Gelsy Rodríguez Rivero
Radio Cadena Agramonte
Cuba fue el grabado en un anillo hecho con los grilletes del presidio con el cual Martí inmortalizó el recuerdo de ese “dolor infinito que mata la inteligencia, y seca el alma, y deja en ella huellas que no se borrarán jamás”.
A Cuba y por Cuba lo dio todo. Con apenas 17 años sufrió ese “tormento de la vida” como el preso número 113, y su pluma escribió con sangre las historias desgarradas y desgarradoras por las piedras de las canteras, y sintió el palo del látigo y la voz del insulto, y ni siquiera así aprendió a odiar.
En ese “cementerio de sombras vivas” conoció a Don Nicolás del Castillo, el anciano brigadier mambí; Lino Figueredo, el niño de apenas 12 años de edad; el negro Juan de Dios; y con esos “tristes, sombríos, lastimeros recuerdos”, dejó testimonio de tan cruel opresión, esa que “deshonra, azota, asesina allá”.
Aquellos inocentes, con cuerpos casi inertes, ojos que lloraban sangre y corazones destrozados por las cadenas del infierno de San Lázaro, calaron hondo en la sensibilidad del joven Martí. También por ellos, por acabar con tanta injusticia fruto del colonialismo español, se entregó por entero a la Patria y dedicó cada minuto a la causa revolucionaria.
El presidio político en Cuba es sin dudas una de las páginas más conmovedoras de la historia martiana, pero igual una de las más comprometidas, y comprometedoras. Ese relato vivo con la prosa ensangrentada da fe de un hombre, apenas adolescente en ese momento, que supo convertir el dolor en amor y volverse símbolo de la lucha por la independencia.
Basta con leer la dedicatoria al dorso de la foto enviada a su madre Leonor Pérez desde el Presidio para acercarse a la grandeza del héroe: “Mírame, madre, y por tu amor no llores: si esclavo de mi edad y mis doctrinas, tu mártir corazón llené de espinas, piensa que nacen entre espinas flores”
Tomado de: Radio Cadena Agramonte
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