12/01/2007
Autor: MERCEDES SANTOS MORAY
Su tierra austral recuerda emocionada a aquella mujer, como la América toda y cuantos hablamos el mismo idioma dentro de la geografía planetaria. La única hija de esta comunidad de pueblos que ha recibido el Premio Nobel de Literatura, la chilena Gabriela Mistral, hace ya medio siglo desapareció físicamente, al morir en Nueva York, el 10 de enero de 1957, casi doce años después de haber recibido el galardón en Estocolmo.
Pablo Neruda la evocaba, conmovido por la gratitud y la grandeza, mientras se ocupaba de los homenajes luctuosos a la mujer que lo acogió con amor, al comenzar a escribir y publicar el poeta, quien también recibiría el Nobel, para unirse a la maestra que germinó en la espiga al pie de los Andes y ante la anchura del Océano Pacífico.
Cuba también le rinde tributo a la escritora y a la amiga, una de las más fervorosas y lúcidas lectoras y críticas de nuestro José Martí; y volvemos a dialogar con ella, siempre enemiga de la retórica y de los formalismos, como cuando nos visitó en la década del 30 o en los años 50, viaje ese el último que realizó a la Isla en ocasión del centenario del natalicio del Maestro.
Quien nació como Lucila Godoy Alcayaga, y adoptaría el seudónimo de Gabriela Mistral, nació en Vicuña, Chile, el 7 de abril de 1889, siendo un ser humano de orígenes humildísimos, que comenzó a publicar sus versos a los 15 años, y se hizo a sí misma maestra, volcada en las aulas y en la escritura para sembrar en los espíritus siempre amor, desde aquellos lacerantes y hermosos sonetos de la muerte, de su libro Desolación (1922), que fueron publicados por el Instituto de las Españas de Nueva York.
Dicen que en 1925 dejó la enseñanza y comenzó su carrera diplomática como representante de Chile en el Instituto de Cooperación Intelectual de la Sociedad de las Naciones, para ser luego cónsul en Nápoles y en Lisboa. Aunque en verdad, y como lo demuestran las voces infantiles que recrean sus nanas, nunca dejó de ser maestra, maestra de almas.
La maternidad que alimentó desde el sueño que no fue, la naturaleza, el amor y la muerte; su religiosidad, mezcla de cristianismo y panteísmo; están como células de su poética en cuadernos como Ternura (1924), Canciones para niños, Tala (1938), Poemas a las madres (1950) y Lagar (1954); sin olvidar la sustancia agónica e inteligente de su prosa, recogida tanto en su Epistolario (1957) y Recados contando a Chile (1957), como en la profusa papelería de su periodismo desde 1925 hasta 1957.
Cuando volvió a Cuba, afirmó que Martí fue "el hombre más puro de la raza", y subrayó los méritos del pueblo que no dejaba morir al Maestro, abierta al sol. Entonces contó a los cubanos y a las cubanas, en 1953, una singular experiencia suya: "Voy a contarle un chiste: hace años, di una conferencia en un pueblito cubano, naturalmente sobre Martí. Como yo en el fondo soy una aldeana chilena, siempre me gusta ir a los pueblos y hablar con sus gentes y a sus gentes. Cuando salía de mi conferencia, oí que una mujer comentaba: ¡Esa señora está enamorada de Martí!; me detuve y le respondí: ¡Y dígalo usted. Lo único que lamento es no haberlo llegado a conocer personalmente. Y usted también se hubiera enamorado de conocerlo... !"
Años atrás, entre 1930 y 1931, realizó un amplio periplo por nuestra América, que comprendió a los Estados Unidos, las Antillas y el Istmo. En aquella ocasión, cuando compartió con numerosos intelectuales, durante su primera visita a la Isla, dio a conocer uno de los más agudos textos que se hayan escrito sobre el Apóstol, su estudio sobre La lengua de Martí.
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Fuente: EXCLUSIVO, 11/01/07
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