martes, 21 de febrero de 2023

Pacto del Zanjón: la espada caída

Pedro Antonio García
febrero 10, 2023 6:00 am

A 145 años de aquel hecho, las enseñanzas que pueden sacarse de las condiciones que condujeron a la capitulación tienen plena vigencia para el movimiento revolucionario cubano

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Para José Martí, en la guerra del 68, “nuestra espada no nos la quitó nadie de las manos, sino que la dejamos caer nosotros mismos”.

Tras diez años de cruenta lucha, la República de Cuba en Armas suscribió en 1878 la paz con la España colonialista sin haberse logrado las dos grandes reivindicaciones por las que Carlos Manuel de Céspedes había convocado, en su grito del ingenio Demajagua, a la insurrección: la independencia política y la abolición de la esclavitud.

Al reflexionar sobre ello, en su discurso del 10 de octubre de 1890, en Hardman Hall, José Martí llamaba a no pronunciar “ternezas mutuas, ni a coronar con flores de papel las estatuas heroicas”, ni “entretener la conciencia con festividades” sino “poner en la mano tal firmeza que no volvamos a dejar caer la espada”, porque en la guerra del 68, opinaba, “nuestra espada no nos la quitó nadie de las manos, sino que la dejamos caer nosotros mismos”.

Se refería fundamentalmente el Apóstol al hecho que, en las primeras semanas de 1878, cuando miembros del gobierno mambí y altos jefes del Ejército Libertador se reunían con el enemigo para pactar la rendición, los insurrectos reasumían la iniciativa en Oriente y Las Villas. Antonio Maceo libraba exitosos combates como el del camino de Palma Soriano hacia Victoria (29 de enero).

Seis días más tarde, en la Llanada de Juan Mulato, la tropa del Titán batió al batallón de Cazadores de Madrid; y en San Ulpiano (o Arroyo Naranjo), al noroeste de Mayarí Arriba, diezmó una columna ibérica, combate que, por irónica coincidencia, finalizó el día en que se suscribía el Zanjón. A la vez, el entonces teniente coronel José Maceo obtenía un rotundo triunfo en Tibisial (9 de febrero).

En Las Villas, las fuerzas de Serafín Sánchez y el polaco Carlos Roloff habían detenido la ofensiva española. Por su parte, Ramón Leocadio Bonachea sumaba victorias con su destacamento en tierras espirituanas. Como consignara Roloff en un parte al gobierno mambí, los independentistas del centro del país podían resistir allí diez años más.

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Antonio Maceo había comprobado, en su experiencia guerrillera de una década, que la ofensiva militar del ejército ibérico regular, mientras más se prolongaba, tendía a debilitarse.

El general Antonio, por aquellos días, era de la opinión que, con una estrategia de resistencia ya ensayada con éxito por los mambises durante la creciente de Valmaseda, se podía vencer a Arsenio Martínez Campos, el militar segoviano que intentaba pacificar a Cuba como lo había hecho en la península con los carlistas. El santiaguero abogaba por ataques a pequeñas guarniciones y localidades, hostigamiento a columnas peninsulares en movimiento, asaltos a convoyes. Se imposibilitaba así que la metrópoli concentrara sus fuerzas en una zona determinada y la obligaba a mantener dispersos sus efectivos.

El Titán había comprobado, en su experiencia guerrillera de una década, que la ofensiva militar del ejército ibérico regular contra los mambises, mientras más se prolongaba, tendía a debilitarse. El clima y las enfermedades tropicales afectaban sobremanera a los peninsulares y ayudaba a ese debilitamiento. En diez años de guerra se calcularon cerca de 100 000 bajas de las tropas hispanas, no todas en combate.

Sin embargo, a pesar de estos factores en favor de la insurrección, la mayor parte de las fuerzas de Oriente y Las Villas, y casi todo el Camagüey, dejaron caer la espada. ¿Qué sucedió en el bando independentista? ¿Por qué descendió tanto la moral combativa?

Tras la muerte de Ignacio Agramonte y la deposición de Céspedes como presidente y su posterior caída en combate en San Lorenzo, la indisciplina campeaba entre la mambisada. La sedición de Lagunas de Varona (1875), cuando tropas orientales se negaron a marchar a Las Villas con vistas a una posible invasión a Occidente, la insubordinación de los villareños contra Máximo Gómez y cualquier jefe oriental que se designara para ese territorio (1876) y el posterior motín de Santa Rita (1877), dejaron maltrecha la unidad de los cubanos. Entretanto, los jefes militares desconfiaban de los civilistas de la Cámara de Representantes, sobre todo después del tratamiento que estos habían dado al presidente Céspedes.

Tras una década de guerra, muchos de los terratenientes que habían secundado el levantamiento entre 1868 y 1869 ya habían perdido sus arrestos revolucionarios y andaban más preocupados por salvar algo de sus fortunas y propiedades que en la libertad de la patria. La propaganda española que amplificaba los rigores de la guerra y las posibilidades de la metrópoli de enfrentar una contienda prolongada, hacía mella en los sectores menos politizados de los insurrectos.

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Foto de la izquierda: Ni siquiera la autoridad moral de Francisco Vicente Aguilera había logrado unir a los cubanos exiliados lo que se traducía en que brillaran por su ausencia las expediciones a la Isla. Foto del centro: Arsenio Martínez Campos, el militar segoviano que intentaba pacificar a Cuba como lo había hecho en la península con los carlistas. Foto de la derecha: Mientras algunos pensaban en capitular, Ramón Leocadio Bonachea sumaba victorias con su destacamento mambí en tierras espirituanas.

Por otro lado, la emigración estaba totalmente dividida, con disensiones internas que parecían insalvables. Ni siquiera la autoridad moral de Francisco Vicente Aguilera había logrado unir a los cubanos exiliados, lo que se traducía en que brillaran por su ausencia las expediciones de ayuda a las fuerzas que combatían en Cuba.

Tanta indisciplina, tanta desunión, llevó a algunos patriotas a considerar, tal vez ingenuamente, que esta guerra estaba perdida y que era necesario una tregua para rehacer el bando mambí. No tuvieron en cuenta que con la humillante capitulación –suscrita el 10 de febrero de 1878 en un bohío ubicado en San Agustín del Zanjón, al este del municipio de Camagüey, en la orilla izquierda del arroyo Maraguán, afluente del río Saraguamacán– se abría una brecha infranqueable entre los combatientes del 68 y las nuevas generaciones de cubanos que se sentirían traicionados por los antiguos camaradas de Céspedes y Agramonte.

Solo un jefe insurrecto se percató de ese peligro: Antonio Maceo. Y salvó, con su intransigencia, el futuro.

*Premio Nacional de Periodismo Histórico por la Obra de la Vida 2021.

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Fuentes consultadas

Los libros La Protesta de Baraguá, de José Luciano Franco, y Cuba, la forja de una nación, de Rolando Rodríguez. Los Documentos para la historia de Cuba, de Hortensia Pichardo y el Diccionario Enciclopédico Militar de Historia de Cuba

Tomado de: Revista Bohemia

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