lunes, 20 de febrero de 2023

Visión de la historia de José Martí: fundamentos y proyectos

Fernando Martínez Heredia
09/02/2023
La materia acumulada –la historia– tiene un lugar importante en la creación del cubano, pero la nueva nación dependerá sobre todo de la realización del proyecto

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Texto revisado y ampliado que el autor presentó en el Coloquio El Caribe que nos une, convocado por la Casa del Caribe, Santiago de Cuba, 3 al 7 de julio de 2003. Tomado de Fernando Martínez Heredia. Andando en la historia. Ruth Casa Editorial / icic Juan Marinello, 2009.

Cuanto enseña la vida de los pueblos. Estudio paralelo; y luego que todo esté visible y corpóreo como un mapa, ante los ojos, deducir la real significación del progreso, prever y entrever el mundo futuro en la organización terrenal, y el destino final de nuestro espíritu. José Martí: Tercer Libro Esencia de la Historia: el Alma de la Historia.[1]

I

Me limitaré a abordar cuestiones generales del tema y comentar algunos problemas que me parecen más relevantes, tanto en la concepción de Martí como en el proceso histórico cubano, y a añadir mis opiniones. Los estudios martianos tienen un siglo de historia, y en su fase contemporánea registran avances extraordinarios.[2] Los he tenido muy en cuenta y me son muy valiosos, aunque me es imposible referirme a ellos en esta presentación.

La condición colonizada de Cuba implicaba la no existencia de una historia propia porque el devenir de la colonia formaba parte de la historia del colonizador. Sin embargo, en el siglo xix confluyeron en la Isla tres procesos: la cristalización de la lenta acumulación de especificidades que suele estar en la base de una nacionalidad; el despliegue de una nueva formación económica sumamente dinámica e integrada al mercado mundial capitalista, que multiplicó la población y la riqueza del país; y una gama de sentimientos e intereses diversos que propendían a configurar identidades y reclamar autonomía frente a la metrópoli. No obstante, la esclavitud masiva, como base principal del sistema de explotación del trabajo y producción para la exportación, envileció la vida social de Cuba y castró la política de la clase criolla, que era dominante en la economía. A lo largo de la centuria esa clase mantuvo su complicidad con el colonialismo y prohijó el racismo antinegro; asumió ambas posiciones en aras de su lucro y de su dominio. Una de las corrientes políticas que existieron, el independentismo, logró producir un evento trascendental que –aunque no abarcó toda la Isla– fue decisivo para el logro de una identidad cubana y el nacimiento del nacionalismo: la Revolución de 1868–1878.

José Martí recibió sus primeras experiencias políticas bajo el impacto de aquella Revolución, desde su condición de adolescente pobre, blanco, habanero y estudiante. A los dieciséis años sufrió las vivencias más traumáticas: estar preso durante once meses, la mitad de ellos sometido a trabajos forzados que le dejaron secuelas permanentes. De ahí salió a una vida de obligado alejamiento de Cuba que, unida a la formación intelectual que tuvo, aumentaron la autonomía de su pensamiento respecto a las condiciones existentes en su país natal; sus profundos estudios y la comprensión que alcanzó de la cultura occidental «moderna» acentuaron esa posibilidad. ¿Por qué Martí no se convirtió en un intelectual del tipo de los que tienen perspectiva y significación cosmopolitas desde una de las lenguas desarrolladas de Occidente, intelectuales cuya significación y aportes son más bien de contenido y consumo general? Desde muy joven era portador de ideales de libertad y justicia que eran propios de órdenes sociales más avanzados que el de la colonia cubana; mientras, en ella naufragaban –en la segunda mitad de los años setenta– los esfuerzos revolucionarios y, en la década siguiente, se producían reformulaciones políticas y económicas, tendientes a conservar la dominación social y la condición colonial.

