Por Marilys Suárez Moreno
Toda la existencia de José Martí, el Héroe Nacional de Cuba, fue un ir y venir sin reposo, como a saltos. Una vida que le enturbiaba el ánimo a veces, pero nunca las ansias de amor. En él ese sentimiento estaba a flor de piel. Amó mucho Martí, lo percibimos en sus textos nunca impersonales ni fríos, en su constante batallar por la patria oprimida, en el goce que le proporcionaban unos hermosos ojos de mujer.
Mas la libertad de Cuba le llenó de desvelos el corazón. En el destierro, lejos de los suyos, pasó días muy tristes o muy felices, en los que escribía, estudiaba, hacia nuevas amistades y encontraba momentos de sublime inspiración para el amor.
Pero, además de su inmenso quehacer, de sus escritos sobre política, de sus discursos y poesías, aun tenia tiempo para desgajarse en sueños. Era un perenne enamorado este Martí nuestro y universal, de frente ancha y mirada soñadoras.
En su fecunda obra volcó todo el respeto y la admiración que le inspiraban las mujeres.
En la introducción del primer número de La Edad de Oro, revista escrita por Martí para los niños del continente, aclaraba con intención sutil: Para los niños es este periódico, y para las niñas, por supuesto.
En su breve, pero rotunda existencia hay múltiples ejemplos en los que resalta el respeto, la ternura y el amor que Martí sentía por la mujer, a la que consideraba como ”La hermosura mayor que se conoce”.
En su primer destierro a España, un Martí de 18 años encandiló su adolescente corazón con el amor de Blanca Montalvo, la joven aragonesa que le inspiró los primeros ardores. Otros nombres, luego, hicieron latir con igual fuerza su siempre receptivo órgano vital.
Entre las relaciones de Martí en México, una habría de traer a su vida consecuencias que lo marcarían con honda huella. Allí conoció a la camagüeyana Carmen Zayas Bazán. No tardó la joven en enamorarse del periodista y poeta de palabra dulce y conmovedora. Pronto vendría el matrimonio y el nacimiento de su hijo Pepe, a quien dedicó su hermoso libro Ismaelillo.
Por esos años, el joven Martí viajó a Guatemala, donde conoció a María Granados, la bella y delicada muchacha que se prendó del patriota de palabras y versos gentiles. En el corazón del joven cubano luchaban la promesa del amor a Carmen y la pena de María, la dulce Niña de Guatemala, cuyo recuerdo triste cantó Martí años después, con dolor sin consuelo.
La madre, sus hermanas, las esposas de sus compañeros, las amigas, fueron también objeto de devoción y delicadeza del más universal de los cubanos.
Así, como al galope del tiempo, vivió y amó aquel hombre predestinado por la historia a desposarse con la patria, su más fiel amada.
Toda la existencia de José Martí, el Héroe Nacional de Cuba, fue un ir y venir sin reposo, como a saltos. Una vida que le enturbiaba el ánimo a veces, pero nunca las ansias de amor. En él ese sentimiento estaba a flor de piel. Amó mucho Martí, lo percibimos en sus textos nunca impersonales ni fríos, en su constante batallar por la patria oprimida, en el goce que le proporcionaban unos hermosos ojos de mujer.
Mas la libertad de Cuba le llenó de desvelos el corazón. En el destierro, lejos de los suyos, pasó días muy tristes o muy felices, en los que escribía, estudiaba, hacia nuevas amistades y encontraba momentos de sublime inspiración para el amor.
Pero, además de su inmenso quehacer, de sus escritos sobre política, de sus discursos y poesías, aun tenia tiempo para desgajarse en sueños. Era un perenne enamorado este Martí nuestro y universal, de frente ancha y mirada soñadoras.
En su fecunda obra volcó todo el respeto y la admiración que le inspiraban las mujeres.
En la introducción del primer número de La Edad de Oro, revista escrita por Martí para los niños del continente, aclaraba con intención sutil: Para los niños es este periódico, y para las niñas, por supuesto.
En su breve, pero rotunda existencia hay múltiples ejemplos en los que resalta el respeto, la ternura y el amor que Martí sentía por la mujer, a la que consideraba como ”La hermosura mayor que se conoce”.
En su primer destierro a España, un Martí de 18 años encandiló su adolescente corazón con el amor de Blanca Montalvo, la joven aragonesa que le inspiró los primeros ardores. Otros nombres, luego, hicieron latir con igual fuerza su siempre receptivo órgano vital.
Entre las relaciones de Martí en México, una habría de traer a su vida consecuencias que lo marcarían con honda huella. Allí conoció a la camagüeyana Carmen Zayas Bazán. No tardó la joven en enamorarse del periodista y poeta de palabra dulce y conmovedora. Pronto vendría el matrimonio y el nacimiento de su hijo Pepe, a quien dedicó su hermoso libro Ismaelillo.
Por esos años, el joven Martí viajó a Guatemala, donde conoció a María Granados, la bella y delicada muchacha que se prendó del patriota de palabras y versos gentiles. En el corazón del joven cubano luchaban la promesa del amor a Carmen y la pena de María, la dulce Niña de Guatemala, cuyo recuerdo triste cantó Martí años después, con dolor sin consuelo.
La madre, sus hermanas, las esposas de sus compañeros, las amigas, fueron también objeto de devoción y delicadeza del más universal de los cubanos.
Así, como al galope del tiempo, vivió y amó aquel hombre predestinado por la historia a desposarse con la patria, su más fiel amada.
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