jueves, 25 de enero de 2007

La palabra martiana.

Por: Mercedes Santos Moray
26 de Enero, 2007

Cubarte.- La lengua de Martí ha conocido de brillantes estudios, algunos tan sensibles como el que, con ese nominativo, escribió una de las mayores voces de América Latina, la chilena Gabriela Mistral quien dejó de existir, físicamente, hace ya medio siglo, pero que vive en nosotros no sólo por su poesía y la lección de valentía personal que nos entregó con su existencia, sino también por ese amoroso acercamiento suyo al discurso literario del Maestro.

Aunque no siempre los que conocieron de la “palabra” de José Martí reconocieron sus méritos, ni la llegaron a apreciar, como sucedió con el también cubano, Manuel Sanguily quien dedicaba ponderaciones a la oratoria del autonomista Rafael Montoso más que a la del Apóstol, en correspondencia con sus gustos personales, deudores de aquella retórica.

Mas creo que la palabra martiana, no sólo la que nos ha llegado por la profusa papelería que se ha logrado editar, no se limita a la escritura sino que nos devela también los misterios de la oralidad, como lo testimoniaron muchos de sus coetáneos, desde la memoria y el recuerdo, únicas vías que tenemos para aproximarnos a aquel verbo que lograba apoderarse de los más plurales auditorios, y que podía hacer vibrar a las multitudes.

Algunas referencias nos quedan de aquel lenguaje oral, el misterio de su palabra viva, desde el apasionado alegato de su defensa ante el tribunal español que lo juzgó y condenó en su adolescencia al presidio político, o luego, durante su breve estadio habanero, tras su retorno a la Isla, a raíz del Zanjón, en los liceos de Regla y Guanabacoa, u otros referentes suyos en espacios de nuestra América como México, Guatemala y Venezuela.

Sin embargo, el proceso de madurez, de crecimiento del ser humano que fue José Martí, del ideólogo en cuanto a la política, la sociedad, la cultura y en su propia obra se nos presenta en el escenario norteamericano, durante aquellos tres lustros de su voluntario y obligado, a pesar de la paradoja de ambos calificativos, en los Estados Unidos.

Hace 120 años, como se refiere en la historiografía martiana, se produjo un giro en la vida y en la obra de Martí, en 1887, cuando pronuncia el discurso del 10 de octubre, en el Masonic Temple, reinicio de una época de bríos, que lo lleva a reactivar sus potencialidades y a integrarse, nueva y plenamente al proyecto emancipador, y a presidir la Comisión Ejecutiva, que encabeza a los emigrados y a dirigirse a los generales Máximo Gómez y Antonio Maceo.

Comenzaba, entonces, el más brillante período de su palabra, tanto desde la oralidad que le permitía la tribuna, en Tampa, Cayo Hueso y Nueva York, como también la que encontraría en tierras centroamericanas y antillanas cuando realizó su periplo, en obra fundadora del Partido Revolucionario Cubano, ya como su Delegado.

Es el Martí que se adueña de los corazones y de las mentes. No siempre comprendido en profundidad por cuantos le escuchan, ni tampoco en la célula de su complejo y abarcador pensamiento político, económico y social, pero sí amado, seguido, como si fuera un iluminado que nos descubre la verdad, quizás desde la fe y el amor que tiene su semillero en la común religión profesada por el orador y el público que le escucha, la de la libertad y la independencia de Cuba.

Convencer al otro, llegar a las fibras más íntimas, equivocarse y levantarse sobre las heridas, el rencor y los resentimientos, superar las naturales pasiones humanas, incluso los propios intereses, fue la mayor virtud alcanzada por la palabra de Martí en aquellos cinco intensos años que van desde 1891 a 1895.

Como no olvidemos tampoco, o mejor, intentemos aproximarnos desde la calidez dolorosa de su último diario, aquel verbo en la manigua, con el cielo cuajado de estrellas o envuelto en la neblina de la madrugada, al pie de palmas, yagrumas y ceibas, con el río a la espalda y en la cañada el cuerpo que descubre la huella de la mariposa, aquel verbo repito en medio de los soldados, de los iletrados campesinos que integraron el Ejército Libertador, cómo los conmovía la palabra martiana, hasta el punto de llamarlo y recibirlo en los campamentos como “el Presidente”, apelativo que originaba cierta desazón...

Las jornadas, los días de su reencuentro con Cuba, cuando se supo al fin un hombre, y sintió como nunca la experiencia de la felicidad y de la soledad, envuelto en sus propios misterios y contradicciones, aclamados por hombres y mujeres que no le conocían, que nada sabían de aquel “doctor”, de aquel hombrecito que era un civil, a pesar del grado de Mayor general que le confirió Máximo Gómez el 15 de abril, y que sobresalía por su palabra entre tantos generales y oficiales, de veteranos de la Guerra Grande…

La palabra martiana fue entonces el aliento vivo de la tierra. La más genuina expresión de su poética… esa que resonó entre los sables y el plomo, unos minutos antes de caer en el cruce de los dos ríos, el Cauto y el Contramaestre, la que encontró el abrigo de los cubanos sencillos que le amaron sin conocerle, sin haber leído nunca uno de sus artículos, ninguno de sus versos, los que ni siquiera sabían de donde venía, pero que sintieron en el pecho la hondura de aquella voz, y la comprendieron como suele suceder cuando se consigue el éxtasis…

Fuente: CUBARTE

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