Lo decisivo fue la vocación de Martí de dedicarse a la política práctica cubana y su tenacidad y perseverancia en ese empeño. Sin embargo, sus ideales tan avanzados podían llevarlo, dadas las coyunturas de su tierra natal, a tensiones y contradicciones con las fórmulas políticas que se elaboraban para ella, desde las conservadoras del orden vigente, como la asimilación a España como una «provincia de ultramar» con derechos muy restringidos o el liberalismo autonomista, hasta el plan revolucionario de Máximo Gómez y Antonio Maceo de 1884. Pero la posición de Martí –la que le aportó su brújula y decidió su camino y su vida– fue predicar la independencia nacional y organizar los instrumentos para una gran insurrección popular muy inclusiva y profunda, que fuera capaz de liberar a Cuba del colonialismo español en un mismo acto de transformación del pueblo y de la política, haciéndolos aptos para conquistar la soberanía nacional completa frente a EEUU y crear una república democrática que emprendiera cambios muy profundos de justicia social.

Martí no intentó llevar a Cuba a «alcanzar los niveles más altos de civilización», tomando como modelo a naciones de Europa o a EEUU: su proyecto y las vías asumidas para alcanzarlo eran muy diferentes a las ideas y las prácticas de tantos movimientos y personalidades de Cuba y América de aquella época. La cuestión es, a la vez, muy rica y muy compleja, por ser Martí un caso excepcional de combinación de vocación y dedicación a la política, las letras y la producción de pensamiento, y ser ostensible la extraordinaria calidad y hondura de su desempeño en esos tres terrenos.

En tiempos de Martí, la historia cubana que se manejaba era poca y reciente. Para la clase dominante en la fase final del siglo xix, después de la Revolución del 68 y al final de la transición de la esclavitud al trabajo libre, Cuba debía evolucionar hacia un capitalismo pleno con control autoritario de la fuerza laboral, un régimen político de orden con ciudadanía restringida y nexos económicos íntimos con EEUU. Entonces la conciencia histórica no debería predominar en la Isla, sino la atención hacia los hechos inmediatos, los problemas de la economía, ciertas modernizaciones necesarias y un campo cultural español y criollo, en busca del consenso hacia una unificación bajo la hegemonía compartida de aquella clase y la metrópoli. Digo español, por lo que toca al idioma, la continuidad del ejercicio de la autoridad política y represiva, la legitimidad del colonialismo y la necesidad consecuente de una visión colonizada del mundo y de la vida. Y digo criollo porque después de la Revolución era necesario darle más lugar a una instancia nativa que mediatizara y neutralizara el nacionalismo, actuara dentro de un sistema político de alcance muy limitado y garantizara el ejercicio eficaz y permanente del control del activismo y la protesta sociales. En cuanto a la construcción social de las razas, persistía el profundo racismo antinegro, pero atenuado por la participación de los no blancos en la primera gesta nacional –que incluía la influencia política de héroes–, el carácter revolucionario que revistió la abolición de la esclavitud y la necesidad de dar cierto lugar dentro del campo «civilizado» a muchas personas de oficio, artistas y algunos profesionales no blancos, e incitarlos a un «blanqueamiento» cultural. En suma, un campo cultural reformulado de la dominación, en el cual lo español y lo criollo, aunque ya muy diferentes, estarían unidos en cuanto a la defensa de sus intereses comunes, la pertenencia al partido del orden y la atención al peso creciente de los EEUU en los asuntos de Cuba.

Ese tipo de evolución social era una posibilidad real en nuestra historia, ya fuera sin autogobierno o con una organización estatal y política poscolonial: ni Cuba ni ningún país tienen marcado su destino. En el terreno de la batalla por lograr o impedir que cristalizara la nueva hegemonía, y en el de la conducción política, era que se decidiría cuánta autodeterminación del país y cuánta redistribución de la riqueza y el poder entre las clases sociales habría en Cuba. Esa fue, a mi juicio, la cuestión fundamental del período histórico transcurrido entre 1880 y 1895.

