Diario Las Americas
Publicado el 01-24-2007
Por Luis Mario
El próximo domingo 28 se cumplen 154 años del nacimiento de José Martí. Patriota, poeta, escritor, maestro, dramaturgo, traductor, tribuno... en múltiples vertientes se impone su genio, pero hay otra asignatura en la que también sale sobresaliente: la de hombre. Porque no se puede ser un buen hombre si no se es justo.
Acaso no hay mejor prueba de la justedad martiana que la redacción del Manifiesto de Montecristi, firmado conjuntamente con Máximo Gómez en República Dominicana. Se trata de las bases de la futura República, guerra necesaria sin odios, racismos ni discriminaciones, y aclara que la lucha no es contra el español para quien exige respeto, porque sus fines son “la creación de un archipiélago libre”. En cuanto al racismo, es enfático cuando dice: “Sólo los que odian al negro ven en el negro odio”.
No se puede ser un buen hombre si no se es un hombre honrado.
Cuando Manuel García, un prófugo de la justicia a quien le llamaban Rey de los Campos de Cuba, le ofreció dinero a Martí para la revolución libertadora, rechazó su ayuda, porque su obra requería solamente dinero limpio. Esa actitud fue a pesar de que Manuel García fue un legítimo Robin Hood cubano, que robaba para favorecer a los pobres.
No se puede ser un buen hombre si no se es un buen amigo.
El 21 de octubre de 1869, la Policía arrestó a Pepe Martí. Su amigo Fermín Valdés Domínguez había corrido igual suerte. Ambos habían firmado una carta dirigida a un condiscípulo, Carlos de Castro y Castro, acusándolo de apóstata, por haberse alistado en un regimiento español para combatir a Céspedes. Cinco meses después, ante un tribunal militar, los dos amigos se declaran autores de la carta del conflicto. La Fiscalía había sugerido hasta una posible pena de muerte, pero Martí dio un paso al frente, y con sus ya incipientes dotes de orador, asumió toda la responsabilidad. A él lo condenaron a seis años de trabajos forzados en las Canteras de San Lázaro. Fermín tuvo que cumplir seis meses de arresto mayor.
No se puede ser un buen hombre si no se es un buen hijo.
La comunicación de Martí con su madre, con su padre, con sus hermanas, a pesar de su poco tiempo disponible, fue ejemplar. Una de sus manifestaciones conmovedoras de consuelo está contenida en un cuarteto escrito al dorso de una foto suya en las Canteras de San Lázaro, con los grilletes aferrados a su tobillo derecho:
“Mírame, madre, y por tu amor no llores;/ si esclavo de mi edad y mis doctrinas/ tu mártir corazón llené de espinas/ piensa que nacen entre espinas flores”.
Martí siempre acudía a sus padres españoles, Leonor Pérez Cabrera y Mariano Martí y Navarro. Ambos le inspiraron páginas soleadas de ternura, sobre todo en los momentos supremos de su vida. Ya a punto de zarpar hacia Cuba para pelear por su libertad, le escribe a su madre la siguiente carta que es un testamento:
“Madre mía:
“Hoy, 25 de marzo, en vísperas de un largo viaje, estoy pensando en usted. Usted se duele, en la cólera de su amor, del sacrificio de mi vida; y, ¿por qué nací de usted con una vida que ama el sacrificio? Palabras, no puedo. El deber de un hombre está allí donde es más útil. Pero conmigo va siempre, en mi creciente y necesaria agonía, el recuerdo de mi madre.
“Abrace a mis hermanas y a sus compañeros. ¡Ojalá pueda algún día verlos a todos a mi alrededor, contentos de mí! Y entonces sí que cuidaré yo de usted, con mimo y con orgullo. Ahora, bendígame, y crea que jamás saldrá de mi corazón obra sin piedad y sin limpieza. La bendición.
“Su J. Martí.
“Tengo razón para ir más contento y seguro de lo que usted pudiera imaginarse. No son inútiles la verdad y la ternura. No padezca”.
No se puede ser un buen hombre si no se es un buen padre.
El 22 de noviembre de 1878 nació en La Habana José Francisco, su hijo con Carmen Zayas Bazán. Martí nunca tuvo bienes económicos suficientes para hacerle un buen regalo a su hijo, sin embargo, en 1882 publica en Nueva York Ismaelillo, dedicado a su primogénito, a quien le dice en la introducción: “si alguien te dice que estas páginas se parecen a otras páginas, dile que te amo demasiado para profanarte así”. No, aquellos versos no se parecían a los demás del mismo autor, ni siquiera a la obra de otros poetas. Allí nacía un estilo nuevo, jamás leído antes en las letras españolas. Un regalo irrepetible, inigualable para un hijo, con la transparencia del sentimiento desplegado en versos, con la metamorfosis del amor que se transforma en poesía:
“Por las mañanas/ mi pequeñuelo/ me despertaba/ con un gran beso./ Puesto a horcajadas/ sobre mi pecho,/ bridas forjaba/ con mis cabellos./ Ebrio él de gozo/ de gozo yo ebrio,/ me espoleaba/ mi caballero:/ ¡Que suave espuela/ sus dos pies frescos!/ ¡Cómo reía/ mi jinetuelo!/ Y yo besaba/ sus pies pequeños, / ¡Dos pies que caben/ en sólo un beso!”
