Por Mercedes Santos Moray
A breves pasos del mar, donde se levantaban las murallas, nacerá José Martí, el primero y único hijo que tuvieron dos españoles, la canaria Leonor Pérez y el valenciano Mariano Martí, el mismo que crecería entre una oleada de hermanas.
La vida de la capital colonial comenzaba, precisamente, cuando a las siete de la mañana se abrían las puertas de la ciudad, y se agitaba el comercio y se iniciaban las tareas cotidianas también en aquel humilde barrio de Paula, situado en las cercanías de la puerta de la Tenaza, cuyas huellas todavía subsisten en este siglo, al costado de la actual terminal de ferrocarriles.
El suyo era un hogar sencillo y modesto. Su padre se desempeñaba, entonces, como sargento primero de la cuarta batería de la primera brigada del Regimiento de Artillería, y la madre era una hermosa mujer de veinticinco años. José Julián tendría como espacio para su niñez y su adolescencia a la ciudad, en la que escribió sus primeros versos, aprendió a leer y a descubrir el mundo, cultivó la amistad y también vivió fuertes experiencias, como el presidio político.
Pero en aquel mes de enero de 1853, la calle respira el salitre, el aire que avienta el invierno, la brisa que viene del mar y que penetra por la Alameda de Paula, próxima al puerto, donde bregan marinos, soldados y comerciantes en aquella zona de la ciudad, venida a menos, y donde altivo solo hay un palacio, el del marqués de Campo Florido.
La casa es modesta, como la calle en la que se empina y que ahora, muchos años después, la conocemos por el nombre de Leonor Pérez. Es una humilde vivienda blanqueada por la cal, con un pequeño alero que sobresale sobre un balcón, ligero como el viento.
Los primeros pasos permitirán al niño medir la Alameda de Paula, al caminar de la mano de su madre, mientras los ojos ávidos de aquel pequeño habanero se extasían con las gaviotas. En la Iglesia del Ángel, enclavada sobre un promontorio, a un costado del actual Museo de la Revolución, lo bautizarán, como años más tarde su hijo protagonizará ese rito, pero en la Iglesia de Monserrate, ambas enclavadas en el corazón de la ciudad.
Don Mariano es un hombre de genio, ríspido en sus gestos y sus respuestas, que repudia cualquier acto de servilismo y de corrupción, por eso se licencia del ejército español y comienza a peregrinar como celador por los barrios de La Habana, con trabajos inestables que apenas si permiten sobrevivir a su familia.
Leonor cose, mientras tiene a sus siete niñas y crece la prole.
En numerosas ocasiones, por la frágil economía, deben cambiar de viviendas y recorrer la ciudad que se expande extramuros, en una época en la que además las murallas resultan obsoletas. Mientras el azúcar y los cañaverales se adueñan de la Isla y se instaura una economía de plantaciones, sobre la base de la esclavitud y transcurren los primeros años de José Julián Martí y Pérez.
Estudiar será la voluntad del niño y también el deseo de sus padres. Así, recibe sus lecciones en el colegio de San Anacleto, dirigido por un buen maestro cubano, don Rafael Sixto Casado, y establece relación de amistad con otro niño que lo acompañara toda la vida, Fermín Valdés Domínguez.
Los años habaneros de Pepe se interrumpen, por una breve estancia en el Hanábana en la que conocerá, por primera vez, el campo cubano, y también se topará con el cepo y con la crueldad de la colonia, al descubrir los cuerpos lacerados, torturados de los esclavos, de los cimarrones, ese período suyo de la infancia cuando acompaña a don Mariano, quedará para siempre en su retina, como lo testimoniará, años más tarde, en los poemas autobiográficos de sus Versos sencillos.
En Cuba también se desarrolla un pensamiento separatista y el reformista, en medio de las complejas coordenadas de la colonia. Pronto el jovenzuelo se alinea en el partido de los criollos, al calor de su maestro Rafael María de Mendive, una de las voces de la poesía romántica, cuando cursa los estudios secundarios. Lleva, en su traje, como sus amigos, una señal de luto por la muerte de Abraham Lincoln, en aquellos tiempos, en vísperas del alzamiento de La Demajagua.
El habanero es crítico con su medio, polémico en el hogar frente a las ideas paternas, y apasionado lector. Hay periódicos como El Siglo, debates y tertulias en la casona de Mendive en las que Pepe participa, al encontrar allí la extensión del colegio San Pablo, donde continúa su preparación intelectual, alentado por su maestro, y deseoso de adueñarse de la palabra y de las ideas.
Por el Paseo de Isabel II, que ahora conocemos como Paseo del Prado, cabalgan los jinetes en bravos potros, cortejan a las damas que pasean en calesas y quitrines, en ágiles volantas. Y los jóvenes estudiantes confrontan sus tendencias, mientras en la manigua se miden insurrectos y españoles.
También en La Habana crece la agitación y en ese volcán participa Martí. Del lado de España, y como emblema, aparecen los gorriones e, incluso, se celebra un simbólico entierro. Los criollos toman como escudo a un pájaro breve y gentil, la bijirita, símbolos las dos aves de una batalla de ideas que ya respira el aliento de la pólvora y del acero en los campos, pero que se desarrolla en la capital, dentro del movimiento que se conocería como “laborantismo”.
En el café de la acera del Louvre, la muchachada criolla se reúne para debatir sobre la independencia, en los portales del actual Hotel Inglaterra, mientras los Voluntarios, cuerpo paramilitar formado por comerciantes hispanos, se ejercitan en el Campo de Marte, donde hoy se expande el Parque de La Fraternidad.
José Julián Martí ingresa, aunque no continúa sus estudios, en la Escuela Profesional de Pintura y Escultura de La Habana, más conocida hasta nuestros días, como San Alejandro. Y puede proseguir, gracias a la ayuda económica de su maestro don Rafael María de Mendive, sus estudios de Bachillerato.
En el Teatro Tacón, conocido en nuestros días como el Gran Teatro de La Habana, en la céntrica esquina de Prado y San Rafael, se reúnen los jóvenes, alentado por el ejemplo de los insurrectos en los departamentos de Oriente y Camagüey. España quiere mantener "la perla más fiel de la corona", por la que llegará a pagar "hasta el último hombre y la última peseta", frente a la empecinada tozudez de los cubanos.
En el teatro Villanueva chocan cubanos y españoles, cuando un actor grita un ¡Viva la tierra que produce la caña! ¡Viva Carlos Manuel!, y el nombre de pila del jefe de las fuerzas patrióticas, el de Céspedes, conmueve las tablas del escenario, los palcos, todo el edificio y comienza la masacre. La ciudad sufre una ola de represión. Son asaltadas casas y palacetes de criollos proindependentistas.
Esa noche del 22 de enero de 1869, Martí con su amigo Fermín, preparan el único número que saldrá del periódico La patria libre. La Habana y los habaneros se sumarán a la lucha revolucionaria, y entre ellos, con vehemencia y pasión estará también el adolescente que se llamó José Martí.
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