El trabajo ciclópeo emprendido por Martí fue cerrarle el paso a la posibilidad evolutiva que tenía la dominación y organizar una revolución de liberación nacional, idónea para obtener el triunfo frente al colonialismo y frenar el naciente neocolonialismo. Para él ese evento solo sería viable y, a la vez, deseable y eficaz, si conseguía desatar las fuerzas de las mayorías para que, mediante el fuego destructor y creador de una revolución, se construyeran como pueblo independiente y distinto de todo otro pueblo, amaran el ideal nacional de crear una república democrática y lucharan por él, desarrollaran sus capacidades individuales y colectivas desde sus diversidades sociales y aprendieran a ejercer la ciudadanía y exigir la justicia social. El equilibrio de «los elementos reales del país» que ese objetivo implicaba solo podía venir de una nueva identidad nacional y de un real aumento de la fuerza efectiva de las mayorías, de cerrarle a la burguesía de Cuba la posibilidad de usufructuar para sí la construcción nacional y a EEUU la posibilidad de controlar a Cuba. La república solo podría ser con todos y para el bien de todos si la mayoría adquiría un gran peso y un grado notable de control en ella.

Esta concepción de Martí es lo que condiciona su intensa actividad práctica y los logros de su formidable trabajo intelectual, y es un dato ineludible y central para toda investigación martiana. Me asomaré aquí a un aspecto de ella que, como otros, ofrece conocimientos en sí mismo y claves para entender mejor el conjunto: su visión de la historia.

II

Entre 1880 y 1895 se ventiló en Cuba una polémica ideológica muy intensa alrededor de las cuestiones nacional, racial y social. Ellas estuvieron tan íntimamente ligadas que su posterior y persistente segregación durante el siglo xx nos brinda una lección ejemplar acerca de las elecciones que están implicadas en toda asunción histórica, y de la necesidad de investigar los sentidos profundos de cada selección. Estas forman parte de la historia de la Historia, y ofrecen pistas acerca de los enfrentamientos, consensos, negociaciones, victorias y subordinaciones en el seno de una sociedad, pero vuelvo a mi tema. José Martí participó a lo largo de todo aquel debate, y su peso en él fue creciente en los últimos años del período, al convertirse en el líder de un nacionalismo popular que daba continuidad a la tendencia insurreccional y consideraba esencial heredar el ideal de 1868, pero desde nuevas posiciones que superaran las insuficiencias y los desaciertos de aquella Revolución.

Primero la cuestión del fin de la esclavitud, y enseguida la de las relaciones entre las razas, el racismo y la liberación nacional, son destacadas por Martí al elaborar su concepción de la lucha por la nación como un empeño forzosamente multirracial, tanto en sus vías de acción como en sus metas ulteriores. En textos tempranos como aquel de enero de 1880, en que negros y mulatos todavía son «ellos», y maneja las ideas de la culpa blanca y de redención de ella al abrir paso a la libertad de los negros, debe ajustar su pensamiento a la difícil coyuntura de la Guerra Chiquita, en la que el racismo fue utilizado por España y confundió a una parte de los revolucionarios, pero a la vez inicia su largo camino independiente.[3] Las transformaciones sociales experimentadas por el país en los quince años siguientes, el desarrollo intelectual de su proyecto en los tiempos en que era inviable la insurrección y los enormes éxitos políticos y de prestigio de Martí en los años noventa, lo harán más profundo y más libre al tratar esas cuestiones.

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Advierto dos líneas de trabajo, muy vinculadas entre sí, en la posición de Martí en cuanto a las construcciones de razas y de nación. Una es la recuperación de la memoria revolucionaria de 1868 de tal manera que resalten los sacrificios y heroísmos compartidos en pie de igualdad, y se exalte a la guerra como el vehículo idóneo para acercar a las razas profundamente divididas. Es decir, para reconocerle al no blanco[4] una dignidad y una conciencia de sí que por otros medios no podría obtener o le llevaría un tiempo muy dilatado y azaroso, y para inducir al que se precia de ser blanco a abandonar o aminorar el racismo que forma una parte importante de su concepción de la vida social. En ese plano fundamental que es lo individual, enaltece la conducta de los bravos guerreros y los fieles acompañantes no blancos durante la guerra, pero en Martí ellos no forman la comparsa habitual de los próceres blancos que adorna otras narraciones patrióticas o progresistas. Alaba la autoelevación que esas personas humildes han obtenido mediante las prácticas revolucionarias, y saluda la aparición de héroes y personalidades cubanas «de color».

