lunes, 29 de enero de 2007

José Martí, el revolucionario.

Por Pedro Pablo Rodríguez

Cuando le sorprendió la muerte en combate, el 19 de mayo de 1895, José Martí andaba por uno de los momentos más decisivos de su vida, quizás el más decisivo.

Llevaba cinco semanas y media en su país natal, donde había comenzado la lucha armada contra el colonialismo español, y desplegaba por entonces una intensa actividad para reunir una convención de representantes de las fuerzas patrióticas que diera forma a la conducción del proceso bélico.

Como expresa en la carta que nunca llegó a manos de su amigo mexicano Manuel Mercado, porque su caída le impidió terminarla, el político cubano estaba en la plena madurez de su liderazgo y tenía muy bien diseñados los grandes propósitos de su obra política: impedir a tiempo, con la independencia de Cuba, que los Estados Unidos se extendieran por las Antillas y cayeran con esa fuerza más sobre nuestras tierras de América.

En la misiva es categórico: "Cuanto hice hasta hoy, y haré, es para eso." Y en ella aclara también por qué en los documentos del Partido Revolucionario Cubano fundado y dirigido por él desde 1892, y hasta en sus abundantes textos públicos acerca del problema cubano, no había sido explícito en señalar esos objetivos, aunque el conocedor de sus escritos sabe que en más de uno habló del papel relevante de las Antillas libres frente al hegemonismo de la naciente potencia del Norte.

Así, dice a Mercado: "En silencio ha tenido que ser y como indirectamente, porque hay cosas que para lograrlas han de andar ocultas. Y de proclamarse en lo que son, levantarían dificultades demasiado recias para alcanzar sobre ellas el fin."

El proyecto

A lo largo de su vida, perseverantemente, Martí había insistido en la necesidad de asumir con originalidad, con espíritu propio y creador, la comprensión de los problemas de la que llamó nuestra América desde su juventud.

Con un profundo sentido de la autoctonía, que nunca tradujo en rechazo absoluto a lo ajeno sino en adecuación de aquel a lo propio, el cubano comprendió que las repúblicas criollas habían fracasado por aplicar modelos políticos, sociales y económicos surgidos de otras realidades y por echar a un lado a las clases populares. Las viejas oligarquías coloniales se reacomodaron tras las independencias, y hasta en la época contemporánea a Martí ya se observaba en los grupos liberales que encabezaban gobiernos esa tendencia a comulgar con los antiguos intereses terratenientes.

Se crearon sociedades espurias que, bajo nuevas envolturas republicanas, guardaban y aumentaban las divisiones polarizadas de antaño. Había que cambiar el espíritu, no meramente la forma, diría Martí, y hacer causa común con los oprimidos. Repúblicas verdaderamente populares con los indios, los negros y los campesinos, era su planteo. Y Cuba, junto a Puerto Rico, resultaba el primer peldaño de esa amplia revolución social.

Urgidas de salir de España y requeridas de evitar su dominio por Estados Unidos, las Antillas españolas eran para Martí el terreno propicio para fundar la república nueva, con todos y para el bien de todos; de paz, trabajo y dignidad.

Sería la cubana, en su opinión, una república de unidad para evitar el nuevo dominio que avizoraba; pero sin que bajo tal criterio se ocultase el mantenimiento de una soberbia casta dominadora, siempre dispuesta a defender sus privilegios, bien bajo la sombrilla del dominio español, bien bajo la protección de la dependencia del yanqui.

Tal república de justicia social elemental contribuiría entonces decisivamente a reforzar el camino de la colaboración inteligente entre los pueblos antillanos y aportaría su caudal a la acción acertada de las naciones latinoamericanas en su conjunto.

Esa América nueva que se iría construyendo paso a paso, con pasión y cuidado de artista, podría equilibrar el poderío estadounidense en el continente y ayudaría así también a sopesar a las diversas potencias.

Era un proyecto revolucionario de hondos vuelos. Era una descomunal pelea contra las líneas que iban diseñando su tiempo histórico: se trataba de subvertir el rumbo que estaban imponiendo ya los poderes imperialistas nacientes.

Tal proyecto declaradamente antimperialista, que evitaría a los mismos Estados Unidos convertirse en la Roma americana y que salvaría sus tradiciones democráticas, requería de cuidado sumo y de discreción grande en su implementación. Por eso la estrategia martiana, la del soñador visionario, era de un practicismo y tacto propios de quien afincaba muy bien los pies sobre la tierra.

Era la estrategia de los pasos escalonados, ceñidos a sus propósitos inmediatos, para ir creando sólidas bases a los avances siguientes. Para expulsar a España de Cuba había que acudir a las armas, pues la metrópoli no ofrecía salida negociada alguna. Para la guerra necesaria había que actuar con unidad, y por eso se creó el Partido Revolucionario Cubano allí donde le era posible su actuación visible: en la emigración. Desatada la contienda, había que organizar su conducción aprovechando las enseñanzas y los errores de la primera guerra.

Ahí, en ese paso, se interrumpió a causa de su muerte la dirección martiana del proceso histórico liberador para Cuba y el continente.

Por el bien mayor del hombre

Revolucionario total y pleno fue Martí, cuyas aspiraciones liberadoras sintetizó una vez en la siguiente frase: "Desatar a América y desuncir al hombre." Su verdadero y raigal humanismo le hizo escribir en el Manifiesto de Montecristi -el documento en que el Partido explica por su voz y la firma conjunta con el general en jefe, Máximo Gómez, para qué era la guerra de Cuba- que los cubanos volvían a las armas, en primer lugar, por el bien mayor del hombre.

Sabio hermanamiento de la ética y la política, cuando esta cada vez más se apartaba de aquella y era controlada por intereses mercantiles y el afán de ganancia. Dignificación de la política, como el arte de unir a los hombres por el bien común, como él mismo dijo alguna vez.

Lo local se insertaba así en el movimiento universal, no para impulsarlo más aún por el camino de injusticias y dominaciones por el que andaba, sino para inclinarlo en otro sentido de decoro y armonías.

Revolucionario pleno con la pluma, con el pensamiento y con sus actos fue José Martí, quien insistió en que los tiempos nuevos requerían también de una nueva escritura, apropiada a ellos. Por eso empujó a la lengua española hacia nuevos caminos y su original estilo -compendio y elaboración al mismo tiempo- fue reconocido como absolutamente novedoso por sus mismos contemporáneos.
Un radical, porque fue a la raíz; eso fue José Martí.

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