06 de enero de 2007 00:41:06 GMT
Por: Diego de Jesús Alamino Ortega
Correo: digital@jrebelde.cip.cu
Nacer en Cuba nos da la excepcional oportunidad de que desde muy pequeños nos pongamos en contacto con la vida y la obra de un hombre de trascendencia universal: nuestro José Martí.
Cada 28 de enero hemos querido buscar las flores más frescas para depositarlas en el imprescindible busto de la escuela. Lo reconocemos de niño estremeciéndose de dolor ante el crimen en Caimito del Hanábana; lo percibimos de adolescente llevando con decoro el grillete en las canteras de San Lázaro.
Los zapaticos de rosa nos han estimulado a ser generosos y buenos. La ternura del Ismaelillo nos asiste para comprender mejor a los niños; su fe en un futuro con todos y para el bien de todos, su alma libre de odios y su creencia en el valor de las ideas nos dan fuerzas para cabalgar sobre el indócil potro del presente. Por estas razones, y muchas más, a veces pensamos que conocemos al Apóstol, pero un día como buenos discípulos volvemos al Maestro y nos sorprenden los más acertados consejos, buenos para nuestras vidas, como los que escribió para su hermana Amelia, en carta desde Nueva York, en enero de 1880:
«Toda la felicidad de la vida, Amelia, está en no confundir el ansia de amor que se siente a tus años con ese amor soberano, hondo y dominador que no florece en el alma sino después del largo examen, detenidísimo conocimiento, y fiel y prolongada compañía de la criatura en quien el amor ha de ponerse».
Así quisiéramos aconsejar a nuestros hijos, a los adolescentes y jóvenes de hoy, y también, por qué no, recomendar a los adultos este apotegma; pero a veces nos falta precisión en el lenguaje y agudeza reflexiva para llegar a tal síntesis y el Apóstol, de este modo tan coloquial como es el de una carta familiar, viene en nuestra ayuda y sigue advirtiendo:
«Hay en nuestra tierra una desastrosa costumbre de confundir la simpatía amorosa con el cariño decisivo e incambiable que lleva a un matrimonio». Y en otro momento de la epístola sentencia, con una frase que pudiera tomarse prestada para estos tiempos: «Empiezan las relaciones de amor en nuestra tierra por donde debieran terminar».
Martí proclama el amor como único sostén de la unión de un hombre y una mujer y lo dice desde la perspectiva de alguien que ha visto mucho en lo hondo de los demás y de sí mismo y con la sinceridad y el celo con que se aconseja a una hermana. ¡Qué distantes estos consejos de otros que oímos, en diferentes contextos, aun en los familiares, y que en la relación de pareja propenden a dar prioridad a la protección sexual o a mezquinos intereses materiales!
No termina el Apóstol su carta sin hacer un hermoso encargo a su hermana, de diáfana vigencia para tiempos corrientes:
«Tú no sabes, Amelia mía, toda la veneración y respeto ternísimo que merece nuestro padre. Allí donde lo ves, lleno de vejeces y caprichos, es un hombre de una virtud extraordinaria... No se paren en detalles, hechos para ojos pequeños. Ese anciano es una magnífica figura. Endúlcenle la vida. Sonrían de sus vejeces. Él nunca ha sido viejo para amar».
Hoy, que por doquier se percibe la presencia de adultos mayores, bien nos viene la recomendación martiana de tratarlos con todo el amor posible, endulzando sus vidas, protegiéndolos, reconociendo sus virtudes y, sobre todo, oyendo sus consejos. Aunque veamos languidecer sus vidas, continúan iluminándonos con sus almas.
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