Martí comprendió que la afirmación de que la abolición de la esclavitud fue una hazaña revolucionaria era un punto principal para la aparición del cubano.[5] Hay que distinguir entre la realidad que constituyó ese aserto en su tiempo y la complejidad de causas que establece el historiador actual del proceso de la emancipación. En un país en el cual los movimientos abolicionistas no tuvieron expresiones sociales importantes, la radicalización de la guerra revolucionaria de 1868–1878 movilizó los esfuerzos y las voluntades en un ejército plurirracial que firmó con sangre la unión entre libertad personal e independencia nacional, popularizó el ideal de la igualdad de los ciudadanos y se apropió del significado político de la abolición de la esclavitud. En el período de 1880–1895 estos temas y otros buscaron en la Historia un campo más para la pugna, a través de la cual se dilucidaba cómo sería la asunción nacional de Cuba, cuál sería el contenido de la nación y, por tanto, su proyecto, y qué organización política sería su vehículo. Martí actuó con plena conciencia en esa pugna.

La otra línea de trabajo es su concepción antirracista, muy consistente y bien fundamentada. La originalidad y el inmenso alcance de su pensamiento –tan aceptados como poco comprendidos y utilizados– se hacen obvios en este campo. Martí se opuso abiertamente a las tesis racistas imperantes en esa época en las teorías generales que guiaban las ideas y los estudios europeos sobre la naturaleza humana, los comportamientos y las capacidades individuales, los rasgos principales de los pueblos y naciones, y las virtudes, derechos, deberes y tareas que se les solían asignar. También elaboró una crítica muy profunda y singular sobre el significado atribuido a las nociones de cultura, progreso y civilización. En esta segunda mitad del siglo xix, en la que varias ciencias sociales se estaban constituyendo como profesiones, gozaba de una influencia decisiva el racismo «científico», asistido por el poder inmenso que ostentaban la idea de ciencia, el evolucionismo y el positivismo. La misión del hombre blanco de civilizar a todos los demás pueblos del mundo, por naturaleza inferiores, era un lugar común. La noción de progreso era profundamente racista en esta etapa del capitalismo. Por otra parte, estaban en curso procesos de unificación de ideas entre las élites intelectuales latinoamericanas y las de Europa y EEUU, en los que las primeras eran casi siempre subalternas. En el terreno de la difusión de ideas y creencias, el colonialismo mental era aún más amplio y descarnado.

Para entender la singular capacidad de reaccionar contra la corriente dominante de este intelectual que, al mismo tiempo, poseía una descomunal formación occidental moderna es imprescindible tener en cuenta sus veinte años de estudios de Cuba y América desde su tipo de pensamiento de liberación nacional. Sus vivencias y aprendizajes de juventud en Mesoamérica –un área cultural que contaba con 2 500 años de historia autóctona y logros extraordinarios de pueblos no europeos– seguramente lo impactaron mucho en su formación, pero fueron las ideas que lo guiaban las que lo llevaron por otro camino y más lejos que a otros intelectuales quienes también admiraron las civilizaciones autóctonas americanas. Sin duda tuvieron también un papel principal los aportes recibidos del México de aquella época, cuyo nivel de luchas revolucionarias y de ideas políticas y sociales era descollante en América Latina; Martí supo asimilar esos frutos a un grado muy profundo.[6]

