Carlos para una velada artístico-cultural. Poemas, piezas al piano y violín, canciones y hasta una obra cómica. Martí pronunció un discurso que deleitó los corazones e inflamó el espíritu… Y tenía razones para semejante “gloriosa certidumbre”, como la califica Mañach: esa misma tarde los representantes de clubes y sociedades del Cayo y Tampa, cerca de 30 personas, discutieron y aprobaron, en el hotel Duval, y bajo la presidencia de Martí, las Resoluciones de Tampa y las Bases del Partido Revolucionario Cubano. Ambas serían proclamadas unánimemente por las emigraciones cubanas y puertorriqueñas el 10 de abril del mismo año

El 6 de enero de 1892 fue su último día en la isla sureña. El San Carlos se engalana como nunca. El teatro —nos cuenta Ángel Peláez, en su Primera jornada de José Martí en Cayo Hueso: “aparecía embanderado, encortinado, adornado e iluminado vivamente. En el centro de la platea extendíase del uno al otro extremo, una mesa artísticamente servida, en la que resaltaba el nombre de José Martí formado con flores naturales. Aquel derroche de luz, de reflejos y de galas, aquella manifestación de patriotismo, recreaban la vista y el corazón”.

El teatro, colmado, y cientos de personas afuera.

Emocionado, el huésped pronunció su oración de despedida en este sitio —la “casa de la Patria”, como él la bautizó. Había, sí, una nota de tristeza en ese adiós. Sin embargo, se sentía pleno, exultante y alborozado ese Día de Reyes: había conseguido su sueño: la creación del Partido Revolucionario Cubano, la organización para conducir, desde la civilidad, la razón y el amor, una guerra breve y humana, el primer paso para construir una República donde la ley primera fuera “el culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre”.

La idea era establecer una red de organizaciones, cuyos presidentes en las diferentes localidades crearan “cuerpos de consejos”, para coordinar esfuerzos y trazar directrices. Dichos cuerpos designarían un delegado, que tendría a su cargo la dirección de revolución y la organización de la guerra. Esa responsabilidad recayó en Martí.

“Yo abrazo a todos los que saben amar. Yo traigo la estrella, y traigo la paloma en mi corazón”, había expresado en Tampa semanas atrás. Aquí su abrazo amoroso se había ensanchado, y la estrella y la paloma, sus signos personales, parecían más visibles y refulgentes.

Despedida

La velada tuvo su brillante colofón en la lectura de las Bases del Partido, a cargo de Francisco María González (el taquígrafo de sus discursos en Tampa), recién nombrado secretario interino para la difusión de la documentación. El cierre fue apoteósico. Y después de los sorbetes, dulces y licores —fina costumbre de entonces— la multitud, ya suya, lo acompañó hasta el muelle.

Momentos antes de partir, según testimonia Manuel Deulofeu, una joven le entregó un Nuevo Testamento. En la dedicatoria recomendaba su lectura, donde hallaría “poder y fuerza para sobrellevar con paciencia las profundas tristezas y amarguras que, como fruto del bien sembrado, recogen los benefactores de la Humanidad” (Martí, Cayo Hueso y Tampa, Imprenta Antio Cuevas y Hermano, Cienfuegos, 1895, p. 165).

Zarpó el vapor y el sonido del silbato se mezcló con los “Vivas a Cuba Libre” y “Vivas a José Martí”.

“Cuando el vapor se alejaba entre las sombras de la noche —rememora un testigo—, la luz encendida en el mástil más alto parecía la luz del faro encendido por Martí, el predestinado, para guiar a los cubanos a la tierra de promisión, a la ciudad del Derecho, a la Jerusalén de la Libertad”.

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Tomado de: Diario Las Américas

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