por Alina Martínez
Publicado el 24 enero, 2022 • 0:29
Llegaba al aula entre nueve y media a diez, después de impartir la clase nocturna con la que se ganaba el sustento. Lo esperaba un auditorio de obreros, sentados en sillas dispuestas en semicírculo en torno a la mesa del maestro.
Le aguardaba un grupo de papeles escritos con preguntas sin firma sobre los más diversos temas. Eran las inquietudes de los discípulos convertidas en el contenido de cada una de dichas sesiones, que por la variedad de asuntos que abordaban llegaron a calificarse de enciclopédicas.
“De literatura, de ciencia, arte, política, religión, etc., de todo se trató allí, de todo sabía él, y de todo nos hablaba”, narró Manuel J. González, uno de aquellos alumnos, sobre el magisterio de José Martí en la Sociedad Protectora de Instrucción La Liga que vio la luz en Nueva York en enero de 1890, donde se impartían diferentes asignaturas. Era sostenida con el aporte de parte de los salarios de los trabajadores emigrados de Cuba y Puerto Rico.
La Liga llegó a ser algo más que un escenario para adquirir conocimientos o recrearse, como ocurría los lunes, cuando los socios se reunían para escuchar buena música, leer poesía o conversar.
El creador de la idea, Rafael Serra, consideró que era un organismo forjador de voluntades y desde que solo era un proyecto, Martí valoró su importancia, lo acogió con entusiasmo, le deseó éxitos y pidió colaborar. Así se lo escribió a Serra: “Yo, que nada solicito, tendría el honor de solicitar serles útil, útil de verdad en su sociedad la Liga o cualquier otra, de hombres y mujeres, donde no les venga mal un amigo sincero que les ayude a buscar la verdad, o un compañero que contribuye a propagarla”.
González dejó constancia escrita de la forma en que el Maestro se conducía ante sus oyentes: él primero leía el papel tal como estaba, después alababa el estilo, si lo merecía, sobre todo si estaba escrito con palabras sencillas, sin giros rebuscados, porque decía que así se podían expresar los pensamientos más sublimes; pasaba a continuación a corregir las faltas, y era tal la delicadeza y el tacto con que lo hacía que según el testimoniante “daban intenciones a veces, de cometerlas, para tener la oportunidad de oírselas corregir” y finalmente disertaba sobre el tema.
Y sobre el modo en que el Maestro desarrollaba las ideas, detalló: “Paréceme que aún le veo, inquieto en su silla, como dominando los diques de la elocuencia que querían desbordarse; paréceme como que lo veo en la relación sencilla, con palabras sencillas, sobre cada uno de los papeles escritos por sus discípulos humildes”.
Pero Martí, además de estas respuestas, recomendaba lecturas, que iban modelando las conciencias de los integrantes de la Liga, organizó clases de francés para que los obreros no tuvieran que leer traducciones ni el interesado en cuestiones sociales se viese obligado a buscar información en “desatinadas versiones”.
En estos encuentros nocturnos Martí habló con pasión de Latinoamérica y de sus próceres, y de la forja de la libertad de Cuba y Puerto Rico. Él vio en la Liga, según sus propias palabras “Los hijos de las dos islas, que en el sigilo de la creación, maduran el carácter nuevo por cuya justicia y práctica firme se ha de asegurar la patria”.
Se ha afirmado con razón que la Liga de Nueva York, en la que Martí fungió como educador, fue el primer eslabón en la cadena revolucionaria que estaba siendo forjada bajo su dirección.
| fuentes: Deschamps Chapeaux, Pedro. Rafael Serra y Montalvo. Obrero incansable de nuestra independencia; Yo conocí a Martí, selección y prólogo de Carmen Suárez León (testimonio de Manuel J. González)
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Tomado de: Trabajadores
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