La grandeza del Apóstol, a mi juicio, estuvo en su doble actividad articulada. Por un lado, mantener siempre una posición afincada en su concepción superior, frente a la mezquindad predominante en ese terreno en la política cubana de entreguerras y, a la vez, superar totalmente el canon biológico para la Historia y las ciencias humanas en el momento álgido en que este triunfaba en Occidente, mediante un criterio cultural que no era meramente inclusivo sino antirracista y anticolonial, inspirado en la idea de liberación nacional combinada con justicia social. Y, por otra parte, sostener una constante campaña de concientización que partía –sin ingenuidades– de las realidades materiales y espirituales de su país de esclavitud, castas, racismo, colonialismo y expoliación de pobres y trabajadores, no para comprenderlas y rendirse ante ellas, sino para trabajar desde su existencia, criticarlas, combatirlas siempre que fuera necesario y convocar a los cubanos a cambiarlas.

No hay razas, concluye el pensador, pero en sus textos los cubanos negros y mulatos existen, son una parte específica de la sociedad que tiene rasgos particulares, además de los decisivos de su condición humana; una parte que ha sido estrujada y negada en la historia de Cuba, que ahora ve ante sí más oportunidades, confía en su futuro y luchará por la justicia y la libertad. Para ambas tareas, a Martí le resultan fundamentales la ideología mambisa y la praxis revolucionaria. El objetivo es lograr crear, mediante la acción, lo que él está afirmando en el terreno de las ideas: que entre iguales por naturaleza y copartícipes disímiles de una cultura sean construidas tanto la nación como nuevas relaciones entre las razas. En esos campos, como en otros, la guerra revolucionaria debe ser la preparatoria de la república. La historia concurre a un patriotismo plural y lo fundamenta, pero este no busca en ella el pasado remoto de las culturas concurrentes, sino la fuente de la igualdad en el reciente evento revolucionario y en las narraciones heroicas y edificantes.

No olvidemos que la obra de Martí fue truncada por la aceleración vertiginosa de su actividad política práctica y por su temprana muerte. Sin duda pretendía analizar los componentes de la nación que trataba de fundar. Su proyecto de libro La raza negra. Su constitución, corriente y tendencias. Modo de hacerla contribuir al bien común, por el suyo propio, es un buen ejemplo de ello.

José Martí no enunció su posición en libros de carácter científico social, sino en cientos de artículos y discursos regidos por el combate ideológico y político. No obstante, a sus frases famosas –y a otras que lo son menos– sobre las cuestiones raciales y otros asuntos importantes las subtiende toda una rica concepción, que deberá formar parte de la historia de la ciencia social, cuando al fin se logre enfrentar, con decisión y efectividad, el tono conservador de influencia avasalladora y el colonialismo mental que hoy la dominan. También quedarán definitivamente atrás las diversas «clasificaciones» del Apóstol que llevaron a graves errores o trajeron ira y polémica durante el siglo pasado. Ellas estuvieron muy marcadas –es preciso resaltarlo– por la «medición» del pensamiento de Martí a partir de cánones europeos asumidos sin crítica alguna, es decir, las presidió una profunda incomprensión de lo principal del pensamiento martiano, que tanto hubiera podido servirles para evitar la colonización mental.

III

En un plano más general, Martí reivindica una historia propia para Cuba, no española, pero que tampoco sea la narración de un camino que debe llevar hacia la realización de la idea de civilización europea o norteamericana. Hay que construir una historia de orientación anticolonial que, en vez de celebrar un progreso centrado en la europeización de la población y de la vida política y social, busque sus esencias en lo específico americano y cubano. La clave de la visión de la historia de Martí es la producción y desarrollo de un pensamiento anticolonial que le ha permitido ser crítico de la conquista y de tres siglos de «vieja» colonización europea y, a la vez –esto es lo que le confiere una trascendencia decisiva–, ser crítico de la modernidad, una ideología de peso y brillo formidables que en nombre del progreso estaba consumando en lo ideal y espiritual la mundialización del capitalismo, mediante una nueva fase del colonialismo, más integral, abarcadora y homogeneizadora a escala mundial. Apta para servir al colonialismo rampante del Congreso de Berlín de 1885, la modernidad encontrará un suelo aún más propicio para su despliegue en el neocolonialismo que vendrá en el siglo xx, dándole continuidad a la dominación capitalista al mismo tiempo que renueva la promesa abstracta y general del sistema.

