Luis Hernández Serrano
enero 17, 2023 6:00 am
Imagen más antigua que se conoce de José Julián Martí Pérez, único hijo varón de los españoles Leonor y Mariano. / PORTADA.
Se ha dicho que el pobrerío de Hanábana en 1862 fue el sitio escogido por el destino y así el niño José Julián Martí y Pérez, con solo nueve años, se compenetrara con la vida campesina y el tenebroso engendro de la esclavitud de los africanos traídos a la fuerza a Cuba.
A los pocos días de la estadía del muchacho en el cuartel donde vivía con su padre, increíblemente, le confesó a él que todo a su alrededor le atraía y le interesaba.
Quedó deslumbrado con el monte, el río que se desborda, el buey que arrastra lento el arado, el remanso que forma el arroyo y sirve de baño, el vuelo de las aves, la vida de los insectos, los colores vivos como el morado y las enigmáticas puestas del sol.
Caimito de Hanábana
Ninguna relevancia histórica hubiera tenido aquella parte de nuestro archipiélago de no haberse trasladado a ella don Mariano Martí Navarro, llevándose consigo, en el verano de aquel premonitorio año, al pequeño José Julián.
Estamos hablando de un paraje rural abrupto, no absolutamente despoblado, muy cerca del denominado Paso Real del río Hanábana.
Se encontraba en el límite de las antiguas jurisdicciones de Cienfuegos y Colón, a menos de un kilómetro de donde radicaba el poblado de Caimito de Hanábana. Esta último término daba nombre al río corriente cerca de la Ciénaga de Zapata, la mayor laguna de Cuba, y que entonces no era (Hanábana) una tierra de las fértiles y hermosas de la Isla.
Escaseaban por esa época en el poco explorado paraje las palmas reales en la zona de dicho río, señal inequívoca, según los propios campesinos habitantes del lugar, de que se trataba de un suelo insuficientemente fértil, lo que se evidenciaba por ser gris, anegado de agua durante la estación de las lluvias, signos muy propios de la vecindad de los pantanos.
Parte del paisaje campestre del Paso Real del río Hanábana, a menos de un kilómetro del poblado donde residió el niño Martí con su padre.
Don Mariano, el Capitán Pedáneo
Diciéndolo con brevedad, el “apellido” de pedáneo significaba entonces ser una suerte de juez subalterno que juzgaba de pie, sin tribunal alguno, las causas leves de un distrito. Pero el padre de quien con el tiempo fuera nuestro Héroe Nacional, y autor intelectual del asalto al Cuartel Moncada, era en verdad mucho más que eso.
Don Mariano se había graduado de subteniente y cumplido satisfactoriamente la responsabilidad de Sargento de Brigada del Regimiento de Artillería, destacado en esa especialidad en la habanera fortaleza de La Cabaña.
En rigor don Mariano se disponía a nutrir la llamada clase media de una sociedad casi madura ya que en aquellos tiempos coloniales sus integrantes parecían condenados a llevar los bolsillos vacíos y las esperanzas apagadas.
A tal desafortunada categoría social pertenecía la familia de Martí y de su órbita social no lograron escapar nunca, por muchas que fueran las ganas y tenaces los esfuerzos del padre, quien fue considerado por algunos historiadores como un “pequeño burócrata con uniforme”, tanto de sargento, de celador, como de Capitán Pedáneo y –en ocasiones, también– de “buscavidas con traje de civil”, tras de una comisión de venta o el imaginario beneficio de un negocio propio.
Comercio clandestino de esclavos
El padre de Pepito Martí se hizo cargo de la Capitanía Pedánea, ocasión en que se iniciaba por el flamante Capitán General de la Isla don Francisco Serrano y Domínguez, natural de San Fernando, en Cádiz (1810-1885), una activa campaña contra el comercio clandestino de esclavos, una de las vergonzosas fuentes de ingresos ilícitos de la Colonia.
Con el fin de cuidar que ese desparpajo y crueldad, más que vil y criminal, se realizara sin obstáculos, se le dio la difícil tarea al valenciano de nacimiento y esposo de Leonor Pérez, nacida en Islas Canarias; madre de seis muchachas que apenas tuvieron la fortuna de dialogar bastante con un hermanito que figura en la historia como uno de los hombres más visionarios y nobles que ha existido, cuya obra literaria ha sido, es y será motivo de estudios de modo imperecedero.
La autoridad de don Mariano abarcaba una comarca casi desierta, de unas 12 leguas de extensión, de oriente a poniente y cinco de norte a sur. Limitada por terrenos de la hacienda de Jagüey Grande, la de Amarillas, Palmillas, Macurijes y finalmente por el propio río Hanábana, que la separaba de Cienfuegos. Estrictamente el área de la capitanía a su cargo era de tercera clase y pertenecía en 1862 a la jurisdicción de Colón, en la provincia de Matanzas.
El viaje desde La Habana en ese mismo año se hacía en el ferrocarril de Güines, hasta Colón, poblado llamado en ese tiempo Nueva Bermeja, constituido por dos caseríos y una decena de sitios, hatos y “plantíos”, localidad que superaba los 2 500 habitantes. De este lugar se viajaba rumbo a la cabecera del Término Municipal, en un largo trecho a caballo a través de caminos reales utilizables solo en la seca, pues en las lluvias se inundaban y el río Sabanilla era una barrera infranqueable.
Así se conservaba la reja de entrada al cementerio de Hanábana, cerca de donde el pequeño de nueve años vio al esclavo muerto, en los límites entre Cienfuegos y Colón.
Primer gran dolor del niño
La vigilancia del padre de Martí no podía impedir el tráfico horrendo de los esclavos, de ahí que antes de un año de permanencia en Hanábana se le privara de tal cargo y regresaran a La Habana.
Mientras estuvieron en aquellos campos pantanosos, el niño salía a caballo en compañía de su padre y se cree que llegaron alguna vez, río abajo, hasta la gran laguna de la Ciénaga, relativamente cerca de la desierta Bahía de Cochinos, centro del infame comercio clandestino.
No es factible probar que Pepito Martí lograra ver a uno de aquellos desembarcos de esclavos, aunque como poeta indiscutible, llegara a escribir: “El rayo surca sangriento /el lóbrego nubarrón:/echa el barco, ciento a ciento, / los negros por el portón. / El viento fiero quebraba/ los almácigos copudos: / andaba la hilera, andaba/ de los esclavos desnudos”.
Un día –así ocurrió de verdad– el pequeño José, durante una de sus habituales incursiones al monte, se enfrentó súbitamente con la tragedia de la esclavitud en su más lúgubre apariencia: colgado en un ceibo halló a un esclavo muerto. Aquel doloroso hallazgo inesperado quedó para la posteridad en inspiradora estrofa que contenía, además de una bella figura poética, la premonición de un destino o la primera huella imborrable de su infancia y de su vida.
____________________Fuentes consultadas
Ámbito de Martí, de Guillermo de Zéndegui y entrevistas al profesor Pedro Pablo Rodríguez para Juventud Rebelde, en 2011 y 2012.
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