Alfonso Cadalso Ruiz
27 febrero, 2022
A Carlos Manuel de Céspedes se le recuerda a 148 años de su muerte en San Lorenzo. Murió como el patriota que, abandonado por incomprensiones en medio de la guerra, casi ciego y en pobreza, pasaría sus últimos días enseñando a leer y escribir a guajiritos del lomerío que le sirvió como refugio.
En la figura del Padre de la Patria evocamos a quien lo dio todo por la independencia de Cuba. Con su actuación política como cualidad esencial, sin darnos cuenta soslayamos otras virtudes que afines con la primera sustentan esa otra, grande y sublime, de hacedor iniciático de la nación cubana.
Céspedes fue un hombre de la cultura cubana; lo probó de varias maneras, entre ellas por su creatividad artística. Individuo sensible, sabía tocar el piano y en 1851 ayudó en la composición musical de “La Bayamesa” (*), canción lírica que con la temática del amor, por el propio título vislumbra su aire íntimo de cubanía.
A Cuba la empezó a amar y forjara través de la belleza de sus paisajes. Como poeta romántico, se inspiró en nuestros campos, montes, ríos y aves de belleza incomparable. En 1852, cuando por motivos políticos el régimen colonial lo destierra a Palma Soriano, admiró las aguas del Cauto, y éstas le inspiraron un soneto al río bautismal de nuestra historia.
“Naces, ¡oh Cauto!, en empinadas lomas;
bello, desciendes por el valle ufano;
saltas y bulles, juguetón, lozano,
peinando lirios y regando aromas.”
Igual evocación merece su poema “Amor callado”, que a la mujer cubana elogia con fineza y ternura:
“Más bella es la mañana,
un sol más puro el horizonte dora,
cuando ligera, ufana,
gentil y seductora,
al prado vas, lindísima cubana.”
Imbuido del romanticismo inherente de los poetas de su tiempo, Céspedes volcó su ímpetu en la lírica escrita, como en la otra tejida con fuego redentor en La Demajagua. Quién sabe si una inconsciente anticipación de su final sea el poema “Mi deseo”, que empieza como sigue:
“Un techo pobre, escondido,
dadme al pie de la colina,
donde el viento en vano amague,
y que allí el suave zumbido
de una colmena vecina
por la mañana me halague.”
En estas y otras obras poéticas suyas viento, río, cielo y naturaleza presentan sus galas para articularse al ideal supremo de libertad que lo inspiró cada instante de su vida, y que como gesto primero se manifestó en la abolición de la esclavitud desde el nacimiento mismo de la Cuba en armas.
Desde la manigua, en medio del dolor por la separación familiar, le escribía a su esposa Ana de Quesada entonces en el exilio, y sus párrafos no cejan en darle apasionadas descripciones de la campiña cubana. Así daba rienda suelta a aquella pasión bucólica con una prosa colmada de poesía interior.
“Un ruiseñor se posa entonces en algún árbol a la orilla del río y me envía sus armoniosos trinos, que a pesar de la distancia, recojo bastante bien en las alas de las brisas. No contento, sin embargo, con oírlo de lejos, deseoso de asistir a un concierto de esos músicos de los bosques, que me aseguraron cantaban en bandadas al son de las aguas en que refrescan sus piquillos, me trasladé a la margen del río en ocasión en que dejaban jugar en libertad sus gargantas flautadas; pero ay, semejantes a los niños melindrosos, se negaron a dejarme saborear sus melodías…” (**)
No hubo momento de su existencia en el que no se manifestase su condición de hombre culto que amaba la literatura universal, era conocedor de varios idiomas, aficionado a la poesía y a la música; amante de la ópera, el teatro y la naturaleza, fuente generadora de todo lo noble y bello.
Amó las artes escénicas y lo demostró al crear en 1849 y 1856 dos salas para el arte de las tablas en Bayamo y Manzanillo, donde actuó y llegó a ser director de escena, como precursor del teatro de aficionados.
Sabía tocar el piano y lo apasionaban las obras creadas para ese instrumento. En 1841 visitó París con su esposa y residió cerca del río Sena y del museo del Louvre, como si el paisaje mismo hubiese compuesto la metáfora de un lógico asedio de la belleza. El músico y compositor Richard Wagner y el poeta Charles Baudelaire se contaron entre los primeros amigos de la pareja manzanillera tras su llegada a la capital francesa. Meses después entabló amistad con Frederick Chopin, el pianista y compositor romántico que enardecía públicos con sus Nocturnos y su patriótica Polonesa. Quiso traerlo a Cuba para que tocara en La Habana, algo que la maltrecha salud del genial polaco truncó con su precoz y repentina muerte.
Carlos Manuel Perfecto del Carmen de Céspedes y López del Castillo, dejó de existir el 27 de febrero de 1874. A partir de entonces vive en cada palmo de la realidad cubana como Padre de la Patria. Cuba dio con él su grito iniciático de país libre e independiente. Años después José Martí, el más universal de todos los cubanos, proclamaba la proverbial sentencia de “ser cultos para ser libres”.
Con una vasta cultura traducida en acción, Céspedes prefiguró en sí mismo de modo anticipado, el ideal martiano de una libertad cuya primera batalla tendría que ser librada en las conciencias de cada hijo e hija de esta tierra. Junto a él nacía una Patria imaginada como remanso de lo más exquisito del ser humano. Su hidalguía nos dejó esa herencia de hombre culto que compromete a honrar y enriquecer con esmero y respeto.
Referencias:
(*) “La Bayamesa”, de Carlos Manuel de Céspedes, José Fornaris y Francisco Castillo.
(**) Carlos Manuel de Céspedes. Carta a Ana de Quesada, Ranchito 13 de septiembre de 1872.
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