La concepción anticolonial de José Martí le permite salvarse de la antinomia «civilización o barbarie», que alcanzaba entonces su apogeo. Lo dice, tajante, en Nuestra América: «No hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza».[7] Además, sabe situar a ese dilema colonialista dentro de la historia de las ideologías y los intereses humanos, pero no confunde la exposición y la defensa de la especificidad de nuestra América con el aferramiento a una autoctonía abstracta o ilusoria. Martí trata de profundizar en los rasgos reales que tienen los pueblos americanos, ya sean valorados como positivos o negativos, y trata de integrar, en el trabajo de creación de los pueblos nuevos que se deben liberar, todos los logros que resulten convenientes, aun los que proceden del mundo que está criticando por ser colonizador.

Los temas escogidos, las pautas del análisis y las valoraciones de Martí sobre la historia de América constituyen un aspecto principal de su tesis de la especificidad latinoamericana, y el fundamento más general para sostener que países como Cuba poseen una historia propia. También ilustran claramente su visión de la historia. Forman un amplísimo abanico sus textos sobre temas históricos de América Latina y el Caribe, de muy diversas factura, propósitos y circunstancias, desde profundos artículos para niños como los de La Edad de Oro hasta los trabajos que se ocupan expresamente de la dimensión histórica. Sin embargo, también utiliza y maneja la historia en sus análisis políticos, económicos, ideológicos o de relaciones entre naciones. En gracia al tiempo no intentaré describir lo que creo esencial en el estudio de esa parte de su obra.[8] En la historia y en las realidades contemporáneas de la América que él bautizó como nuestra, busca Martí los elementos y la legitimidad de su proyecto de liberación cubano y continental, un proyecto tan original como los pueblos que se fueron formando en el Occidente colonizado. El objetivo de la segunda independencia de nuestra América, proclamado por Martí, no es una frase feliz, es la concreción en consigna de un complejo programa de acción que todavía hoy no se ha llevado a cabo.

La dimensión política, hilo conductor del presente para Martí, está totalmente articulada con sus ideas acerca de la historia y del proyecto. Le llamo a este último de liberación nacional, para denotar un tipo específico de independentismo que será imprescindible para el anticolonialismo en el siglo xx,[9] y del cual Martí fue pionero consciente a fines del siglo xix. La guerra revolucionaria es un componente fundamental de esa liberación nacional, no solo por acumular fuerzas suficientes fuera de los estrechos y siempre insuficientes marcos de las negociaciones entre los colonizados y las metrópolis, sino porque su propósito no es simplemente lograr la independencia de un país sino una verdadera fundación, para la cual son obligatorios una gran creatividad y profundos cambios individuales y colectivos en el pueblo de la colonia. Martí lo explica muy expresamente, en textos que deberían formar parte de la ciencia política.[10] Ha habido que esperar por Mao, Frantz Fanon, Fidel Castro y Ernesto Che Guevara para que este tema fundamental entrara a formar parte del conocimiento.

El grado de conciencia alcanzado y la organización que pretende desplegar Martí con su Partido Revolucionario son muy superiores a los de la primera Revolución cubana; por tanto, existe siempre una tensión entre la continuidad con ella y el nuevo contenido de la revolución, entre la narración de la epopeya que se glorifica y se reivindica como cuna de la nación, y la crítica que se hace de los hechos y las limitaciones de aquella epopeya.[11] La nueva revolución será la praxis creadora de la república nueva, el objetivo superior al que alude Martí, que deberá partir de la especificidad originaria y ser capaz de interesar y movilizar a los elementos reales del país, para que ellos cambien sus vidas y su sociedad.

