viernes, 19 de mayo de 2006

Martí, el camino a Dos Ríos

Autor: LUIS PAVÓN

José Martí se sentía feliz al arribar a una "playa de piedras y espinas," el 11 de abril de 1895, a eso de las 11 de la noche, mojado por la lluvia, bajo una luna roja; no estaba aparentemente fatigado, aunque el intenso remar había ampollado sus manos. Luego sabrá que desembarcaron en Playitas de Cajobabo, en Guantánamo. Había sido el último en bajar del bote en el que vino, junto al General Máximo Gómez, y un pequeño grupo expedicionario, a participar, como quería, en la Guerra libertadora de cuya organización había sido la figura decisiva.

Quedaban sin abolir, no lo había olvidado, insatisfacciones y problemas. Entre los personales, el mayor se refiere a su hijo, ya quinceañero, con quien quisiera haber partido, y cuya ausencia reprocha; le apena, igualmente, la aflicción que puede causar a la madre, a quien escribió desde Montecristi la inolvidable despedida que comienza "en vísperas de un largo viaje", líneas que darían pie a posteriores reflexiones, pues se encontraba en lugar vecino y bien cercano.

De índole política, el reciente fracaso de la expedición llamada de Fernandina, le obligó a tomar decisiones que podían dejar resquemores: entre éstas, la más grave, en cuanto hería a uno de los pilares de la gesta –aunque tal vez Martí no lo esperara—, la designación de Flor Crombet como Jefe de la expedición en lugar de Antonio Maceo, al no poder éste ajustarse al presupuesto de que se disponía. El Titán vendría en ella y asumiría, a la llegada a Cuba, el mando de la tropa. No obstante, le disgustó la medida, sobre todo si se tiene en cuenta que entre él y Crombet existían fuertes desavenencias.

Además, podría pensarse que el Apóstol extrañara cálidas amistades abandonadas, y no decimos hábitos de vida, porque en sus 42 años de edad, no pocos de ellos de patriótico peregrinar, estaba acostumbrado a ir de uno a otro lugar, según fuese necesario, siempre con mínimo equipaje o sin equipaje alguno.

Pero estaba feliz y cada una de las páginas escritas, aún en circunstancias complicadas, lo refleja. Sus biógrafos, de Mañach hasta el reciente y bello título de Toledo Sande, así lo hacen constar. Lo escribió señeramente en su diario al marcar la llegada a tierra cubana con la elocuencia de solo dos palabras: "Dicha grande".

Los días siguientes serán de intenso trabajo para el Apóstol. Estará al tanto de los problemas de la Guerra y escribirá a la emigración pidiendo armas; se dará a la tarea —que 60 años después, en la Guerra Revolucionaria sería de las primeras que llevara a cabo el Comandante Ernesto Che Guevara— de cuidar heridos, para lo cual se valdrá del estudio minucioso de las posibilidades de lo que hoy llamaríamos "medicina verde", además del yodo que trajo consigo. Aprende el nombre de los árboles. Marca con entusiasmo fechas de su diario como "día mambí".

Ni un instante deja de ser el Delegado del Partido Revolucionario Cubano fundado por él y como tal actúa desde los campos de Cuba. Contribuye eficazmente a la organización de la guerra: prepara, redacta y firma junto a Gómez, órdenes y circulares para ser cumplidas por el Ejército Libertador, algunas tan impostergables y terminantes como la del 26 de abril de 1895, que condena como un crimen todo intento de apaciguamiento: "la contienda iniciada solo terminará con la independencia y a quien con otras proposiciones pretenda engañar o perturbar a la Revolución se le aplicará la pena mayor". Otras, como las que prohíben el paso de reses y provisiones de boca a los poblados o a los campamentos enemigos, marcan igualmente la dureza de la contienda.

Trabaja infatigablemente. Escribe en la hamaca, "a la luz de una vela de cera, sujeta junto a mis rodillas por una púa clavada en tierra".

En aquellos parajes le ha recibido con entrañable cariño la tropa que comanda el veterano coronel Félix Ruenes, toda formada de baracoenses: el lugar y la gente son propicios para la evocación, de la que Gómez participa entusiasta, de episodios de la Guerra Grande. Se habla con gusto un lenguaje que Martí asumirá vivamente en su diario: Jolongo (bulto), frangollo (dulce de plátano), chopo (parte de las viandas), catauro, bayás (especie de almejas)...y otras, nos ponen en presencia del escritor sensible a la gracia de un decir seguramente nuevo para él en su mayor parte, del que se va apropiando al paso. Va, incansable.

El propio Gómez describirá el asombro de los viejos guerreros acostumbrados a estas marchas, ante el comportamiento de Martí, que las realiza sin ningún tipo de flojera.