Pero no se puede hablar de Martí padre sin recordar a Mañach en Martí, el Apóstol, y la carta que éste le escribe a María Mantilla y que ella recibe en Nueva York el 19 de mayo de 1895, el mismo día que muere en Dos Ríos: “Llevo tu retrato sobre el corazón, como un escudo contra las balas...”
Acaso no hay mejor prueba de la justedad martiana que la redacción del Manifiesto de Montecristi, firmado conjuntamente con Máximo Gómez en República Dominicana. Se trata de las bases de la futura República, guerra necesaria sin odios, racismos ni discriminaciones, y aclara que la lucha no es contra el español para quien exige respeto, porque sus fines son “la creación de un archipiélago libre”. En cuanto al racismo, es enfático cuando dice: “Sólo los que odian al negro ven en el negro odio”.
No se puede ser un buen hombre si no se es un hombre honrado.
Cuando Manuel García, un prófugo de la justicia a quien le llamaban Rey de los Campos de Cuba, le ofreció dinero a Martí para la revolución libertadora, rechazó su ayuda, porque su obra requería solamente dinero limpio. Esa actitud fue a pesar de que Manuel García fue un legítimo Robin Hood cubano, que robaba para favorecer a los pobres.
No se puede ser un buen hombre si no se es un buen amigo.
El 21 de octubre de 1869, la Policía arrestó a Pepe Martí. Su amigo Fermín Valdés Domínguez había corrido igual suerte. Ambos habían firmado una carta dirigida a un condiscípulo, Carlos de Castro y Castro, acusándolo de apóstata, por haberse alistado en un regimiento español para combatir a Céspedes. Cinco meses después, ante un tribunal militar, los dos amigos se declaran autores de la carta del conflicto. La Fiscalía había sugerido hasta una posible pena de muerte, pero Martí dio un paso al frente, y con sus ya incipientes dotes de orador, asumió toda la responsabilidad. A él lo condenaron a seis años de trabajos forzados en las Canteras de San Lázaro. Fermín tuvo que cumplir seis meses de arresto mayor.
No se puede ser un buen hombre si no se es un buen hijo.
La comunicación de Martí con su madre, con su padre, con sus hermanas, a pesar de su poco tiempo disponible, fue ejemplar. Una de sus manifestaciones conmovedoras de consuelo está contenida en un cuarteto escrito al dorso de una foto suya en las Canteras de San Lázaro, con los grilletes aferrados a su tobillo derecho:
“Mírame, madre, y por tu amor no llores;/ si esclavo de mi edad y mis doctrinas/ tu mártir corazón llené de espinas/ piensa que nacen entre espinas flores”.
Martí siempre acudía a sus padres españoles, Leonor Pérez Cabrera y Mariano Martí y Navarro. Ambos le inspiraron páginas soleadas de ternura, sobre todo en los momentos supremos de su vida. Ya a punto de zarpar hacia Cuba para pelear por su libertad, le escribe a su madre la siguiente carta que es un testamento:
“Madre mía:
“Hoy, 25 de marzo, en vísperas de un largo viaje, estoy pensando en usted. Usted se duele, en la cólera de su amor, del sacrificio de mi vida; y, ¿por qué nací de usted con una vida que ama el sacrificio? Palabras, no puedo. El deber de un hombre está allí donde es más útil. Pero conmigo va siempre, en mi creciente y necesaria agonía, el recuerdo de mi madre.
“Abrace a mis hermanas y a sus compañeros. ¡Ojalá pueda algún día verlos a todos a mi alrededor, contentos de mí! Y entonces sí que cuidaré yo de usted, con mimo y con orgullo. Ahora, bendígame, y crea que jamás saldrá de mi corazón obra sin piedad y sin limpieza. La bendición.
“Su J. Martí.
“Tengo razón para ir más contento y seguro de lo que usted pudiera imaginarse. No son inútiles la verdad y la ternura. No padezca”.
No se puede ser un buen hombre si no se es un buen padre.
El 22 de noviembre de 1878 nació en La Habana José Francisco, su hijo con Carmen Zayas Bazán. Martí nunca tuvo bienes económicos suficientes para hacerle un buen regalo a su hijo, sin embargo, en 1882 publica en Nueva York Ismaelillo, dedicado a su primogénito, a quien le dice en la introducción: “si alguien te dice que estas páginas se parecen a otras páginas, dile que te amo demasiado para profanarte así”. No, aquellos versos no se parecían a los demás del mismo autor, ni siquiera a la obra de otros poetas. Allí nacía un estilo nuevo, jamás leído antes en las letras españolas. Un regalo irrepetible, inigualable para un hijo, con la transparencia del sentimiento desplegado en versos, con la metamorfosis del amor que se transforma en poesía:
“Por las mañanas/ mi pequeñuelo/ me despertaba/ con un gran beso./ Puesto a horcajadas/ sobre mi pecho,/ bridas forjaba/ con mis cabellos./ Ebrio él de gozo/ de gozo yo ebrio,/ me espoleaba/ mi caballero:/ ¡Que suave espuela/ sus dos pies frescos!/ ¡Cómo reía/ mi jinetuelo!/ Y yo besaba/ sus pies pequeños, / ¡Dos pies que caben/ en sólo un beso!”
Pero no se puede hablar de Martí padre sin recordar a Mañach en Martí, el Apóstol, y la carta que éste le escribe a María Mantilla y que ella recibe en Nueva York el 19 de mayo de 1895, el mismo día que muere en Dos Ríos: “Llevo tu retrato sobre el corazón, como un escudo contra las balas...”
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