La materia acumulada –la historia– tiene por consiguiente un lugar importante en la creación del cubano, pero la nueva nación dependerá sobre todo de la realización del proyecto. El nacionalismo militante martiano revisa y muestra los testimonios de la formación de la identidad nacional, tanto en sus retratos de próceres como en los de individuos humildes, y en las acciones y las representaciones colectivas.[12] El pueblo de Martí será el protagonista, no la comitiva de una casta, ni de los doctores, ni de los caudillos. Establece la singularidad de lo cubano, canta como nadie la gesta nacional y da un paso decisivo en la identificación de los enemigos de la nación cubana. Martí confía en la densidad de la historia que ya existe, y en la construcción de la historia que la patria necesita. Para él, la historia no es solamente un arma política, es una dimensión de la realidad y, aunque pueda parecer paradójico, una dimensión del proyecto.

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Notas

[1] Notas de un proyecto de obra que se titularía El concepto de la vida y tendría tres libros; el de la historia sería el tercero.

[2] También ha aumentado el número de textos martianos conocidos y se ha dado un salto en el cotejo con las fuentes más fidedignas y otras tareas. El Centro de Estudios Martianos, que ha sido la institución decisiva en esos avances, ha emprendido la publicación de la Edición Crítica de las Obras Completas, empeño erudito de una calidad ejemplar en su tipo, del cual ya han sido publicados dieciséis tomos.

[3] «Lectura en Steck Hall», en José Martí: Obras Completas, t. 4, Editorial Nacional de Cuba, La Habana, 1963–65, pp. 183–211.

[4] «Es decir, los esclavos, patrocinados, ex esclavos, negros y mulatos libres, y los chinos. Esta es solo una expresión que emplea el autor para denotar un conjunto significativo, en un tiempo histórico determinado. [Prescindo en este trabajo del tema de los conceptos de razas y racismo, y los usos comunes sobre razas y racismo. Unos y otros son, sin embargo, imprescindibles para los trabajos historiográficos y de otras ciencias sociales sobre estas cuestiones]». Ver un tratamiento conceptual de razas y racismo en Fernando Martínez Heredia: «La cuestión racial en Cuba», en Caminos. Revista cubana de pensamiento socioteológico, no. 24–25, Centro Memorial Dr. Martin Luther King, Jr., La Habana, 2002, pp. 1–5.

[5] Ver, por ejemplo, su discurso del 10 de octubre de 1889, pieza ejemplar de la ofensiva política que le llevara a la fundación del Partido Revolucionario Cubano (José Martí: op. cit., pp. 233–244).

[6] En sus trabajos de México en el período 1875–1876 puede advertirse claramente esa benéfica influencia. No es posible incluir aquí comentarios sobre su posición intelectual en comparación con las de destacados pensadores mexicanos, como serían por ejemplo sus coetáneos Justo Sierra y Emilio Rabasa.

[7] José Martí: op. cit., p. 17.

[8] He hecho un análisis parcial del tema americano y su lugar en la concepción martiana, en «Nuestra América. Presente y proyecto de la América Latina», en El corrimiento hacia el rojo, Ed. Letras Cubanas, La Habana, 2002, pp. 138–157.

[9] Ver Fernando Martínez Heredia: «Colonialismo y cultura nacional», Congreso Cultural de La Habana, ene., 1968, en Revolución y Cultura, no. 6, La Habana, 1968.

[10] Ver, por ejemplo, los importantes artículos «Nuestras ideas» y «La guerra», de 1892 (José Martí: op. cit., t.1, pp. 315–321 y t. 2, pp. 61–63).

[11] Ver, entre tantos ejemplos, la carta de Martí a Enrique Collazo el 12 de enero de 1892, en op. cit., t.1, pp. 288–293.

[12] Ver un juicio muy profundo de Martí respecto a las relaciones entre las personalidades históricas y los pueblos a los que pertenecen: «Henry Ward Beecher», en José Martí: op. cit., t. 13, p. 32.

La Tizza

Tomado de: La Haine

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