Los recuerdos de la Guerra Grande exaltan generalmente a protagonistas hasta entonces anónimos, cuando no se refieren a Céspedes o Agramonte: se anota el alzamiento del hijo de éste.

A lo largo de aquel camino, los campesinos le llaman "Presidente". Él declina el nombre, que no solo le otorgan los soldados, sino jefes conocidos como Miró Argenter. Martí sencillamente acepta el de Delegado. Por otra parte, oír le atribuyan tal cargo, disgusta a Gómez. Sobre éste, como sobre Maceo, se cierne el fantasma de las divergencias entre el mando civil y los militares, frecuentes en la Guerra Grande. Martí lo sabe y él mismo rechaza los estorbos creados por lo que llama "la república leguleya".

Tiene una idea clara, sin embargo, que espera sirva de límite a excesos y desacuerdos. La defiende ante Maceo, en la entrevista histórica: "mantengo rudo: Ejército, libre, y el país, como país con toda su dignidad representado".

Tal vez no se le entiende: son conversaciones apresuradas y en las que está omnipresente el pasado. Él piensa que cuando se lleve a cabo la Asamblea en cuya realización trabaja, de ella saldrá la forma mejor. De cualquier manera estudia la conveniencia de renunciar a toda aspiración cuando llegue ese momento, "para tener libertad para aconsejar y poder moral para resistir el peligro que de años atrás preveo".

Por lo pronto, sigue intensamente en la Guerra. Ninguna diferencia entibiará su ánimo. Escribe cartas a Maceo, a Masó, a Gonzalo de Quesada, a Miró, a la familia Mantilla, que ocupa lugar preferente en su corazón. A ésta manifiesta más de una vez su ánimo sin desmayo. Cuenta la entusiasta revista "de los 3 000 hombres de a pie y a caballo, a las puertas de Santiago. ¡Qué lleno de triunfos y de esperanzas Antonio Maceo!".

Interviene activamente en la vida del campamento. Pronto le otorga una junta de jefes, a iniciativa de Gómez, el grado de Mayor General. Encontrará algunos viejos conocidos, como Rafael Portuondo, representante del Partido en Santiago. Va por tierras llanas o abruptas. Alguna vez intervendrá en decisiones incluso judiciales. De tres sentenciados a muerte por cuestiones de armas, quita a dos la sanción.

Avanza. El paisaje llena sus ojos y su espíritu. Ante la presencia poderosa del Cauto, oye a Gómez: "!Ah, Cauto, cuánto tiempo hacía que no te veía". Y, él, que solo lo conoce de cuanto lo ha soñado, siente hincharse el pecho de "cariño poderoso, ante el vasto paisaje del Río amado". Está, sin saberlo, en su escenario final.

Ha atravesado tierras, montañas, bosques y llanuras que hoy forman parte de las provincias de Guantánamo, Holguín, Santiago de Cuba y Granma. El l8 escribirá su última carta a Manuel Mercado, donde ratifica su previsión antimperialista. La tragedia ocurrirá donde se junta el Contramaestre con el Cauto, los Dos Ríos que ya la historia guardará entre sus altares. Aquel día 19 de Mayo, Martí arengó a la tropa "con verdadero ardor y espíritu guerrero". Dos horas después, cuenta Gómez, nos batíamos a la desesperada con una columna de más de 800 hombres, a una legua del campamento. Separado de Gómez, Martí se lanza al combate. Solo lo acompaña "un niño que jamás se había batido": Ángel de la Guardia, quien traerá la dolorosa noticia.

No fue posible recuperar el cadáver de manos enemigas. Posteriormente lo enterrarán para luego desenterrarlo, mal embalsamarlo y llevarlo, el 27, al Cementerio de Santiago, donde se le expone y luego sepulta. Aunque el Jefe de la columna española, Jiménez de Sandoval, como masón promete un tratamiento sereno, no se entrega el cadáver a la viuda, Cármen Zayas Bazán, a pesar de haberlo reclamado.

"¡Qué guerra ésta! Ya nos falta el mejor de nuestros compañeros y el alma misma del levantamiento", escribe Gómez en su diario. Sin duda, fue el golpe más duro que recibió la Revolución. Había sido la personalidad de mayor alcance de la lucha, su guía natural, el arquitecto de su estrategia y veedor de su futuro. Morirá sin saber que el hijo, tras escapar del colegio norteamericano donde la madre lo había matriculado, vendrá a luchar en los campos de Cuba.

Su caída fue un golpe irreparable. Sin embargo, dejó señalado el camino hacia nuestra verdadera independencia.
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Fuente: EXCLUSIVO, 19/05/06

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